La traición de un zorro viejo

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
El “Hueso”, nuestro editor de “Policía y tribunales”, mantenía los rasgos de cabro chico pelusón inclusive cuando la barba le cubría la mitad de la cara como si fuera pasta de zapatos o cuando se dejaba crecer –imagino que de puro descuido- su mata de pelo azabache hasta convertirse en un guaipe gigantesco o una virutilla gastada por el uso. Su vocabulario, compuesto por términos campechanos, poblacionales y de estudiante liceo fiscal, se limitaba a los pocos temas que le quitaban el sueño: las páginas de su sección en el diario, el funcionamiento de los equipos de radiofónicos para captar las frecuencias de carabineros, bomberos y ambulancias, su aplicación por mantenerse al día en la terminología empleada por estos servicios de emergencias, las novedades en la Corte de Apelaciones y, por supuesto, sus conversaciones de pasillo con jueces, fiscales, defensores, víctimas e imputados.
El apodo surgió en su época de muchacho que clamaba por una oportunidad para hacer la práctica profesional en el diario, a mediados de los noventa, con una contextura física similar al futbolista Ivo “Hueso” Basay (este es un antecedente que sólo puedo referir de oídas), contrastando con la estampa que le conocí en abril de 2002: cara ancha, pucho permanente en la boca, doble papada y barriga de hombre casado -con dos hijos alborotadores que mantener-, más un audífono pegado en la oreja izquierda conectado al handie oculto en el bolsillo interior de su parca color verde petróleo. Cada vez que lo tuve al frente payaseando o hablándome de la inmortalidad del cangrejo, lo envolvía una nube de humo como una suerte de aura (desde que se prohibió fumar en la sala de prensa, debió satisfacer su vicio en pasillos, en el baño y en la calle), además de un intenso olor a jabón gringo y detergente emanado de su ropa o pellejo amarillento.
Nunca supe si el “Hueso” era un hombre de principios puritanos, pero la única vez que coincidimos con una mujer desnuda frente a nuestros ojos soltó un comentario que no fui capaz de replicar. Me encontraba admirando las presas blanquecinas de la actriz Sigrid Alegría Conrads a toda página en el suplemento frívolo de un diario de Santiago, en espera de la odiosa reunión de pauta, cuando percibí un hálito de tabaco saliendo desde mi espalda. “Esas fotos fueron hechas en un papel como las huevas, Rodríguez –opinó el “Hueso”-. Esos gallos no tienen gráficos profesionales”. Miré por cerca de diez minutos las fotografías y, de verdad, no logré concentrarme en el detalle manifestado por el editor de “Policía y tribunales”, sino en otros muchos más evidentes como los lunares, algún chupón, un rollito y una que otra encantadora arruguita de Sigrid que dejara escapar el fotoshop.
De lunes a viernes la rutina del “Hueso” resultaba pareja, plana, sin mayores sobresaltos (algo extraño en su área, pero ese era su mérito: hacer los mayores esfuerzos posibles para tener todo bajo control, inclusive los asaltos, homicidios y las violaciones), salvo cuando descubría la posibilidad de burlarse de algún colega con chistes que, por lo general, habían sido probados cientos de veces por su maldad intrínseca. Sus temas predilectos eran los regalos recibidos por periodistas de algunas de sus fuentes informativas (las empresas, el gobierno y las juntas de vecinos eran proclives a esta clase de engañitos y los periodistas, en su mayoría pobres muertos de hambre, siempre los recibíamos de buen grado), los errores de reporteo y redacción de la semana y todo aquello que pusiera en tela de juicio la idoneidad y la ética de sus compañeros de trabajo. Ni siquiera los reporteros de su sección, con quienes se entendía a punta de risotadas, palmoteos y empujones, se libraban de su venenoso pelambre. “Oye, si el fulano apenas sabe escribir, le tengo que hacer las crónicas de nuevo –me confesó en cierta oportunidad en que coincidíamos en el colectivo-. Pero si zutano es un irresponsable, me ha dejado la pega botada todas estas veces”, me dijo en otra, camino al paradero.
El único tema que sacaba de sus cabales al “Hueso” –más aún cuando corría el riesgo que se lo arrebatara un colega por decisión editorial de última hora o por iniciativa propia- era la secta nazi Colonia Dignidad y su líder, el fallecido Paul Shäfer. Nunca logré comprender de dónde nacía su obsesión por este pedófilo y por sus huestes germánico – chilenas. Con sus pataletas y gritos frente al aparato de radio, el “Hueso” era capaz de hacer regresar al chofer del móvil desde donde se encontrara en la carretera Cinco Sur, amenazando con las penas del infierno si no era él quien retomaba el reporteo de su tema regalón.
“Principito” Jiménez, su ocasional escudero en “Policía y tribunales”, me aseguraba que su jefe contaba con el archivo más grande sobre Colonia Dignidad que poseyera periodista alguno y que hizo su ingreso al diario –cuando de verdad le hacía honor al apodo- sólo para poder cubrir a sus anchas, apenas le dieran la oportunidad, Villa Baviera y sus alrededores (cada vez que alguien criticaba su exceso de celo por el tema o bromeaba sobre aquello, el “Hueso” lo acusaba de formar parte de una red de protección de Colonia Dignidad y de ser íntimo amigo de Shäfer). Aunque fuese cierto lo dicho por “Principito”, de todos modos yo no lograba comprender el motivo para acumular tanta información de este centro de tortura del régimen de Augusto Pinochet, si jamás vislumbré el menor atisbo en el “Hueso” por sacar adelante una publicación de largo aliento, como tampoco le escuché comentar sobre periodismo de investigación ni menos lo vi con un libro en las manos. Lo más cercano a eso fue una pregunta que me hiciera en un momento de pasajera inquietud intelectual: “Oye, ¿ese compadre del Roberto Bolaño es tan bueno como dicen? Yo leí una cuestión de él hace poco y no entendí ni huevas”. En cambio, el poco tiempo libre que le quedaba en el diario prefería invertirlo divirtiéndose con juegos electrónicos de los años ochenta grabados en su computador como el Space Invaders, el Pacman o Rally X y, a lo mucho, revisando un arrugado Código Procesal Penal en busca de términos que hicieran más soporíferas sus crónicas.
“Principito” también me habló del pasado de activista político del “Hueso” en tiempos de la dictadura en la población Santa Julia de Santiago, donde habría conocido a su esposa, una hija de exiliados y de una definida posición política de izquierda que le brindó un trabajo en el Ministerio de Agricultura durante la era Concertacionista (esto le ha permitido al “Hueso” y familia un pasar tranquilo, en medio de la precaria estabilidad laboral de estos tiempos). Creo que ella es una de las pocas sino la única mujer capaz de soportar a un sujeto tan extraño, fanático de la onda corta y de las conversaciones ajenas, incapaz de algún gesto o palabra que no llevara consigo una cuota importante de misoginia. “Todas estas minas que alegan porque les pegan los maridos en algo andaban”, acostumbraba a comentar sobre los casos de violencia intrafamiliar que descartaba incluir en sus pautas.
Reconozco que el “Hueso” me generó cierta envidia en algunos aspectos de su vida profesional. Primero, por ese autismo que lo hacía poner atención sólo en lo que le interesaba, sin que los problemas o coyunturas hicieran mella en su espíritu (claro, siempre que el hueso tuviera espíritu) y que le mantenían su rostro de zombie latinoamericano inmutable. No hubo reprimenda, comentario ni amenaza que le hiciera modificar la escritura de sus crónicas -más cercanas a un manual de prevención de riesgo o de armado de un electrodoméstico que a una historia de Dashiell Hammet o Raymond Chandler-, ni siquiera la orden perentoria del Director del diario y su corte de editores alcahuetes para que abordara las noticias desde una perspectiva “más amena”. El tiempo le dio la razón: el “Hueso” siguió a la cabeza de “Policía y tribunales” como si nada.
El segundo motivo de mi envidia era su capacidad para reportear potentes temas policiales con fuentes de primera línea, en especial relacionados con la secuestros, asesinatos y torturas cometidos por los agentes de seguridad de la dictadura. Mi tendencia al sensacionalismo y a las historias truculentas hacía que mi envidia mutara en rabia al ver como el “Hueso”, con su estilo fome, desaliñado y cargado de tecnicismos, lograba arruinar los mejores temas de la pauta diaria, convirtiéndolos en ladrillos que ni siquiera a él le interesaba releer y cuyas hojas terminaban envolviendo pescado en la feria libre de la población San Miguel del Piduco (en cierta ocasión, el “Hueso” ironizó con este mismo comentario cuando vio mi empeño por escribir una buena historia en el suplemento especial por los treinta años del golpe militar en Chile, por lo que ahora sólo me cobro la revancha).
De los cuatro editores del diario que se rotaban cada fin de semana para asumir como jefe de informaciones, los periodistas rasos preferíamos trabajar con el “Hueso”. Pese a todas sus payasadas, malas costumbres y pesadeces, era el único que tenía consciencia que nuestro trabajo los sábados y domingos debía ser llevadero y breve, más aún si la empresa se negaba a cancelar horas extraordinarias y feriados, cayendo de manera impune en la ilegalidad. Todo el resto de editores operaba como si se tratara de días normales, haciéndonos perder el tiempo con trabajo forzado gratis, en vez estar con nuestras familias o lanzándonos de lleno a nuestros vicios particulares. Pese a que de lunes a viernes yo rellenaba las páginas de la sección “Economía”, los fines de semana el “Hueso” y los otros editores me enviaban a batírmela con “Policía y tribunales”, de seguro por mi experiencia previa en un diario de la competencia. Como una forma de entretenerme de los interminables fines de semana perdidos dentro del gélido edificio de adobe de 3 Oriente con 4 Sur, me las ingeniaba para escribir historias policiales truculentas y escabrosas, algo totalmente alejado del estilo somnoliento del “Hueso”. Él nunca me comentó nada sobre aquello y editaba las crónicas tal como salían de mi teclado lo que mi maltratado ego agradecía de sobremanera.
Sólo una vez tuvimos una diferencia y, curiosamente, con un tema alejado de la crónica roja, a propósito de la presentación del humorista Che Copete con la vedette Marlene Olivarí en el Gimnasio de Talca. Como una forma de enriquecer la crónica, hice mención en un subtítulo que el género de revistas frívolas era el predilecto de los agentes de los organismos de seguridad de la dictadura. “Mira huevón, yo sé que te gusta escribir leseras pa’ joderme la pita –me encaró en la sala de prensa-. Pero eso que pusiste ahora superó todos los límites. Cuando quieras escribir voladas de ese tipo, hazlo con otros editores, no conmigo. ¿Estamos? No quiero tener problemas con el “Cabezón” (en alusión al dueño del diario) Ya y si terminaste, ahora ándate pa` tu casa antes que me arrepienta”.
Obediente, agarré mis cosas y salí del edificio lo más rápido que pude, dejando atrás mis ínfulas de redactor estrella.
Mi salida del diario tiene que ver con los intentos de conformar un sindicato que nos defendiera de las fechorías del “Cabezón”. Se corrió el rumor que fue el “Hueso” quien delató a todos los que participaron en la constitución del grupo “subversivo”, inclusive entre gente de “Policía y tribunales”. Cierto fin de semana de turno en que cabeceaba sobre mi escritorio, recibí una llamada a mi celular de “Principito” Jiménez. Sin mediar anestesia largó su versión de los hechos: “Fue el ‘Hueso’, compadre, tu amigo, quien te vendió a ti y a todos nosotros”, repetía al otro lado de la línea, pero sin darme prueba alguna, salvo su molestia por no haber sido autorizado por su jefe a tomarse un par de días libres.
Al terminar la conversación con “Principito”, me puse a recapitular los hechos. Efectivamente había comentado con los editores de mayor confianza mis intenciones de organizarnos laboralmente y todos ellos, junto con alentarnos en la gesta, se excusaron de participar para no poner en peligro sus puestos de trabajos, algo razonable y comprensible. Sólo el “Hueso” se comprometió, después de sonsacarme porqué andaba organizando reuniones misteriosas en los rincones del diario, a participar en el sindicato el día y la hora indicada. Sin embargo, llegado el momento de constituirnos ante los representantes de la Inspección del Trabajo en la sede de la Central Unitaria de Trabajadores, el “Hueso” brilló por su ausencia pese a mis numerosos llamados y mensajes a su celular. Al final, logramos nacer como sindicato de puro milagro, con nueve valientes colegas -entre periodistas rasos y gráficos- que dieron su firma para una incierta aventura cuyo desenlace podía ser la negociación colectiva o la cesantía.
Al reencontrarme con el “Hueso” a los pocos días en el diario, decidí encararlo por su irresponsabilidad y falta de compromiso con nosotros. “Puta, Rodríguez, lo siento –se disculpó-. Tuve que quedarme a cuidar a los cabros chicos en la casa porque estaba solo. Mi señora andaba en Santa Julia”.
Sus ojos de perro apaleado me sobrecogieron y preferí canalizar mi rabia con un comentario colateral. “¿Cuándo chucha te vai a sacar esa cagada de parca, huevón? Está toda sebosa, mándala al Lavaseco”.

Publicar un comentario

3 Comentarios

  1. No cabe duda que tras esa compleja personalidad se escondía una mente fría y calculadora que no trepidó un segundo en delatar a sus colegas con tal de salvar su pellejo y mejorar sus propios bonos ante el poder inmediato. Un relato bien construido, que se inmiscuye con fineza en la psicología de un personaje difuso, oscilante, ambiguo y que sin condenarlo abiertamente, otorga la posibilidad de que el lector lo juzgue.

    ResponderEliminar
  2. Que interesante. Supongo que practicamente todos tuvimos un compañero de trabajo o encargado así. Afortunadamente siempre me ayudó la cara de buena para caerles en gracia y la maldad siempre oculta para poder salir airosa de sus intrigas...
    Este tipo de personas son una piedra en el zapato!

    ResponderEliminar
  3. En mis experiencias laborales, que han sido en su mayoría un desastre, me he encontrado con una amplia mayoría de Huesos. Mi candor juvenil se difuminó rápidamente ante la embestida de tanto chupamedia por todos lados. Puedo ser muchas cosas malas, pero jamás me rebajaría al rastrerismo y la delación. Soy duro con ellos, porque son lo que más detesto.
    Un relato soberbio, estimado Claudio. Acercándose a paso agigantado a las cimas rusas de la narración inteligente.

    ResponderEliminar