Ese Cristo que me tiró una red

JUAN PABLO JIMÉNEZ -.

(Perdido en el Mundo, III Parte)

“Yo también me sé solo y herido, 

pero conozco el animal sonoro, 
que profundo y feroz reina en mi pecho”



Thiago de Mello


En realidad se me estaba pasando la mano. Ésta iba a ser la tercera vez que iríamos a Buenos Aires juntos por, de cierta manera, disposición mía y consentimiento de ella.

Carla, la encargada de viajes y ella, se miraban con un aire que en una escena de película vendría a ser de complicidad.

Había silencios incómodos. “Eeeeh… entonces, ¿Buenos Aires, don Juan Pablo?”. No sé por qué me decía don si los tres éramos jóvenes y nos conocíamos. Bueno, ellas dos más, porque se conocían desde los tiempos de los jumpers y los atraques en las discoteques.

“Pero… ¿y no te tinca Rio de Janeiro?” me dijo ella y se miró con Carla. Yo, como tengo el sentido femenino hiper desarrollado, capté que el guión lo estaba –o estaban…– escribiendo otra persona.

En ese tiempo era más intolerante y prejuicioso que ahora. Tenía clavado en el cerebro que Rio de Janeiro no era más que las teleseries del 13 que ella veía todos los días después de almuerzo. Mucho culo bonito, muchos tipos preciosos, mucho glamour y arenas de película.

“¡Bueno ya! Esta vez no vamos a Buenos Aires. Vamos a Rio” dije y nunca la había visto sonreír de esa manera. Carla también sonrió como recibiendo una medalla a la misión cumplida.


EN NAVIDAD

Eran las 7 de la mañana y en Rio parecían las 4 de la tarde de un día normal en Santiago de Chile. Pusimos un pie en el pavimento bajando del taxi y hubo un ardor, un calor que nos abrasó. Pero no ese calor seco y traicionero de nuestra ciudad-pueblo.

Yo me manejaba con el inglés pero ella ya en el taxi estaba entendiendo mejor que yo el portugués. Estaba feliz ella y eso me tenía contento y sereno.

Un negro de tres metros y musculoso pasó trotando por nuestro lado. Una señora gorda lucía orgullosa sus atributos en bikini. A la entrada del hotel nos recibieron como a dos estrellas de cine. Nos sentíamos en casa.

Estábamos a pocas cuadras de Copacabana. Era solo cuestión de caminar. Teníamos el rito de, cada vez que salíamos del país y la ciudad-pueblo, hacer el amor en la habitación apenas llegábamos. Esta vez ella estaba tan entusiasmada que se le olvidó esa parte del guión. Yo seguía sereno. Ella era una niña en Navidad.


INVENTARIO


Y salimos a caminar. Todo el mundo estaba alegre. Los pobres. Las señoras de la fruta en la calle. Los policías. Bueno, esos no estaban tan alegres porque con metralleta pasaban raudos en sus patrullas para ir a atrapar a pendejos de 12 años en las favelas.

A propósito: nos habían dicho miles de veces que a los diez minutos de llegar nos asaltarían. Con el paso de los días nos dimos cuenta que era solo una cuestión de actitud. Ella, con su belleza latinoamericana, pasaba perfectamente por una portuguesa y yo, algún tipo de cualquier calle de Sao Paulo tal vez que andaba de paso por Rio de Janeiro, la ciudad de todos.

Mis prejuicios se fueron al tacho de la basura a la media hora de caminar por esa inmensidad bella como manantiales.

Copacabana era una gran puesta en escena. Con miles de extras. Cocos para saciar la sed. Bailes. Pinturas. Taxis amarillos. Putas exuberantes pero con sida y pene.

La noche que llamamos a sus padres todo era alegría. “¿Para qué llaman?! ¡Pásenlo bien!” decía la señora en el ánimo de entender esta huida de Chile como una suerte de segunda luna de miel.

Y efectivamente mucho de Rio era como en las teleseries. Pero también estaba depositado, silencioso y mudo testigo, el casco antiguo de esa ciudad que parecía un país.

En el inventario de recuerdos reviso y me encuentro con Latinoamérica hablando una vez más. Con gente sonriente en las calles para matar la desdicha. Con esa lluvia que nos sorprendía en cualquier momento en plena calle sin necesidad de recurrir a los paraguas (la lluvia como sinónimo de libertad; nos sentíamos desnudos caminando por las calles). Con la feyoada. Con sándwichs que ella se llevaba del hotel para comer al mediodía y ahorrarnos unos reales que nos sirvieran para darnos otro gusto. Con la isla paradisíaca de Itacuruça. Ella reencontrándose con las historias de una teleserie en Leblon y Niteroi. Cagados de susto ese domingo en la mañana por una calle solitaria donde nos miraban como en las películas de terror miran a los forasteros. El Pan de Azúcar y sus dos paradas. Yo tomándome unas fotos en el frontis de una Logia Masónica. El Corcovado.


CIUDAD DE DIOS
Camino al Cristo del Corcovado pensaba en la Estatua de la Libertad en NY. Cómo irse de NY sin conocer ese símbolo yanqui. Cómo irse de Rio sin contemplar la imagen de ese Cristo que extendía los brazos al mundo.

Nos dijeron que aquí sí que era imposible subir a pie porque estaban las favelas y padre, señor mío.

Por las ventanas mirábamos los árboles y esas casas que parecían los decorados de “Ciudad de Dios”. Amasaba en mi pensamiento aquello de cómo la pobreza podía ser tan feroz. Tan feroz que te llevara a cometer atrocidades. A matar humanos. Por unos reales. Por un poco de poder. Por tanta incredulidad.

Cada fotograma que pasaba por la ventana de la van era una postal del recuerdo. Una escena corta de cosas intensas que estaban sucediendo en la vida mientras nosotros éramos turistas que veníamos a robar pedazos de otra idiosincrasia para llegar a Chile y vanagloriarnos de la odisea. Yo no era creyente e iba a ver la imagen de un Cristo.


FUNES

Yo no era creyente e iba a ver la imagen de ese Cristo que veía en la televisión cuando niño. Ese que me parecía un gigante que cuidaba al mundo. Que miraba iluminado por las noches qué estaba sucediendo en el mundo. Pero que no hacía nada.

Bajamos de la van. Vimos un mono. Vimos chucherías por toneladas. Escuchamos el tono de algunos chilenos odiosos que hablaban fuerte como si eso les hiciera millonarios o dueños de algo ajeno. (Me apesta encontrarme con algunos chilenos en el resto del mundo. No mandan en sus casas y quieren mandar en casa ajena)

Nosotros siempre humildes. Universitarios que con mochila a la espalda recorren el globo terráqueo para tener otras cosas que contar en las borracheras o compartiendo un pito de marihuana.

Llegamos a la cima y yo miraba la cámara como turista básico y tonto sin detenerme en el monstruo que me abría los brazos a varios metros de altura.

Levanté la cabeza. Yo nunca he creído en ese Dios de la Biblia que mandaba a las mujeres menstruando a que debían salir de la tribu hasta que se les pasara la “enfermedad”. En aquel Dios vengativo que mandaba a sus mozitos a pelear. Ese Dios caprichoso que se cagaba de la risa con la incertidumbre de Abraham a punto de rebanarle el cuello a su hijo Isaac. Nunca he creído en ese Dios que permite que los curas se culeen a niños o que en sus filas tiene a un cura que tapó las violaciones a los derechos humanos como el bastardo de Hasbún. En ese Dios que permitió que Pinochet se fuera a los ochentitantos sin haber sido ajusticiado y que a los cuarentitantos se llevó a Alberto Hurtado. No. Ese Dios no va conmigo. Pero la energía de ese Hijo del Hombre cayó sobre mi humanidad atolondrada como el peso de todos los recuerdos de la vida. Como si le hubiese pasado a Funes el memorioso.

Esos ojos. Esos brazos abiertos. Esa imponencia. Esa altura. Miraba hacia arriba como mira un niño la estantería donde luce primoroso el dulce más sabroso del barrio.

Tal vez ése era el verdadero Cristo. No ése que sale en el Nuevo Testamento. Tal vez ése era el retrato del amigo de Judas. Ése que habló de un mensaje del Padre más filosófico, más espiritual, más extraterrestre.

Algo me recorrió el cuerpo. Ella ya estaba emocionada hacía rato. Algo me atrapó, como una red. Era tal la imponencia que hacerse el choro en ese momento hubiese sido sobreactuar.

Esa mole me hizo llorar. No entiendo bien por qué. Tal vez sí… Una rotativa imparable de gente de ojos estirados o redondos; de color negro o fucsia en la piel, se tomaban cientos de fotos por minuto porque volver a casa sin esa foto hubiese sido un pecado. Un pecado que transgredía a ese Cristo.

Esa mole me abrazaba. Ponía la mano sobre las cabezas de cada uno de los pelotudos que vivíamos en el mundo. Algo indescriptible inundaba el lugar emanado de esa figura universal. No resistí: lloré.

Dos años después volvimos a ir juntos a Buenos Aires. Como en la luna de miel.

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10 Comentarios

  1. Interesante crónica de viaje, Juan Pablo. Me gustó y me di una vueltita imaginaria por ahí en lo que iba leyendo. Mientras lo transitaba, siendo fiel a mi costumbre de romper los itinerarios que me enseñaron a diseñar en la facultad, me fui por algún ricón prohibido más de una vez. De nuevo en casa, recobro la concienca y pienso en lo cerca que me queda ahora Brasil! Tengo el pensamiento y el corazón en Buenos Aires, lo extraño muchísimo y no me gusta casi nada donde vivo pero pocas veces me doy cuenta que mi presente acá me permite tener a un paso mi otro sueño: fugarme al Brasil y pasarme el día en la playa, bajo una sombra respirando felicidad!! Sí, ese es mi plan secreto para los años que vienen, para mi retiro espiritual, y está tan cerca!!

    Te dejo mis saludos y sigo soñando...

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  2. Anónimo27/10/11

    Una oda, una oda, una oda... sigue repartiendo el pan de los sueños, maestro, por todos los rincones del mundo...

    Cloto

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  3. Ave María Purísima, amigo Jiménez. A veces, hasta a los no creyentes nos pillan volando bajo. Probablemente, aunque la mole hubiese sido de Homero Simpson te habría provocado la misma religiosa impresión. O quizás no. Tendría que haber estado en tus zapatos. Quizás sólo soy irrespetuoso.

    Quizás fue el no respeto del guión. Esas cosas sí suelen ser sagradas para un hombre.

    Como sea, un tremendo relato, una experiencia estética y muy personal de un territorio caliente, violento y excitante de nuestro mundo.

    Un abrazo, amigo.

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  4. Da gusto pasar por acá y encontrar tantas buenas historias! Sigan así.

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  5. Casi una experiencia religiosa, como Ricardo Arjona. Saludos.

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  6. ya quisiera poder partir para esos rumbos y gozar de tamaña experiencia. entre buenos aires y rio la elección debería ser sencilla por los colores y la calidez de uno sobre el otro. mal que pese a los argentinos brasil suda alegría.

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  7. Místico. Muy Místico, como beber cocoa sobre el techo.

    Saludos.

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  8. Anónimo1/11/11

    Weón lindo. Una vez más me has hecho llorar , tu descripción del Cristo, tu emoción, el Cristo que no queremos,lo que sentiste al ver ese gigante que abraza a su ciudad; me has interpretado y no me cabe duda que ese día el Jesús de los brazos abiertos te hizo sentir que tu Vida sí tiene sentido. artesgal@gmail.com

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  9. muy interesante esta crónica! justo vine a un hotel en Recoleta por laburo y me gustaría leer algo así para entretenerme. alguna recomendación?

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  10. Hola! Muy buena crónica de viaje. Acompañada de unas excelentes fotografías... Yo realicé un viaje similar por la patagonia y me hospedé en un hermoso hotel en calafate, super recomendable. Saludos

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