Dulce fascista

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

Ahora que no lo tengo al frente, responsabilizo a mi padre del primero de la serie de entuertos que han ido conformando mi vida. Aunque, en honor a la verdad, su responsabilidad es indirecta y lejana de sus verdaderas intenciones. Pero algo se le debe atribuir a él también y no todo a mí, digo, para alivianarme la carga, siendo mi padre un hombre forzado a la autoridad y yo un sujeto poco dado a las discusiones. Más aún, si estas discusiones se dan con personas con una posición más ventajosa que la mía –mi padre, sin ir más lejos–, lo que ocurre en la mayoría de las situaciones vividas por quien carece de espíritu ganador. 

Que a los quince años yo desistiera de ir al preuniversitario, practicar algún deporte y asistir a la parroquia -ya no quedaba ninguna vecina de mi gusto en el coro y no era propio de un aspirante a marxista andar pensando en la salvación del alma-, lo instó a recurrir a lo que pomposamente llamaba “drásticas medidas”, aunque su sesera sedentaria necesitó un pequeño empujoncito para ponerse creativa. 

-¡El liceo no basta! –sentenció a mitad de la cena, con ojos entrecerrados, típico de los que aspiran a apoderarse de la verdad familiar-. Ni siquiera es mucho el tiempo que le dedicas. Si no quieres saber nada con los curas, te entiendo, a mí me pasó lo mismo a tu edad. Pero no te vas a pasar encerrado en tu pieza pensando en la inmortalidad del cangrejo.

Después de observarlo con incredulidad, creyó adecuado compartir responsabilidades, como si la mitad del espíritu de Poncio Pilatos se hubiera apoderado de él:

–Tu mamá me tiene la cabeza hinchada pidiéndome que haga algo contigo. No todo es cosa mía. 

Reaccioné girando mi cuello unos grados, buscando una explicación a tamaño acto de soplonaje. Yo jamás me había entrometido en los asuntos de mi madre y esperaba una mínima reciprocidad de parte de ella. Dado que esto no fue así, se me pasaron por la cabeza venganzas contundentes para hacerla escarmentar, como esconderle la botellita de borgoña, las bolsas de maní salado, el queso Chanco o el naipe español, todo con tal de frustrarle sus aquelarres de los jueves con las otras viejas del barrio. Pero nada me parecía suficiente castigo por haberse atrevido a alterar las leyes de mi sacrificado templo interior. 

Ni todo el empeño que hice por transmitir una actitud escrutadora y ruda, tipo detective Mike Hammer, logró que mi madre asumiera su culpabilidad. Se limitó a preguntarme si quería una o dos croquetas en el segundo plato y continuó flotando encima del monólogo que su cónyuge aún no concluía: 

-Estudiar inglés no te hará nada de mal y usarás el cerebro en algo útil –continuó mi padre, antes de meterse un trozo de pan para acompañar el último concho que le quedaba de sopa y olvidarse del problema.

Mi madre, como siempre hacía cuando sus planes resultaban a las mil maravillas, observó de reojo un nuevo triunfo sobre su par de trogloditas: mi padre diciendo lo que ella le dijo que dijera y yo sufriendo las consecuencias de semejante reflejo condicionado. En definitiva, los dos danzando según su regalada gana para, dentro de un tiempo, volver a quejarse que nadie la tomaba en cuenta en la casa cuando en realidad lo controlaba todo.

-Bueno, ustedes sabrán –les dije y me sumí en un mutismo necesario.


BILINGÜE 

Como resultado de toda este experimento psico - familiar, acabé recorriendo los asépticos pasillos del edificio del Instituto Chileno Norteamericano de Cultura, con la boca abierta y mis espinillas sin reventar, buscando que el número de sala coincidiera con la hoja de fax que tenía en mi mano; después, sentado en un escritorio para zurdos, un tanto incómodo, completando una hoja de ejercicios, lo que provocó aquel choque con otro codo y un “¡ahhhh!”, de protesta. Alerta máxima en aquellos años de sequía y libido, por lo que me animé a seguir adelante hasta donde la inexperiencia me lo permitiera. 

Haciendo memoria, mi codo pudo estar al descubierto por llevar yo una polera desteñida o envuelto en una camisa de colores perdidos, prendas que mi madre siempre veía como candidatas a convertirlas en estropajo o paño de cocina; el codo de Alejandra, en cambio, estaba cubierto con una chaqueta de fino corte, azul y con aire de profesional VIP de la Región Metropolitana. 

Primero me atreví a pedirle un lápiz de grafito y una goma, ella me miró sorprendida por semejante demostración de negligencia (“¡Ir a clases sin los útiles mínimos, qué atrooooooo…!”), me reprobó poniendo los ojos en blanco y sacó lo necesario de su estuche alargado y diría que hasta perfumado; después, continuamos con los ejercicios de pronunciación donde fuimos partners, como decía la Miss responsable del curso, encargada de instruirnos y celestina involuntaria. Alejandra, siempre más avanzada que yo en this is de pencil, the chair, the window, the box and the door. 

Más adelante, los estudios compartidos para los exámenes trimestrales, donde mi poca vergüenza y su porfía fueron dando sus primeros resultados: 

-Mira tú. Eres bien despiertito, oye –comentaba en estos encuentros que terminaban con un almuerzo a cuenta de su talonario de cheques y su lapicera Parker, basados en lomitos palta mayo y Coca Cola. Yo, dos sándwiches y ella, la mitad de uno. 

Cada vez que mi plato quedaba vacío, Alejandra deslizaba con el tenedor su mitad intacta hacia mi lado, con aire de comprensión y displicencia:

-Cómetelo, parece que quedaste con hambre. Pídete otra Coca Cola si quieres –decía y yo reaccionaba obediente. Con apetito, todo vale, me convencía a mi mismo, sin importarme la imagen de saco roto que estaba proyectando ante mi compañera de estudios y al resto de la clase dominante.

Después fue el turno de platos finos en el Chez Henry –arroz a la valenciana, paella, lasaña–, ubicado en la mitad del Portal Fernández Concha. Ella saludaba a unos tipos sentados en las otras mesas, en penumbras, de bigotes, lentes y ternos oscuros, que llamaba alegremente tíos y con los cuales yo habría evitado cruzarme en la misma vereda. Más aún, al ver sus revólveres y balas sobre el mantel y sus comentarios ofensivos sobre mi corta edad, amanecer meado, el olor a leche, uniforme escolar de pingüino, y la guerra contra el terrorismo. Para Alejandra eran “salvajemente divertidos”, les regalaba sonrisas y uno que otro comentario proselitista sobre Pinochet. 

-Debes saber que muchos de ellos no duermen con tal de darnos tranquilidad para que los comunistas no hagan de las suyas en la ciudad –comentaba como conteniendo dentro del pecho un suspiro de emoción. Luego, cambiaba de tema como si fuera una muda de ropa-. Sabes cuál es tu problema, te dejas estar demasiado, te fijas, pero no eres un cualquiera, eso ya lo sé. Por eso me fijé en ti.

Mientras lo decía, yo me preguntaba por su tipo de colonia, diferente a la usada por mi madre y abuela, sacadas en canastas de liquidación dos por una en las tiendas “Precio Único” de Puente Alto, cadena perteneciente, según un tío resentido que visitaba mi casa, a las arcas de la Primera Dama de la Nación. En Alejandra, en cambio, yo imaginaba que el aroma provenía del trabajo que perfumistas trasatlánticos realizaban gota por gota, esencia por esencia, para señoritas bien de esta parte de Sudamérica.

Motivado por este aroma, más sus ojos de pestañas encrespadas, pelo de peluquería, caderas talladas de mano y piernas largas, acababa por asentir en todo lo que con su acento arrastrado me decía, cosa que, como buen materialista dialéctico, jamás habría aceptado en condiciones ideales. No era la oportunidad para mostrarse demasiado orgulloso ni exigente, con unos padres que me lanzaban a la intemperie y con una hermosa chica con ganas de poner en práctica la Doctrina de Seguridad Nacional para contener cualquier atibo revolucionario en un estudiante como yo. 

Después de los almuerzos, con Alejandra dábamos unas largas caminatas por el centro de Santiago, recorriendo vitrinas de tiendas del Paseo Ahumada pero solo hasta Plaza de Armas. Más allá era “tierra de nadie”, como decían en su tribu.

-Acompáñame, negrito, no me gusta comprar sola y menos por estos lados. Prefiero el Parque Arauco o el Apumanque –confesaba con una mueca de pena en la boca-. Aunque no me puedas ayudar mucho con tu opinión, si no sabes nada de perchas.

Aún guardo aquella ropa que me regaló con sus tarjetas de crédito coloridas, medio de pago que mi padre aseguraba no tendría jamás por considerarlo engendro de la dictadura y ganancia de empresarios inescrupulosos (cosa que el tiempo le dio la razón): un par de camisas, pantalones y zapatos con marcas que sólo había escuchado en comerciales de la televisión. 

-Para que te dejes de vestir como hombrecito de la construcción –decía cuando me probaba una nueva prenda. Mientras tanto, yo transpiraba delante del espejo, incomodo que me viera los calzoncillos con elásticos jetones y jugueteara con lo que había adentro, cuando no nos veían los vendedores. Sus pañuelos desechables servían para librarnos de la licuosa respuesta que yo desprendía antes de tiempo. 

Al salir de las tiendas, conmigo en un estado un tanto catatónico y Alejandra comprándose dulces de menta fuerte que le borraran mi hedor privado, continuabamos con su filosofía de vida en blanco y negro, rotos y gentes, políticos y patriotas: 

-No me quiero imaginar que va a ser de este país cuando Pinochet se vaya –mientras por nuestro lado pasaban manifestantes contra la dictadura, sindicatos por mejores remuneraciones, trabajadores de los planes de empleo mínimo cansados de no llegar a fin de mes o simplemente panfletos repartidos por la acera y el medio de la Alameda que llamaban a votar No en el plebiscito de octubre. 

-Cuando se vaya Pinochet, yo voy a saltar en una pata –comenté-. Y no seré el único cojo.

-¡Cállate, comunista de mierda! –respondió con el desprecio de la clase dominante, lo que no disminuía su curiosidad por semejante zoológico que veía a su alrededor. 

Fue así como Alejandra no pudo evitar superar las ganas de conocer lo que había más allá de la Plaza de Armas, según su decir, antro de rotos y comunistas: 

-Tú debes saber que si ando por estos lados es por mi trabajo. ¿Oye, es cierto que le venden a la gente zapatos de plástico y comida grasienta en la calle? Llévame, negrito, quiero ver eso con mis propios ojos, como me lo dijo la Ignacia Matte.

Nos fuimos caminando por calle Puente de ese entonces, en dirección a Mapocho. Ella mantenía sus ojos salidos, sorprendida de todo lo que la rodeaba: tiendas pequeñas de zapatos, ropa americana usada, ferreterías, quioscos, gente de tez morena, restaurantes, bares de mala muerte, borrachos en la acera y algo de frío: 

-Oye, aquí corre viento como en la playa. 

Aquello me hizo pensar en las diferencias notorias entre la playa y el centro de Santiago, mientras divisábamos desde una de las barandas del puente Pío Nono y Purísima las aguas terrosas del Mapocho chocando con rocas, cemento, basura. 

-Y esto, ¿tendrá peces? –comentó.

-No lo sé –contesté-. Pero sí microbios y uno que otro ser humano sin casa.

Nos quedamos por un buen rato hipnotizados por el transcurrir accidentado de las aguas como buscando respuestas a nuestras propias preguntas. 

-Me quiero ir de aquí, no soporto esto tan feo –dijo con tono áspero.

Nunca supe si hablaba de mí, del río o de todo. No la volví a ver, pese a que Pinochet no se fue como ella tanto temía. 

Publicar un comentario

10 Comentarios

  1. ¡Qué pequeños tesoros guarda en la memoria esa terrible época que es la adolescencia, amigo Rodríguez! Y sin embargo, en la distancia, que dulces parecen algunos de ellos comparados con la dura realidad de nuestros hoy actual.
    Un relato divertido y tierno que agradezco como todos los tuyos.
    Un gran abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Qué caracter que tenía la jovencita, así de mandona me recuerda a mi bien amada esposa. Lo que preocupa son las ideotas que tenía metidas en la cabeza pero en aquellos tiempos y en determinados lugares habran sido de lo mas comunes.
    Entretenido y agradable de leerlo. Saludos.

    ResponderEliminar
  3. Divertida evocación que deja entrever los juicios y prejuicios de la clase dominante y prepotente que aún hoy lleva las riendas en tu país.. que tira y no afloja ni un poquito. Un recuerdo agridulce que me ha robado unas sonrisas :)
    Abrazos

    ResponderEliminar
  4. Anónimo5/9/11

    Una cajita de sorpresas esa jovencita. Se parecerá a la del post, siendo así no dudo que los caballeros con los que se ntope en la vida le aceptaría cada directiva y la tendencia claramente facista que manifieste. Los hombres son muy elementales.

    ResponderEliminar
  5. Lucía6/9/11

    Leida superficialmente acaba siendo una historia romanticona que hace suspirar a las solteronas y adolescentes, sin embargo, eso que está por detrás duele en el pasado histórico de todo un pueblo y complica su realidad actual.

    ResponderEliminar
  6. Brisa de Primavera6/9/11

    Dulcesita como caramelo de limón. Adoré su historia. Besos ♥

    ResponderEliminar
  7. Comencé mi lectura pensando que el título se refería a las actitudes paternales y maternales que a ratos pueden llegar a rayar en un elemental fascismo hogareño. Como padre puedo comprender a los tuyos plenamente, pues he dado tantos palos de ciego y he impuesto multitud de normas arbitrarias para intentar encauzar a mis hijos a un horizonte ideal que he dibujado en mi cabeza miles de veces. Sé que la vida tiene más senderos que los que yo pueda imaginar, senderos iluminados y oscuros, senderos cortados, lodozos, con abismos, con luces de colores y cantos de sirenas por todos lados y finalmente es muy poco lo que puede controlarse.

    Se hace simplemente camino al andar, particularmente en mi caso, pues nadie me legó esa canastilla secuencial de conocimientos sobre cómo educar adecuadamente a los hijos.

    Pero el texto vuestro me encaminó hacia otro personaje más ajustado al título. Sin duda que es un logro narrativo con final abrupto. Particularmente me gustó la descripción de la dama fascista.

    Un excelente relato, sea ficción o realidad ficcionada o la fiel transcripción de una memoria objetiva.

    Felicitaciones, amigo Rodríguez.

    ResponderEliminar
  8. Parecen los personajes de una serie de animé, una clásica comedia romántica como las que me arrancaron tantos lagrimones en las épocas escolares. Divertido como siempre, siga así.

    ResponderEliminar
  9. Anónimo20/9/11

    quiero ser tu dulce fascista y tu mi salado comunista

    Rodriadicta

    ResponderEliminar
  10. Muy entretenido y divertido el relato,sin embargo la ambientación me retrotrae a aquella época dura y nefasta que vivíamos en nuestro país.Una buena manera de enseñarnos historia, amigo Claudio.

    ResponderEliminar