El mensaje de la mariposa (III Parte y Final)

JUAN PABLO JIMÉNEZ -.

Un sobreviviente


-  ¡¿Dónde estay?!... ¡¿Tai’ bien?!... –le dije a mi hermana que por milagro se había contactado conmigo a mi celular de mierda.

- Sí, tranquilízate. Ya estoy con mis papás.

- ¡Te amo! –le dije tal vez como nunca se lo había hecho. Mi hermana chica, la que llegaba a mi cama a los tres años aterrorizada por una pesadilla y se acurrucaba en mi pecho como chanchito de tierra.

Un problema menos. Minutos antes habíamos confirmado que mi sobrina y mi hermano estaban en perfectas condiciones, lo que comunicamos a mis padres.

Con Rodrigo llevábamos a cabo un plan de contingencia para mantenernos alerta. Cada vez que entrábamos a mi casa había una réplica. “Cuándo amanecerá” decía él con rabia. La Luna se había escondido. Había estado “rara” como uno dice siempre después de un gran sismo. No sabíamos si, como la mariposa de mi auto, nos había tratado de anunciar la pesadilla o se había burlado de nuestra fragilidad humana, esa que tapamos con la soberbia.

Toda la noche hicimos el mismo circuito: los padres de Rodrigo, los míos, mi Marcela y la Marcela Mariposa –Rodrigo le decía así por su fragilidad para ciertas cosas–, con quien en el segundo circuito nos encontramos. Estaba bien. Solo asustada por nosotros.

El rocío de la mañana nos recibió dejando cosas en el patio. Ya no pensaba tanto en el extremo cuidado de muchas de esas cosas. Había que actuar con rapidez y de cierta forma, con mucha frialdad. Ya se había confirmado el absoluto horror: los damnificados, los tsunamis, la gente en la calle, algunos muertos y desaparecidos. Iloca jamás sería la misma por ejemplo. Se hablaba de un grado 8,8 y de un 9 Richter en ciudades como Talca y Cauquenes, donde el pie gigante del terremoto había pisado con cara de Jack Nicholson en El Resplandor.

El pan en algunos lugares estaba a 3 mil pesos el kilo. Hijos de puta. La carretera era un desastre. Fuimos a buscar algo de combustible. Gracias al cielo encontramos y pude llenar el estanque, con lo que pude moverme durante cuatro días.

Yo mojaba y mojaba poleras sacando mis cosas y llevándolas a la casa de Marcela que, literalmente de la noche a la mañana, se transformaba en mi nueva casa. No quedaba otra.

Mi temor era que con cualquier réplica la casa museo se viniera abajo y perdiera mis tesoros.

Podía estar sin cama pero sin discos, películas y libros jamás. Tiraba una sábana al suelo y comenzaba a echar discos, películas y libros. Improvisábamos sacos que echábamos al auto. Pasé haciendo eso todo el día sábado 27 de febrero. Mi hermana puso sus manos, Marcela también y Rodrigo. Claudio, otro amigo, quien echaba mis cosas a su auto, también aportó sus manos.

Tenía ganas de llorar a gritos, abrazando mi casa donde había tejido tantas historias maravillosas. La Casa-Museo de la que hablaban todos mis amigos. Pero no podía –ni he podido hacerlo hasta hoy por más que he querido–. Tenía que actuar con esa pasión y rapidez a la que me he visto enfrentado muchas veces en mi vida. Tenía que actuar con premura.

Tenía una pena grande. Rabia. Impotencia. Me veía en la obligación de huir de mi propia casa. No obstante a medida que durante el paso de las horas me iba enterando del verdadero desastre en Chile, de que hubo personas que no salvaron un solo vaso, pensaba que lo que a mí me había sucedido no había sido casi nada.

“¿Qué diablos nos habrá querido decir la mariposa?”, le decía a cada rato a Rodrigo y él guardaba un silencio que yo no sabía interpretar. No sabía si era su miedo o la incapacidad de saber a ciencia cierta si esa mariposa nos avisaba de la tragedia, nos trajo mala suerte o nos dijo que a pesar de todo, ella nos estaba protegiendo ante lo que venía.

 Casi todas las tardes pasé por mi casa durante un mes. A veces entraba y veía los restos de todo un capítulo de mi vida. “Menos mal que no la compré”, me he dicho con cierto alivio.

Entre el sacar mis cosas, repartirlas y donar otras, al mismo tiempo tuve que lidiar con el nuevo orden exhaustivo en la después “nuestra” casa con Marcela: el arreglar un portón, cerrar el patio, pintar la fachada. Sumémosle a ello el haber levantado el diario, mi trabajo, de entre las cenizas.

En una bodega estuvimos trabajando. Pero no importaba. Salimos con el primer número después de tres días de ausencia. Hasta en CNN mostraron la portada que creamos para ese número. “No somos nada” dije yo en esa portada. El diario a las diez de la mañana se había agotado en toda la región.

Teníamos trabajo. Eso era un milagro al cual debíamos aferrarnos. Agradecer a ese mismo destino que nos había abofeteado con la destrucción.

Todos los días pasaba por mi casa. Bueno: mi ex casa. Aún no entiendo el mensaje de la vida. Como aún no entiendo el porqué perdí un hijo en el vientre de Marcela o el porqué un antiguo amor terminó acostándose con media ciudad antes de abandonar la casa museo.

Tal vez son las condiciones puestas sobre la mesa. El empujón definitivo para compartir un mismo espacio con Marcela. Los recovecos de la vida que a veces nos habla para que entendamos lo que nos sucede a través del paso de los años.

Cuando Marcela está en la ducha o sale a comprar, me siento en el living a mirar algunas de mis reliquias sobrevivientes. Bebo un vino añejo y observo el paso de la vida sobre mí otra vez. De nuevo otra vez. Otra vez. No solo ahora en medio de la pena ahogada agradezco a mi Hacedor Universal que tengo trabajo, comida y la calidez de un hogar, sino que a la vez me pregunto, sin obtener todavía respuesta, qué diablos nos quiso decir a Rodrigo y a mí la mariposa blanca que apareció en Copito de Nieve y sobre la cabeza de su Marcela.

Publicar un comentario

4 Comentarios

  1. Y se vino la escasez, más bien la especulación, la incertidumbre de no saber hasta cuando se normalizarían mínimamente las cosas.
    Seguíamos caminando a gatas, algo hambrientos y sucios, muy preocupados por los nuestros y con la tembladera bajo nuestros pies todo el tiempo.
    Pero a poco andar todo vuelve a ponerse de pie y lo mejor es que lo ocurrido será bien narrado para apuntalar la memoria colectiva. Mientras queden lápices, o sólo pedacitos de carbón por el suelo, existirán buenos cronistas como Jiménez.

    ResponderEliminar
  2. Excelente relato del 1 al 3, de principio a fin. Disfruté mucho de tu historia en ese momento tan terrible que les tocó vivir.
    Entiendo perfectamente lo que se siente no tener más la casa donde uno creció y soñó, por mi vida no pasó ni una tragedia ni una mariposa anunció el devenir de las cosas, simplemente un día tuve que partir y volver a crear un hogar... Vivo con la nostalgia de lo que quedó en el tiempo, imposible olvidar pero se sigue adelante igual.

    Saludos desde el NEArgentino :)

    ResponderEliminar
  3. Me leí hace unos días las tres, no me quería olvidar de felicitarlo. Está genial.
    Saludos

    ResponderEliminar
  4. Muy, muy buen relato.Lo adoré y me lo leí de corridito en este rato de descanso laboral.
    salute -->

    ResponderEliminar