Marcelita dos turrones

Por Juan Pablo Jiménez



“¿Quién sos, íntima otra?
Las horas de tu cuerpo
hacen la eternidad”
(Juan Gelman)

En las mañanas siempre le decía a Marcela que ella se acurrucaba en mi pecho como un gusano. Nos entregábamos con pasión animal antes del desayuno y el día comenzaba hermoso, aun si no hubiese sol. El trabajo podía esperar. Cuando ella salía de la ducha repetía el mismo ritual: llegaba a la pieza, cerraba la puerta para que no entrara el frío separando el mundo de lo que allí dentro sucediera, se quitaba la toalla y descubría su desnudez a la humanidad, que en ese instante era yo, que la miraba tirado en la cama como un niño extasiado que mira el juguete más hermoso de la vitrina. Ella me dedicaba algunas miradas, probablemente cómplices. “¿Qué miras?”, me decía con su voz dulce de sirena. Yo solo movía la cabeza hablándole con los ojos.

Su cuerpo era un templo. Esa suavidad por donde yo había caminado en noches de verano, se lucía una vez más al comienzo de la jornada. Ella subía su pierna a la cama y se echaba crema. Yo siempre le regalaba un beso en su pie y ella sonreía con esa sonrisa blanca e infinita que hasta hoy me regala con sus orejas de ratón, sus ojos de luciérnaga y esas margaritas ancladas en sus mejillas. En su ombligo, donde también depositaba crema, me imaginaba la extensión de nuestros días, de nuestras tristezas y logros; el triunfo sobre nuestras frustraciones. De ese ombligo emanaba una energía universal que ella después volcaba en su danza.

Casi siempre me pedía que le echara crema en la espalda. Yo depositaba un beso en esa espalda; después un poco de crema. Más tarde otro beso en esa espalda; al otro segundo un centímetro cúbico más de crema. Cuando había más tiempo, también le echaba crema en sus pies, codos y manos, traspasándole mis sentires, creándola átomo a átomo como un Frankenstein moderno. Esos ojos, esa sonrisa, esa alma, ese esperar lo bueno de todos, incluso de hasta el más hijo de puta que se hubiera aprovechado de sus bondades, y que fueron varios. Porque a ella la desborda un sentimiento puro, de niña, que se le escapa por el pecho y por las palabras como un torrente fresco de montaña.

Con Marcela escribimos las cosas simples de la existencia. Disfrutamos pan tostado con mantequilla. Una noche de sábado, mientras mis compinches en otro planeta se emborrachaban, con ella jugábamos en casa a la Gran Capital. Comprábamos edificios y casas de juguete y de juguete también eran los billetes que se transaban en el banco de juguete. Los dos éramos dos monitos de juguete, felices como títeres, plenos como esas noches en que nos escondíamos en las sábanas para reencontrarnos. Porque sabíamos que el reencuentro era un pasadizo hacia dos dimensiones paralelas que se unían: la de ella y la mía.

Hace unos días me envió un mensaje de texto al celular: “te tengo dos turrones guardados en mi velador” y eso era algo parecido a decirme que atesoraba dos gemas que me entregaría el día que se descubrieran todos los tesoros de todos los mares.

Marcelita es creadora. Es profesora de danza. Es bailarina. Es una muñequita de porcelana. Sobre el escenario vuelca la vida. “Siempre te he admirado tanto, incluso desde antes que nos conociéramos” le digo y ella me regala de nuevo una sonrisa blanca teñida de la humildad que tienen los grandes. Trabaja con el cuerpo y con su cuerpo dibuja grandes musicales sobre los escenarios. Mueve una mano, levanta la cabeza, le toma una pierna a uno de sus bailarines y después cuenta una historia en las tablas. Arranca aplausos. Arranca lágrimas. Arranca trocitos de este corazón desde el silencio.

Yo soy un borracho de fiestas, aviones, banquetes, bacanales, pasto quemado y lo más parecido a una película premiada con veinticinco óscares. Con ella solo nos sentamos a conversar de lo que hicimos en el día, de nuestras penas, de nuestras necesidades y sueños. Tomamos té, preparamos arroz o tallarines a la cacerola, ella enciende la estufa porque yo odio hacerlo, compramos golosinas en los viajes largos para comer en el auto, nos secamos con la misma toalla, nos damos besos de insecto, compramos papel higiénico si se acabó, nos tomamos las manos mientras cenamos, nos acordamos de las travesuras que componían nuestra rutina infantil, nos compartimos mundos creativos. Nos tiramos a la cama a ver una película en blanco y negro.

Cada centímetro de Marcela es un mundo. Cada cosa que inventa con su danza transforma, da nuevos sentidos. Marcelita colorea la existencia con sus luces, músicas y movimientos. Cada uno de sus bailarines tiene algo de ella; duendecitos que materializan parte de sus musas y príncipes que se mueven dentro suyo.

Cuando con Marcela perdimos nuestro bebito que llevaba dos meses en su vientre, sentimos que la felicidad se quebraba en forma de ilusión rota. “No hay vida” se le escapó de la boca al doctor mientras miraba la pantalla de la ecografía. Minutos antes yo miraba a Marcelita en la camilla esperando ese primer examen, componiendo un cuadro de felicidad. Movía sus piecesitos como lo hace una niña en cama esperando leche con chocolate. Esa vez toqué la felicidad completa con mis manos como se toca una estrella. Gracias a ella.

De vuelta a mi casona que se llevó el terremoto, el peso del día nublado hecho para nosotros nos arrancó todas las lágrimas que no habíamos dejado escapar en décadas. “Gracias por cuidarme”… me dijo al salir del baño con los ojos bañados en lágrimas profundas y ese ángel muerto de su vientre revoloteaba entre nosotros como una abejita, como un alma celeste que nos quería decir algo, que quería escribir un capítulo en nuestras vidas, en conjunto e individuales…

A Marcela yo le doy un beso de oso en su frente amplia como un campo verde. Le doy un abrazo con todos mis brazos. Lo robo un beso con todas mis lenguas. La subo a mis piernas con todas mis fuerzas. Le preparo los platos que le gustan con esencias mágicas que guardo desde hace siglos.

Con Marcelita a veces nos vamos a caminar por estrellas, a recorrer senderos infinitos. Visitamos nuestras vidas pasadas y los siete mares. Gateamos por los techos. Y siempre la veo así, tan simplemente hermosa, tan simplemente linda como dibujo de cuento de hadas.

Ahora como mi segundo sabroso turrón mientras ella enciende la estufa.

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11 Comentarios

  1. Anónimo2/6/11

    Es lo más romántico que he leído!!!
    Ya quisiera que el hombre que amo me describiera de esa forma, me volvería a enamorar...

    Caroline

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  2. Anónimo2/6/11

    Un dulce.. Me encantó. Quisiera yo que me quisieran así!!
    Laurita

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  3. Anónimo3/6/11

    Amigo Juan Pablo. Te tocó la lotería. Sí, la mejor de las loterías.

    Hoy, al levantarme y leer tu relato, se me levanta el alma.

    Marcela te inspira lo más bello y además sabes expresarlo. Qué mejor regalo.

    Un fuerte abrazo.

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  4. Anónimo3/6/11

    Gracias amigas por su fuerza. Me dan impulso para seguir en esta hermosa senda de las letras. Un abrazo grande.
    JP JIménez

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  5. Hay hombres, no muchos realmente, que saben expresar con delicada precisión aquello que aman de una mujer. Ser la elegida y la destinataria de tales palabras resulta un privilegio inimaginable, impagable, milagroso... Pero cuando no se da, leer y tomar conciencia de que hombres así existen es un consuelo enorme para los corazones soñadores de mujeres que aman apasionadamente y aspiran a amar así por siempre (definitivamente me incluyo!!)

    Encantador!! Saludos JP-

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  6. Ámame de verdad… Con tu mejor sonrisa, Con la mirada más linda, Con la caricia más sentida, Con toda tu pasión encendida, Con toda tu capacidad escondida... Ámame de verdad… Para que no sienta frío, Para que no tenga hambre, Para que el calor no me alcance, Para que el dolor no me embriague, Para que nunca se acabe... Ámame de verdad… Con un amor suficiente, Con una amor sin limitaciones, Con un amor autosuficiente, Con un amor independiente...

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  7. Anónimo3/6/11

    Mangueréese Jiménez.
    Un amante dedicado, un amor conscientemente vivido a concho.
    Buen relato, bien escrito.

    Antonio

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  8. Una prosa limpia, sugerente, precisa, intimista y deliciosa, sin excesos narrativos.
    A punta de talento, Jiménez se hace su lugar en la avenida poco transitada de los buenos escritores.

    Felicitaciones

    Jorge Muzam

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  9. Exceso de amor. Da sincera y auténtica envidia.

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  10. Y así como los pájaros buscan refugio en los frondosos escondites del árbol, las sensaciones huyen hacia las arrugas humbrosas, los gestos sin gracia y las manchas insignificantes del cuerpo amado, donde se acurrucan, seguras, como en un escondirijo. Y ningún paseante ocasional adivinará que precisamente ahí, en aquellos rasgos imperfectos, criticables, anida, como una flecha, el ímpetu amoroso del adorador.

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  11. ‎"(...) Só sabe de amor e de saudade,
    Quem já ficou só.

    Saudade, eu tenho saudade.
    Mas não de contigo voltar.
    Eu vivo sentindo saudade,
    De amar"

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