Ladrón por un día, Tonto por toda la vida (Historias de la Vida Irreal. Trilogía)

JUAN PABLO JIMÉNEZ -.

“Del otro lado del mundo.
Cierro los ojos y
al abrirlos 
estoy
del otro lado”

Del Otro Lado del Mundo, Pedro Aznar. De su libro Pruebas de Fuego.

Yo había soñado que el último disco de Los Tres tendría carátula roja y su nombre sería solo una palabra. Pero no se lo dije a nadie.

1997. Últimos suspiros de la universidad. Cada vez me importaba menos el periodismo, pero estaba “estudiándolo” y en algún momento gracias a las mentiras que publicaría en un diario podría pagar las cuentas.

1997. Amores incompletos. Borracheras descomunales con los amigos. Tardes de inmensa soledad. En aquel año se suponía que trabajaba en mi tesis. No había clases formales y a decir verdad, para trabajar en la tesis con el Flaco Robles y el Seba Villela nos juntábamos tarde, mal y nunca.

Santiago se había repletado de carteles rojos donde al medio llevaban estampada la palabra “fome”. Tal cual. Yo miraba desde las micros el anuncio y me imaginaba que alguien nos estaba tratando de decir algo.

Había leído que pronto vendría el nuevo disco de Los Tres después de un misterioso silencio. El grupo estaba dejando la inmensa cagada hacía cinco años. “Estos hueones se tiran un peo, los graban y venden 200 mil copias”, dijo una mañana en el patio de la universidad el Villela, bebiendo un café en esos vasos plásticos de la puta que no había como mierda tomarlos porque te quemabas como Quico.

En fin. Era el último disco de Los Tres. Tal como lo soñé: carátula roja y una sola palabra. La promoción del nuevo largaduración venía agresiva por parte de Sony Music.

En mi rol estúpido de ir a los lanzamientos y conferencias de prensa de los “artistas”, averigüé que los penquistas lanzarían con bombos, un poco de glamour criollo y platillos, el “fome” en el hoy desaparecido Club Valparaíso, de la ciudad Patrimonio Universal.

Entonces ubiqué a mi pareja televisiva, mi compañero de peripecias inútiles, Miguel, que decía que yo caminaba más que Kung Fu, cuando íbamos a hurtar cassettes y libros a San Diego. 100 años de perdón así que no jodan…

Y bueno, para seguir introduciéndolos en lo que sería una de las humillaciones más horribles que he vivido en mis hermosos y bien cuidados 37 años, recuerdo que recurrí a la buena onda de Óscar Ramírez, mi coterráneo que trabajaba en Sony Music, el mismo del cagazo que me mandé con Spinetta.

Fax del diario de mi ciudad-pueblo con los datos míos y de Miguel 100 Huesos. Papeles para allá. Burocracia para acá. Después de dos semanas teníamos las credenciales para un nuevo periplo de vida como arrancado de una novela: iríamos al lanzamiento de “fome” en Valparaíso.

Estaba la mamá de Álvaro Henríquez, el líder de Los Tres. Distinguida ella. Con su pelo blanco. Me acordé que contaba que mucha gente la felicitaba por tener un hijo como su hijo. Eso me lo contó mi mamá. Estaba el papá de Henríquez, don Fidel, con su prestancia de hombre de la Corte. Moriría unos años después.

Había actores de la tele, faranduleros, noteros entrevistando hasta a los basureros.

Con Miguel y nuestras pintitas de calle Bandera, el imperio de la ropa americana, nos sentíamos como verdaderos pollos mojados, totalmente ajenos a ese mundillo. A mí me daba angustia y ansiedad estar en medio de esa gente. En realidad me sigue pasando.

“Mira hueón… ¿vei’ esas bolsas? Parece que tienen regalos pa’ los periodistas”, le dije al 100 Huesos. Éste seguía afirmando que el rock argentino y gran parte del chileno era para minas y maricones. Así que le importó un testículo de mono tener una copia de “fome” en su mochila.

El disco venía en cuatro formatos: cassette, un CD con carátula “normal” y otro con una carátula-libro y por supuesto, 1.000 copias de vinilo, que más tarde me compraría por una fortuna y que hoy guardo en mis reliquias autografiado en mi propia ciudad-pueblo por los cuatro Tres.

“Voy a huevear pa’ que me regalen un cassette y después, que estos hueones me lo autografíen”, le dije a Miguel, que estaba perdido en su cigarro y mirando tetas y culos televisivos.

Nos subimos al bus especialmente contratado para los periodistas por Sony Music. Nuestra intranquilidad de sentirnos torrantes se aminoraba cuando nos ofrecían whisky como a estrellas de rock. Ramírez cada cierto tiempo iba a nuestro asiento a ver cómo me encontraba. “¡Éste es coterráneo mío!”, dijo a voz en cuello en el pasillo del bus y los santiaguinos poco nos pescaron. Me puse colorado.

Viaje de noche y largo. Ya no quería más whisky. Estaba excitado con esta aventura. Con Miguel hablábamos poco. Yo pensaba en verme de nuevo persiguiendo una raya en un disco y Miguel, en que por lo menos volvería con nuevas fotos para su colección privada en blanco y negro. Yo miraba el cassette que de tanto hincharle las pelotas a Ramírez, me regaló medio escondido de los demás. “Ya, para que te dejes de huevear. Están contados, así que tu compañero cagó”. Ni a mí ni a Miguel nos interesaba que hubiese dos copias del “fome” para los torrantitos de Curicó, porque él, a pesar de ser uno más de los miles de santiaguinos amargados que conozco, pasaba por curicano.

Llegamos al Club Valparaíso. A la entrada había vinilos colgados como adornos, que recibían a las estrellitas de la tele que habían llegado un rato antes que nosotros y a los boquiabiertos poco acostumbrados a estos espectáculos.

La entrada estaba atochada para ver el concierto de Los Tres. “Un día la gente va a hacer cola por mí…” le dije a Miguel con los ojos perdidos imaginando un anhelado futuro. 100 Huesos me miró en silencio. Nunca supe qué significó ese silencio.

Escuchar a Los Tres con su sonido de viejo en un teatro de viejo y viejo de edad, era un deleite para mí. “Fome” –el disco que justamente más admiro de Los Tres– se lanzaba al mundo con furia. Había mucha expectación respecto de lo nuevo del grupo, registrado en Nueva York con Joe Blaney. Henríquez y compañía estaban entusiasmados. Se les notaba.

Logramos colarnos al cóctel privado. Bueno, igual nos servían las credenciales, aun cuando nos hubieran mirado tan feo para dejarnos pasar.

La comida era de primera. En mi estúpida arremetida de esos años por conseguir un autógrafo, saqué mi cuadernito de poemas y la carátula del “fome” para atacar. “Ya, voy a buscar autógrafos”, le dije a 100 Huesos envalentonado por la docena de piscos sour. “’Hace’ la hueá que querai’” dijo mi partner mordiendo un cigarrillo.

Salí a caminar por el salón como sale un investigador a buscar huellas en el sitio del crimen. Me topé con la Javiera Parra. “Eres linda”, le dije. Me agradeció y me rayó el cuaderno. Después me dio un beso en la mejilla.

El gran Carlos Cabezas estaba parado con una copa en la mano mirando hacia la nada. Le toqué el hombro y como una pendeja calcetinera caliente le pedí, adivinen… “Oh!... yo también escribo.,.” dijo al echarle un vistazo a algunos de mis poemas. Me sobrecogió que un monstruo del rock chileno tuviera esa humildad. “Estoy más borracho que la chucha…”, confesó rayando mi cuaderno con una sonrisa bonachona pintada en la cara.

Y bien. Ahora vendría la última parte: robarle una firma a cada uno de los cuatro integrantes de Los Tres.

Divisé a Pancho Molina, el baterista y lo ataqué de entrada. Fue amable y dibujó su rúbrica en mi cassettito. A unos metros estaba Henríquez y Titae.

Henríquez tenía fama de plomo. “Disculpa… disculpa…” le dije fijándome en sus trenzas de judío y le hablé con un gesto para que me firmara la carátula. “¡Espérate!”, respondió sin mirarme. En realidad no sabía en qué lo estaba interrumpiendo. Me dirigí unos centímetros más allá donde Titae, bajista de la banda. Me respondió lo mismo devorando un canapé.

Retrocedí entonces uno o dos metros del grupo para dejar pasar unos minutos a ver cómo me iba en la segunda arremetida. Fui a la pelea y me devolví con las mismas respuestas, la misma displicencia y las mismas manos vacías.

A un garzón le arrebaté de la bandeja una copa de vino. Me la tragué casi con vidrio y todo. Titae se separó del grupo y me lancé sobre él como un leopardo sobre su presa. Uf… me autografió el cassette. Empujado por el vino me fui a enfrentar de nuevo a Henríquez. Probablemente por cansancio el músico depositó de lado y sin mirarme, su puta firma en mi puta carátula en aquella a esas alturas puta noche de mierda.

Faltaba el nieto de Violeta Parra. Ángel, el guitarrista. Con él completaba el cometido y podía devolverme a casa.

Miré en todas direcciones. Conversaban, se reían, bebían. Yo no existía.

Me acerqué a Ángel. Era más flaco y mucho más alto que lo que imaginaba.

De nuevo mi cara de imbécil que se traducía en pedir un autógrafo. Me miró con mediana amabilidad. No sé por qué, pero justo en el momento en que iba a rayar mi cassette se estaba registrando las ropas. “¡Mi billetera!”, dijo. “¡Mi billetera!” volvió a reclamar al aire. Al parecer se le había perdido. Salió de esa aura que uno cree existe en los artistas cuando los ve como dioses y me miró fijo: “¿Tú me la sacaste?...”

Yo he vivido humillaciones en mi vida. Hasta ese momento fundamentalmente giraban en torno a la niñez, al colegio, a alguna polola que me dejó esperando bajo el sol abrasador de verano sin explicaciones.

Me humillaba un niño de 3º básico cuando yo estaba en 1º básico. Me humillaban los grandotes de media cuando yo estaba en 7º. Me humilló una vez el Carlos “Mantequilla” en la población, estampándome un puñetazo en la boca porque me burlé de su hermana. Me humillaron algunos profesores.

Pero nada se igualaba a esto, a que gratuitamente te acusaran de ladrón.

¿Sería mi ropa? ¿Sería que me acerqué mucho a él? Tuve ganas de llorar. Pero también ganas de decirle “qué te creí’ conchatumadre! ¿Porque eres famoso te voy aguantar ésta conchatumadre?!”. Y claro, con mi idiotez de calcetinera caliente estaba justamente avalando que algo así me sucediera.

“¡No!… ¡aquí está!”, dijo el hueón tocándose el bolsillo del culo. Yo estaba helado. Me sonrió –tenía los dientes plomos como si nunca se los hubiese lavado–. Me abrazó y juntó su sien con la mía. Yo no emitía palabra y como premio a mi buen comportamiento me dio el autógrafo que le había pedido.

Cuando le conté a Miguel, éste se sentó a reír a carcajadas. Ahora a este chucha de su madre quería pegarle un combo. Se lo conté como una tragedia y se reía. “¡Eso te pasa por hueón! ¡Por patético! Te observé todo el rato mientras caminabas como un idiota tras los hueones pa’ que te rayaran tu cagá de cassette. ¡Por hueón te pasa!”, argumentó 100 Huesos pasando bruscamente de la risa a la seriedad con la cara dura de un padre que te regaña para que aprendas en la vida.

En el bus hablamos poco. Además estábamos cansados. Yo pensé que ya era hora que comenzara a cerrar este ciclo infantil de cazar rayas de famosos.

Cuando llegamos a casa a media madrugada, me fui a dormir a la habitación de mi partner, que amablemente me había cedido. En su reproductor de video tenía una copia de “Garganta Profunda”, el clásico porno de todos los tiempos.

En las sábanas le dejé a Miguel unos cuantos miles de espermios muertos.

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6 Comentarios

  1. Me dolió el estómago de solo pensar el susto de niño bueno que pasaste... si yo lo hubiese vivido contigo, seguramente habría escupido al suelo (a escondidas de ti) cuando escuchamos juntos ahora a Los Tres. Pero solo por un rato, es inevitable decirlo...son pequeños dioses...

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  2. “Un día la gente va a hacer cola por mí…” Esa frase me hizo recordar al Rey de la comedia, de Martin Scorsese.

    Los Tres. Buen grupo, sin duda. Sabían tocar sólo como Los Tres. Ignoro qué tan originales fueron, pero en Chile y en los países circundantes no había nada parecido. Es cierto que no eran muchachos muy simpáticos con el público, y que a veces compartían sus amantes (lo afirmaba la farándula dura), pero el floreo de Titae sobre el escenario bastaba para exculpar a todo el grupo.

    Los ví en vivo por primera vez en el Pedagógico, allá por el 91. Estaban flacos, con cara de pajeros, como saliendo de una manflinfla tardía. No eran muy conocidos entonces y juntaron poco público. La mayoría prefirió seguir bebiendo en los parques o guitarreando en paralelo.

    Luego vino la explosión en las radios. Los programaban por igual en AM y FM, a toda hora, de lunes a domingo, los 365 días de los años de toda la siguiente década. El costo fue llegar casi a odiarlos. Luego, el silencio de los muchachos, la gordura, las drogas, el sexo raro, las poses de divos, y de cuando en cuando algún tema emanando de una emisora, que ahora nos hacía recordar un incidente de época, lo que redundaba en cierta paralizante nostalgia.

    En fin, el relato es refrescante, divertido, levemente obsceno, tiene pulso y una buena zancadilla al divismo huevón de ciertos coterráneos. Por lo demás, deja en clara evidencia la profunda sabiduría de “100 huesos”.

    Felicitaciones, amigo Jiménez.

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  3. Lucía27/7/11

    Buenísimo. Espero la siguiente entrega y le doy un apluso bien merecido. Cuenta estas historias como pocos y va cambiando mi forma de ver a los periodistas.

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  4. El fragmento sobre las humillaciones de tu vida, son notables. Deberías trabajar literariamente sobre eso. Hay suficiente ira contenida allí, y esas emociones, desplegadas en el word y almibaradas por un buen whisky, le harán muy bien a la mejor literatura.

    Abrazos, amigo Jiménez.

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  5. Anónimo29/7/11

    Entretenida historia, me encantó.

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  6. Lucía1/8/11

    Interesante historia la que nos acerca. Se ve que tiene una buena cantidad de anécdotas y una menta privilegiada que le permite narrarnosla con tremendo acierto. Esperamos el fin de la trilogía. Saludos cordiales.

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