El padre de don Rogelio


Por Concha Pelayo

Ya sé que la fotografía no es apropiada para las fechas, pero creo que el tema del que voy a tratar así me lo pide.

Anoche nos reunimos para pasar la Nochebuena en casa de una hermana. Todo discurrió placenteramente. Disfrutamos de la cena y de la conversación pacíficamente. Por extraño que parezca no discutimos ni salieron a relucir cosas que duelen o no nos gustan. Como el ambiente era propicio, uno de los hijos de mi hermana me pidió que volviera a contar un suceso que he contado mil veces pero que no se cansa de escuchar. Se ríe a carcajadas cada vez que lo cuento y nos reímos todos. Y anoche volvió a repetirse la juerga pese a que ocurrió el mismo día en que murió mi padre.


Mi padre, creo que ya lo he contado, murió de la enfermedad de Alzheimer, a los 69 años, cuando ya no sabía ni quién era, ni quiénes éramos sus familiares. Fue muy duro y muy triste ver su decrepitud imparable. Los dos años últimos de su vida estuvo en un centro hospitalario en la vecina Valladolid. Un día nos avisaron las monjitas para que fuéramos a buscarlo pues se moriría en menos de 24 horas. Y así ocurrió.

Cuando ya lo teníamos en casa, en coma, y esperábamos su muerte en cualquier momento, me encargué de llamar a la parroquia por teléfono para pedir a un sacerdote que viniera a casa para darle la extremaunción. Me respondió una voz de hombre, como esperaba, y le pregunté si era don Rogelio, así se llamaba el Párroco. Me dijo que no y yo le entendí algo así como que era su padre. Y no pensé más allá. Mi llamada la hice desde el centro de trabajo donde yo trabajaba. Llamo a mi hermanta Toya, la que se ve en la foto, para decirle que esté preparada pues irá un sacerdote a darle a nuestro padre los últimos auxilios. Le dije que, seguramente iría don Rogelio. Al cabo de unas horas me llama y me dice que, efectivamente, ha ido un cura a casa pero que no era don Rogelio. Era viejo, me dice. Y le respondo yo: sería su padre (es lo que entendí por teléfono). Ni ella ni yo reparamos en el comentario.

A las pocas horas muere mi padre y ya en el velatorio, otra de mis hermanas dice que habría que ir a la iglesia para comunicar al párroco que, dado que nuestro padre tiene un hermano cura, querrá celebrar la misa. Voy yo misma a la iglesia, a pocos metros del velatorio, y al subir la escalinata del templo me topo con un cura viejecito, vestido con su sotana de 33 botones que viene hacia mí. Me presento y le digo que soy hija del finado al que van a enterrar ese mismo día y le comento lo de mi tío. El cura acepta, cómo no. Y entonces, mi despiste y mi forma de ser tan espontánea, me enfrentan al diálogo más surrealista que he protagonizado en mi vida. Una vez que el cura viejecito me dice que no hay problema en que mi tío celebre la misa, le digo con la mayor naturalidad del mundo: ¿Es usted el padre de don Rogelio? El cura me mira asombradísimo, aunque yo, entonces, no entendía el asombro, y me responde negando con la cabeza: NO NO NO NO. Insisto: ah, ¿entonces no es usted el padre de don Rogelio? NO NO NO NO, me decía el cura cada vez más asustado. Ah, vuelvo a insistir, pues creí que sí, porque se le parece.

Y me despedí educadamente, dándole las gracias e, imagino al pobre cura, anonadado y convencido de que acababa de hablar con una loca.

Vuelvo al velatorio, para entonces repleto de familia y amigos, incluso mi tío cura que acababa de llegar de Galicia y me dirijo a mi hermana para decirle que ya está arreglado lo de la misa, que hablé con el cura con el que había hablado por teléfono pero que no era el padre de don Rogelio. A lo que otra de mis hermanas, ajena por completo al asunto, dice: ¡Pero cómo iba a ser el padre de don Rogelio, mujer!. Pese a las circunstancias, dolorosas, que vivíamos en esos momentos, no pudimos por menos que soltar una gran carcajada. Y fue en esos momentos cuando me di cuenta de la metedura de pata que acababa de cometer, de mi osadía, de mi atrevimiento, de mi fenomenal despiste al decirle al pobre cura, viejecito ya, la barbaridad que le dije.

Pensé pedirle disculpas cuando volviera a verlo, pensaba decirle que no sé por qué dije algo tan estúpido  sin pensar lo que decía. En fin, tenía que disculparme, ya no por él, sino por mí misma, para que no creyera que estaba "más pallá que pacá". Pero no volví a verlo más. Pasado un tiempo me enteré de que había muerto. Tampoco me atreví a decirle a don Rogelio lo ocurrido pese a que tenia con él cierta confianza. Durante mucho tiempo, cada vez que me acordaba sentía verdadera vergüenza.

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5 Comentarios

  1. O sea que no era Rogelio ni su padre, sino un circunstancial cura de sotana de 33 botones, con más cara de padre que de hijo o colega.

    Una sabrosa anécdota, querida Concha, que de seguro debe haber ayudado a distender los ánimos en un momento tan duro como ese.

    No siento apego ni particular simpatía por el mundo sacerdotal, pero debo reconocer que esa sotana les sentaba bien o los distinguía, al menos en apariencia, del resto de los mortales. Hoy nadie sabe quien puede ser un cura, aunque a muchos de ellos les gusta impresionar a los más jóvenes con algunas destrezas en el skate y uno que otro paso de reggaettón.

    La vida está tan llena de chascarros, y lo bueno es que al minuto siguiente se transforman en un recuerdo alegre y divertido.

    Un gran abrazo mi querida amiga.

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  2. Me encanta la historia que cuentas, Concha. Es algo tan surrealista que, por fuerza, ha de ser cierta.
    He sido testigo de situaciones tan pintorescas como la que relatas. Cuando falleció el padre de mi ex-mujer (todavía no llevaba el prefijo ex), estuvimos toda la tarde y toda la noche en el velatorio. En Canarias no se cierra el duelo y el cuerpo está expuesto desde que lo trae la funeraria hasta que se lo llevan al cementerio, a diferencia de muchos otros lugares.
    Era un fin de semana y todo el mundo estaba allí. La hermana del finado, mayor como él, decidió irse a su casa a refrescarse y cuando volvió la vimos pasar por delante de la puerta y entrar en el cuarto de al lado y empezar a llorar y a despedirse de su hermano.
    Ante nuestra extrañeza, fuimos a ver qué le había ocurrido y al asomarnos la vimos llorando desconsolada encima del ataúd. Cuando le avisamos de su error, ella se recompuso y muy digna salió del cuarto mortuorio equivocado hasta el de su hermano.
    Lo extraordinario era que el otro fallecido era un joven de 20 años y su hermano un señor de 76.
    Cuando le preguntamos entre risas si no se había dado cuenta del error, la señora contestó que ella lo vio raro, pero como nunca había visto a su hermano estando muerto, pensó que lo habían maquillado en la funeraria.
    Aún resuenan en mis oídos las risas de la viuda.

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  3. Anónimo27/12/10

    Divertidísimo, amigo Jesús. Te contaré que, siendo mi hija pequeñita, de siete u ocho años, nos enteramos de que había muerto su abuela. Yo la había conocido en alguna ocasiòn y la recordaba vieja y angulosa. Nos dijeron que se encontraba en el tanatorio del hospital y allí nos dirijimos. Nos sorpendió no ver a nadie mientras recorríamos los pasillos que nos conducían al lugar donde se encontraba la finada. Dimos, por fin con el sitio y allí, sobre una mesa metálica estaba el cadáver de una mujer. No había nadie acompañando a la muerta. Mi hija era la primera vez que veía un muerto. Se impresionó y le dije que rezáramos por ella. Estuvimos un buen rato y como no llegaba nadie, decidimos salir y preguntar. Nos dijeron que la mujer había sido víctima de un infarto y que la acababan de llevar. Todavía no lo sabía la familia. Entoces reparé en que la mujer era relativamene joven y que nada tenía que ver con la anciana abuela de la amiga de mi hija a la que yo conocía. Salimos de allí entre divertidas y compungidas. Al menos, le dice a mi hija, hemos sido las primeras en velar a la desconocida.
    La muerte también tiene esa cosa de humor negro.
    Un saludo amigo.

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  4. "Más pallá que pacá". Siempre encuentro expresiones tan originales y divertidas en tus relatos, Concha.
    Lo que relatas es sin duda digno de ser repetido cada vez que un niño, un joven o un adulto lo solicite. Suceden tantas cosas inesperadas, inusuales, sorprendentes y hasta surrealistas en cada fallecimiento, velatorio y funeral, que es normal que de allí surjan incontables historias nuevas que entretendrán y refrescarán cada tanto la vida de los sobrevivientes de quienes han partido.

    Abrazos Concha. Disfruto mucho cada una de tus historias.

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  5. Me hizo recordar esos personajes niños que siempre quieren volver a escuchar las mismas historias, como el hijo de Barry Lyndon, que en su lecho de moribundo le pide a su padre que le cuente una vez más sobre ese glorioso asalto a las tropas francesas, a la par que deja caer su mano para siempre. O el incansable contador de historias de la película Big Fish, que necesitaba adornar de magia las grisáceas actividades cotidianas, o el mismo Barón Rampante, atento a mil historias allá arriba en la copa de los árboles. Necesitamos esas historias, querida Concha. Tus historias, las historias de nuestros amigos, mis historias, las historias que nos contaron, las que contaremos algún día.
    Un abrazo mi querida amiga.

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