Para Galia, el Apocalipsis y más

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

Tengo el sueño ligero y el más mínimo estímulo me pone en alerta.

-A lo mejor fuiste militar o bombero -comentó Galia hace un tiempo a propósito de mis frecuentes saltos entre sueños y sueño.

Tenía sus ojos y boca sobre los míos, en ese primer amanecer conjunto de hace ya un mes. Su suave reclamo de entonces se deshizo en astillas en mi recuerdo con algo semejante al rugido de un dinosaurio furioso azotándose bajo el parquet.

Sin tiempo para encender la luz, la mano firme de Galia me arranca de la cama y de la habitación. El pasillo esquiva nuestras pisadas semejando el lomo de un novillo que acaba de ser lanzado a la medialuna. Cuando alcanzamos el living de la casa, el vidrio tiembla a punto de estallar y apenas se sostiene la corredera del visillo a través del cual se divisan figuras humanas cruzando a tranco largo el descampado entremedio de una nube de polvo. La luz callejera parpadea volviéndose más y más débil hasta oscurecerlo todo.

Ahora sólo disponemos de la capacidad de orientarnos a través de los sentidos, la memoria, los golpes en la muralla y el dolor de las astillas en el suelo. Por mi cabeza pasa la posibilidad del choque de un meteorito sobre las aguas del río o el suspiro final del planeta ante tantos insultos recibidos por sus huéspedes. Despedirme de todo abrazado a un cuerpo dulce y tibiecito no me provoca ningún disgusto, aunque no coincida con Galia en semejante radicalidad suicida cuando la escucha cerca de su oído.

-No digas esas cosas, por favor –me reclamaba con su mentón rebotando con el mío al compás de la Tierra.

Ocupo más de la mitad del remezón en asumir que estamos ante el habitual acomodo de las placas subterráneas tras un prolongado período de descanso. Aparte del catastro de destrozos –elucubro con desgano- todo volverá a su habitual mediocridad. Entre medio de las réplicas, los rezos de Galia y la oscuridad, me visto y luego la ayudo a buscar su ropa.

-Quiero creer que Benjita está salvo con mi mamá –la oigo decir y la imagino de cuclillas, con sus muslos desnudos, rozándolos con su cabellera suelta-. Ella no dejará que le pase algo malo. Estoy segura de eso. Lo tomará en sus brazos, caminará con él, le hablará al oído para que no tenga miedo ni se entere de nada de lo que está pasando.

Desperezarse con el recuerdo del hijo de Galia pasando los últimos días de vacaciones en una cabaña junto a la playa me provoca escalofrío, más aún cuando el suelo que nos sostiene se rebela contra el status quo e invita al resto a sumarse a la revolución anarquista de la naturaleza.

A tientas salimos al antejardín. Para nuestra fortuna, mi entusiasmo por la llegada de Galia a la estación, las cervezas heladas y nuestro calor recíproco entre las sábanas hicieron que olvidara ponerle llave al portón que da hacia la calle. Busco la manilla palpando los barrotes, la encuentro y abre fácil. Salimos al pasaje sin soltarnos de la mano.

Notamos como el descampado se vuelve una pléyade de luces moviéndose en todas las direcciones. Galia, con su oído pegado en el celular, intenta sin resultados contactarse con su hijo, su madre o con alguien del grupo de excursionistas de la costa. Una camioneta mantiene la puerta abierta con la radio encendida. Una emisora de la provincia argentina de Neuquén informa de un fuerte remezón en esa zona que no pasó a mayores. Sólo el susto de la auditora y las bromas del locutor.

-Neuquen queda casi el frente, al otro lado de la Cordillera. Parece que allá fue menos -nos informa el chofer y se mete dentro de su vehículo en busca de protección ante una nueva réplica del sismo.

Me pregunto en voz alta por la suerte corrida por la señorita Elena, quien durante la semana me saca del abandono y me da una mano con el aseo de la casa. Galia me insta a que vaya hasta su hogar para salir de la duda y no extender la angustia. Salgo del descampado y avanzo a tientas calle arriba mientras los vehículos intentan esquivarme. Aunque me alertan con sus bocinas y cambios de luces, no logro distinguir la vereda del medio de la calle ni el cemento de la tierra, Sólo siento el pelaje húmedo de animales provocándome cosquillas, cajas de cartón cortándome las piernas, maleza y basura haciéndome tropezar. Doy con el pasaje de la señorita Elena. Aunque el interior de la casa está a oscuras, a simple vista la fachada se percibe en buen estado. De la vivienda de enfrente aparece la sombra de un hombre que abre el portón y me saluda emocionado.

-Todo bien por acá vecino, no nos pasó nada. El cobertizo se me calló encima del auto, pero qué me importa si no hay víctimas que lamentar. ¿Quiere pasar? Adentro estamos preparando algo. Uno nunca sabe lo que puede venir.

Le pregunto si sabe algo de la señorita Elena y su familia.

-Por lo que sé, los vecinos andan en la costa, pero no podría decirle exactamente dónde –contesta-. Pero pase, vecino, con confianza. Así nos cuenta como le fue a usted con el remezón.

Le contesto algo incoherente y amable para sacármelo de encima.


CAMINATA

Regreso como puedo al descampado, cada vez más poblado de personas y vehículos. Diviso la silueta de Galia recortada por la sombra de los cerros con el oído pegado en el celular con la vista hacia el río. Avanzo hacia ella pensando que ha logrado comunicarse con su hijo, pero me dice que sólo pudo dejar un mensaje en el buzón de voz del aparato. Me pregunta por la señorita Elena y le cuento lo poco que logré averiguar. Le propongo salir de la villa en busca de noticias hacia el retén de Carabineros. Acepta de buena gana con tal de avivar la llama de la esperanza. Tomados del brazo iniciamos una incierta caminata dentro de una madrugada polvorienta y, como si fuera poco, por largos tramos en penumbras. En cada esquina, oímos lamentos salidos desde el interior de las casas, familias intentando acomodarse en el antejardín o en las aceras, miradas buscando en nosotros -extraños caminantes- una respuesta que no tenemos, lágrimas ahogadas en el pavimento y en la tierra seca. Mujeres y hombres despojados de todo pudor lucen su ropa interior desgastada con la vista extraviada; otros, cubiertos con toallas y frazadas, cargan consigo loza, tetera y muebles; más allá, alguien hace un poco de fuego con madera sacada desde el interior de una vivienda.

-Es para el frío -nos dice una voz de mujer como disculpándose o buscando contacto humano-. El clima va a cambiar de un día para otro y podremos tener muchas lluvias. Dicen que después de esto se viene el agua por varios días. Y para qué decir las partes donde hay volcanes y mar. Por eso lo mejor es algo caliente.

La dejamos para que su visión catastrófica no nos contamine. Atrás queda la villa. Nos acompañan las luces de los automóviles en disputa por la supremacía de la avenida en una carrera desquiciada por llegar a cualquier destino. Algunos se toman la pista contraria y también nuestra propia vereda obligándonos a rasguñar las paredes, refugiarnos en el parque o saltar dentro de acequias con poca agua a esta altura del año, para nuestra fortuna. Nos sentamos por unos momentos en unos juegos infantiles para –aunque ninguno de los dos lo reconozca- darnos valor, más allá del cansancio.

Frente al parque, los departamentos fiscales y el hospicio de ancianos son desalojados por personas que gastan sus energías más en gritar que en acelerar el procedimiento, mientras la cúpula de una capilla se sostiene entre una muralla, un árbol centenario y la construcción contigua. Le comento a Galia que temo que se venga abajo en cualquier momento.

-Esperemos que no –me dice-. Ya hemos sufrido demasiado.

Galia reflexiona como si todo esto fuera una cuestión de cantidad, pienso para mí.

Al llegar al retén de Carabineros, nuestra pequeña esperanza se convierte en incertidumbre:

-Sabemos tanto como ustedes -responde el cabo de guardia a nuestra pregunta sin siquiera bajar la vista.

Le insisto sobre el rumor de maremoto y erupción de volcán que oímos de una radio desde el interior de una casa.

-Le repito, señor: sabemos lo mismo que ustedes –respondió un tanto molesto. Después vino su arranque de sinceridad-. Adivinos no somos, sólo unos pobres pacos asustados.


SEÑAL

A pocos metros, desde un automóvil estacionado se oye la voz de un emisora local que logra salir al aire. Dispone de poca información, pero lo suficiente para alarmarse: hay riesgo de maremoto en la costa, según reportes internacionales.

Galia busca recuperar la calma marcando su celular y yo poniendo a prueba la negligencia de un teléfono público. Reniego de todos estos aparatos que han recibido demasiados golpes que han reducido su vida útil.

-¡Es mi hermano! –exclama cuando por fin el número hace contacto-. ¡Dice que están todos bien, arriba del cerro esperando que amanezca!

Me quita de las manos el auricular del teléfono público, me aprieta el brazo y con los ojos vidriosos de alegría intenta por todos los medios mantener viva la débil señal.

-Pásame a Benjita, por favor, pásamelo, que quiero escucharlo -dice en voz alta para que yo también pueda hacerme parte de su alegría.

La penumbra y yo conformamos un buen equipo, somos un jinete y una bestia domada: puedo guiar a Galia sin tropezarnos por más que las réplicas se sucedan sin tregua. Por si fuera poco, voy completando los restos de conversación sobre la base de lo que le oigo decir al aparato pegado a su oído. Tras unos minutos, se despide atropellándose de cariños y buenos deseos.

-Benjita me dice que ha estado todo este rato intentando llamarnos –me cuenta-. Tiene mucho frío pero está en un lugar seguro y no le pasará nada. Te dije que con mi mamá no le pasaría nada.

Camino de regreso a la villa, le cuento a Galia sobre un gatito blanco muerto bajo la vereda, con su cuerpo casi intacto, del cual ella ni se percata por su ensoñación.

-Muchos animalitos sufren infartos de puro susto y otros caen en los cables del tendido y mueren electrocutados –comenta, pero en su cabeza sigue estando presente su hijo-: Dios nos quiere mucho y por eso nos protege. Esto que pasó con Benjita me lo demuestra.

Yo escucho y asiento, al parecer, sin mucha convicción.

-Aunque tú creas que todo esto es fortuito, yo creo que Dios nos protege -insiste.

No quiero espantarle la grata sensación que la embarga, pero tampoco quiero mentir: dudo que los cadáveres de los cuales se comienza a tener noticia hayan sido peores que nosotros, los sobrevivientes.

Pienso en un Dios de barba cana de las películas de los años cincuenta jugando a los dados o a la ruleta rusa escogiendo de un listado el nombre de la señorita Elena.

Publicar un comentario

9 Comentarios

  1. Momento terrible el que le tocó pasar! Siempre que oigo de algo asi doy gracias de vivir en el llano, bien plano aunque la vista no sea tan inspiradora. Contado de primera mano se comprende mejor lo tragico de aquello.

    ResponderEliminar
  2. Limpieza y contención narrativa en un texto que se escabulló de entre las réplicas. Un protagonista algo cínico, sumido en la indolencia de su filosofía espontánea, y Elenita perdida para siempre en el fondo de la noche, contribuyen a dejar una sensación de perplejidad y desamparo.

    Relato soberbio, realista, casi fotográfico de esa noche que vivimos a tientas.

    Un abrazo, amigo.

    ResponderEliminar
  3. Anónimo23/11/11

    Me hizo recordar tantos pesares vividos, tantas pérdidas, tantos sueños rotos. Pero usted escribe como un semidiós, Claudio. Lo felicito.

    Cathy

    ResponderEliminar
  4. Lo he pesando tantas veces mientras veía/oia las noticias sobre los temblores que los afectan: no viviría en un lugar así. Me da miedo, me da pánico de sólo imaginarlo, me da extrema curiosidad cuando uno de los de allá me dice: "no es nada". Voy leyendo y me da un poco de desesperación.. es cómo lo contás, tan preciso y tan sentido. Me encantó!
    Te felicito y siempre se espera un nuevoo relato. Saludos!

    ResponderEliminar
  5. Ludmila Alonzo24/11/11

    No dejan de contar esta historia! Esta está por demás excelente! No hay forma en que esto no haya calado hondo en el corazón de todos los habitantes de Chile, grabado para siempre en la memoria emotiva. Se habrán vuelto más temerosos, más solidarios, más comprometidos?? Ojalá además de la conmoción haya provocado un cambio en su quehacer a nivel social.
    Le felicito por este relato tan personal y tan holistico. Completito.

    ResponderEliminar
  6. Que nos dediquen un apocalipsis y más es una honor para cualquier mujer, asi como protejer cuando sobreviene el colapzo. Muy bello su escrito, besos

    ResponderEliminar
  7. Bueno, muy bueno! Me gusta cómo narra esta situación. Se me ocurre que cada chileno lo debe haber vivido como algo único pero pocos podrían contarlo así.

    ResponderEliminar
  8. Anónimo25/11/11

    Me encantas... Deja a esa Galia desabrida y mírame a mí...

    Rodriadicta

    ResponderEliminar
  9. Un relato magnífico. Me llevó a ese lugar en el que uno se humaniza por empatía y que, aunque produzca dolor, resulta más que necesario hoy en día, por su carencia.
    Gracias

    ResponderEliminar