Los misteriosos senderos del camarón de barro

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

El mínimo patrimonio que debe poseer un cronista considerado del montón consiste en un par de certecillas básicas y moldeables (semejante al rol de los espermios y los óvulos aunque con menos zangoloteo y, por cierto, menos placer para los involucrados) siempre disponibles para el apareamiento en la hermafrodita página en blanco del computador (antes el proceso se daba en la máquina de escribir, pero la mecánica era más o menos la misma) y cuyo fruto deberá ser un mensaje, si no decente, al menos legible. Sin embargo, en esta ocasión, las cosas serán distintas. Ahora podrán ejercitar -en el caso de que estén de acuerdo, estimados lectores, porque acá no se obliga a nadie-, el papel inverso al acostumbrado en una crónica cualquiera. Les voy a pedir que intenten transmitirme, aunque sea por carta certificada, correo electrónico, telepatía o buenas vibras, sus pulcras certezas en una materia en la cual sólo tengo interrogantes, ansias y un apetito feroz.

La historia es, más o menos, la siguiente, mis amigos. Durante mi exilio semivoluntario en la capital del Maule, ganándome la vida como reportero raso, me topé por sus callecitas numeradas con un buen hombre que cargaba en su espalda un enorme canasto de mimbre dentro de los cuales intentaban escapar pequeños bichitos medios cafesosos, con antenas, armadura, tenazas, patitas móviles y cola alargada. Haciéndole las consultas de rigor me enteré que se trataba de los camarones de barro, un exquisito manjar de las zonas rurales aún no absorbido por el consumo libremercadista y que sólo requiere agua caliente, sal, comino, pimienta, ajo, cebolla y vino blanco. La única manera de sobrevivir en esos pobretones años era desarrollar la rapidez de las moscas o de las lauchas. Bajo este principio le propuse al hombrecito elaborar un reportaje para el suplemento dominical que le sirviera de carteleo, a cambio de que compartiera conmigo un poco de su prometedor manjar. Pero las cosas no estuvieron a mi favor. El editor de turno se apoderó de mi idea y con una flamante publicación de su autoría se ganó un kilito de estos bichitos que pudo disfrutar con su amante y amigos en su confortable buena mesa. “Una delicia, señor Rodríguez”, se ufanó en mi cara en la reunión de pauta del día siguiente.

Este hecho, que para una persona de mediana cordura no habría significado absolutamente nada, fue transformado por la insania de este cronista en una suerte de paradigma de lo inalcanzable. Y vaya que el listado es largo en este delirante registro: los discos en solitario de Syd Barrett, las canciones de Los Vidrios Quebrados, Los Mac’ s y Velvet Underground, los discos electrónicos de Jorge González, las películas de Cristian Sánchez, John Cassavetes o Paul Schrader (sobre todo Hardcore), las ancas de rana a media tarde, las novelas eróticas de Fray Apenta y la descripción mítica que escucho sobre mi mujer justo cuando se encuentra a kilómetros de distancia y yo en la condición de perro guacho.

Pero por obra y gracia de la tecnología y el poder mental, la mayoría de estos casos tienen solución. No así la pesadilla recurrente de una decena de camarones de barro burlándose de mi cara barbuda y somnolienta.

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2 Comentarios

  1. Nada como comerlos con ají rojo, en una noche iluminada con velas, con un vino tinto sin etiqueta y repasando las hazañas de nuestros antepasados, amigo Claudio.

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  2. LUIS8/6/12

    Ni la sal, ni el comino, ni el ajillo,ni menos el vino blanco, han sido capaces de convencerme de las bondades del camarón de barro.Como para usted amigo Claudio esta "maravilla" alimenticia se ha convertido en un sueño recurrente de algo que no llegó a ser, seguiré intentando encontrar la preparación perfecta de estos bichitos,para que este torcido paladar pueda finalmente deleitarse con ellos.

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