Roberto Haebig o de cómo cargar el infierno a cuestas, segunda parte

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

Dado que la emisión del programa Sábados Gigantes de mediados de 1984 contaba con una pauta un tanto pobre, su director, Antonio Menchaca, decidió recurrir a material de archivo y repetir un antiguo reportaje grabado en blanco y negro en la Penitenciaría de Santiago. La imagen mostraba a su animador, Don Francisco, con veinte años menos, más rechoncho y patilludo, recorriendo, con una camisa de manga corta y un micrófono en la mano, los pasillos del recinto de reclusión. Mientras improvisaba frente a la cámara con una descripción de lo que significaba estar privado de libertad, se detuvo frente a una celda y llamó a una puerta de madera:

-Don Roberto, ¿está ocupado? ¿Lo interrumpimos –preguntó don Francisco con su voz nasal, menos gastada, eso sí, por el paso del tiempo.

Del interior emergió la leve sonrisa de Roberto Haebig Torrealba, recluso condenado a cuarenta años de encierro por doble homicidio y hurto. Vestía terno y corbata.

-Sólo escribía -respondió el aludido, con aires de gran señor mientras indicaba con la mano hacia el interior de su celda. Destacaba una máquina de escribir con una hoja en el rodillo puesta sobre la mesa.

-¿Sobre qué escribe, don Roberto, sobre lo que se vive aquí? -preguntó el animador.

-No. Nadie creería lo que se vive aquí –respondió el entrevistado con rostro de pesadumbre y experiencia.


POR EL MUNDO

Benjamín Emilio Roberto Haebig Torrealba había nacido el 12 de febrero de 1895 en Santiago del matrimonio del ingeniero alemán Otto Haebig y Domitila Torrealba. Tuvo tres hermanos: Óscar (desaparecido en 1910), Otilia y Otto. Su madre falleció cuando esperaba un quinto hijo.

Haebig le señala al periodista Free Lancer -aquel que lo ubicó en el asilo de ancianos de Santa Rosa en los momentos en que estaba postrado en cama- que las intrigas de su madrastra lo llevaron a ser internado, siendo aún un niño, en un seminario, pese a que jamás tuvo vocación sacerdotal.

A los dieciocho años, al concluir sus estudios, en vez de regresar al hogar paterno, viajó al puerto de Valparaíso y se embarcó con destino a Europa. Recorrió Alemania, Holanda, Francia y Bélgica. Ahí lo sorprendió la invasión Nazi y presenció los primeros horrores de la guerra. En esta parte del libro se da el tiempo para exponer un curioso pensamiento pacifista y, más paradójico aún, su respeto por la vida humana.

Más adelante, Haebig le cuenta a su confidente que costeó sus estudios universitarios de ingeniero naval trabajando en Hollywood como doble del creador de Frankenstein, el actor Boris Karloff (resulta, por cierto, un desafío interesante descubrir la presencia de Haebig en las escenas de estas cintas y, desde ya, se lo proponemos, amigo lector. Mientras tanto, conformémonos con contemplar el parecido de ambos con la foto de Karloff de más abajo).

En la meca del cine se habría codeado con estrellas como John Blondell, Mary Pickford, Merry Astor, Olivia de Havilland, César Romero y George Raft. Aunque compartió sobremesa con ellos, sólo se limitaba a observarlos y escuchar sus diálogos delirantes y frívolos. No se consideró jamás su amigo y esta indiferencia que mostraban hacia él lo llevó a perder interés en visitar una sala de cine en el resto de su vida.

También ganó unos pesos como bailarín de cheek to cheek, tango y vals y recibió la ayuda económica de la actriz Kay Francis con quien mantuvo una extraña relación de madrina y ahijado (las excéntricas conductas sexuales de Francis eran parte del comidillo de Hollywood, características que Haebig se encarga de resaltar). En esos menesteres de bailarín, conoció a una muchacha de nombre Lillian, según su propia confesión, el único y gran amor de su vida. La perdió cuando ella se casó con otro .

El desengaño amoroso lo hizo volcarse de lleno a los estudios de ingeniería naval. Mientras a sus compañeros los acompañaban padres y amigos en la ceremonia de graduación, a él lo abrazaba la misteriosa Kay Francis en el momento en que sostenía su diploma frente al flash de la cámara (se trata del mismo diploma que aparece en expediente del caso de las muertes de Dardignac 81 y que aún se especula sobre su autenticidad).

Con la idea de olvidar a Lillian, nuevamente decidió recorrer los mares. En su paso por diferentes puertos del mundo sumó fogosos encuentros sexuales (eso dice él, insistimos): India, la Rusia de Stalin, Amberes, Beirut, El Cairo, Palestina y Jerusalén. Sobrevivió al ataque de un torpedo japonés como parte de la marina de Estados Unidos, saltando del buque y nadando hasta una isla cercana. Recibió la atención de los isleños creyéndolo, dado su porte, una suerte de Gulliver. Malherido en Londres por los bombardeos de la Luftwaffe, perdió parte de la dentadura y se ganó unas cicatrices en el rostro, brazo y piernas.

Aunque él en sus memorias no lo menciona, informaciones de los años sesenta lo vinculan con diferentes delitos cometidos en Estados Unidos, entre estos el robo de monedas antiguas. Él sólo reconoce el error de transportar en su automóvil Buick Sedán a dos mujeres que hacían autostop en una carretera de California y que resultaron ser prófugas de la justicia. Por este motivo estuvo preso en la cárcel de Sing – Sing en un período que varía de los dos a los siete años, dependiendo de la versión periodística que se revise, mientras que el propio Haebig asegura que sólo se trató de sesenta y un días.

En 1949 regresó a Chile dispuesto a rehacer su vida –casándose con María Jesús Portales, una solterona de buena familia-, pero manteniendo viejos hábitos.


MEMORIAS

Durante un buen tiempo, Roberto Haebig alardeó que dedicaría los años de encierro a escribir sus memorias que titularía “La torre del silencio”, nombre rescatado de su paso por Bombay, ocasión en que presenció la costumbre hindú de poner en canastos cadáveres de huérfanos, enfermos y ancianos para que fuesen devorados por buitres liberados desde unas jaulas elevadas (de ahí el nombre de La torre del silencio). El título y la práctica cultural resumen, según el mismo Haebig, la forma en que acabó por ver la vida.

Tal fue la expectación que generó en los años sesenta el anuncio de la publicación de “La torre del silencio”, que aún hoy hay quienes piensan que este libro existe; sin embargo, lo más semejante que encontraremos en el mundo de las letras corresponde, precisamente, a “Los últimos días de Roberto Haebig” y cuyas antiguas ediciones de 1974 se pueden encontrar dispersas en librerías de viejo de San Diego y Franklin.

Las razones que frustraron la publicación de “La torre del silencio” se debieron al arrepentimiento del propio autor tras culminar su trabajo y revisar el manuscrito. Haebig se dio cuenta de su incapacidad para narrar literariamente y, dado que mientras lo hacía se llevaba adelante el juicio en su contra, omitió detalles importantes de los asesinatos de manera de no perjudicarse más de la cuenta. Esto hizo que las editoriales y las productoras cinematográficas dejaran de interesarse por el enterrador de Dardignac, su truculenta historia y su versión escrita de los hechos.

También circularon en algunos diarios y revistas un par de poemas de estructura simple, breves, con temáticas sobre la vida, la soledad, la muerte y la redención, que fueron atribuidos a Roberto Haebig, aunque más de alguien puso en duda su autoría (en lo personal, me resulta difícil pensar que un poeta, con un manejo del lenguaje aceptable como lo demuestran esos versos, sea la misma persona que escribió "álbol" en vez de "árbol", como consta en un documento del grueso expediente del caso de las muertes de Dardignac 81).

De su paso por la Cárcel Pública, Haebig describe a Free Lancer la violenta forma de vida al interior del recinto, la manera en que “los malditos” (reos rematados y peligrosos) imponían sus regla y abusaban sexualmente con los primerizos. También comenta la costumbre carcelaria de criar, engordar y preparar gatos escabechados para disfrutarlos en la mesa e insinúa los encuentros sexuales de algunos reclusos con los felinos. Comenta la cultura homosexual generada en el encierro, junto con las reuniones alrededor del mate amargo y los boleros de Lucho Barrios. Recalca, eso sí, el respeto que generaba su persona entre la población penal por cargar con dos muertes consigo, burlarse de la policía y asumir su culpabilidad como un auténtico "choro", como se les llama aún a los delincuentes de éxito.

Luego, con su traslado a la Penitenciaría de Santiago, Haebig aborda en su recuerdo los enfrentamientos entre los “viejos bigotudos” (reos por homicidios, parricidios, abigeatos, pero ajenos al hampa, trabajadores y padres de familia) y los “locos terribles” (delincuentes habituales, amigos del ocio y practicantes del robo dentro del penal) que culminó en una gran batalla que lo tuvo de espectador directo desde una de las barandas de las galerías del recinto.

Dentro de la Penitenciaría, Roberto Haebig habitó la calle 8, el mejor espacio del penal, comparada con la calle Ahumada del centro de Santiago. Allí convivían reos inofensivos, sin tendencias a provocar desórdenes o a evadirse. Además, habitaban mocitos y monitores encargado de la atención de los reclusos. El tata  Jebi  -como lo llamaban sus pares- agotó todo el dinero que logró acumular durante su vida, ya sea delinquiendo, de la fortuna de su primera mujer, más la venta de muebles y objetos de valor de Dardignac 81, para tener comodidades dentro de su celda como televisor, radio, estufa, libros, máquina de escribir, papel y comida que se preparaba él mismo, evitando así consumir la del penal. Pensando que moriría tras las rejas, jamás se le ocurrió invertir el dinero para el futuro y dedicó su tiempo, tras dejar la escritura, a confeccionar escudos de armas con su apellido imaginándose una suerte de noble.

Por esta razón, al salir en libertad, sólo dependía de los recursos de su segunda esposa, quien a cambio de esto le exigiría un comportamiento que Roberto Haebig, a esas alturas de su azarosa vida, no estaba en condiciones de cumplir.

(si así lo desea, continuará)

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7 Comentarios

  1. Lucía1/12/11

    El paso por la carcel es lo mismo que un paseo por el infierno. No se olvida. Intriga el desenlace de tan peculiar vida. Muy bueno, saludos-

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  2. Los caminos de la vida son tan variados, sorprenden siempre. ¿Imaginaria él que terminaría en semejante pozo? Las historias que salen desde las cárceles producen espanto, terror! No puede haber otro lugar que se parezca más al infierno que ese o los institutos para enfermos mentales. Disfruté mucho leerle, saludos.

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  3. Nuria Martinez2/12/11

    Fascinante relato, cronica policial, vida descarriada. Lastima que no publicó el libro de su propia vida, pero bueno, la vivió y al final fue conocido. Si valió tantas penas es imposible saberlo, no se sabrá. No se puede meter toda la experiencia en una bolsa y pesarla como un quilo de pan. Gusto pasar por acá.

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  4. Luego de pasar por ese lugar te llevás el infierno a cuestas, está claro. El sistema penitenciario, carcelario, no es más que un depósito necesario de la sociedad para todo aquello que considere expulsable. Ahí nadie va a reformarse, es sumamente sobrevivir y al dejarlo se lleva un peso dificil de soportar. Son contados los casos de quienes pudieron seguir con su vida o hacerse una medianamente aceptable. Se odia el doble de lo que se odiaba al entrar. He visto unos cuantos programas de corte social que dan cuenta de lo que pasa tras las rejas, todos los testimonios coinciden. Se suele decir desde afuera que es lo que se merecen, si bien es cierto que los que están no son santos sino que hacieron las mil y una, no veo cómo justificar hacer de esta gente que cae al pozo unos monstruos.. Todo mal, todo peor.. Dónde está la mejora, el beneficio? no sé.
    Muy bueno Claudio, aguardo con ansias el final de la historia.

    Abrazos.

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  5. Anónimo2/12/11

    siga, pues, lo estaremos esperando.

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  6. Record de lectura para una sola noche sin que jodan, bravo!! Me quedó pendiente el fin volveré cuando se pueda.

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  7. Anónimo13/7/12

    El caso de Roberto Haebig Torrealba, apodado El sepulturero de Dardignac 81, fue el mas espeluznante que recuerde la cronica policial de la segunda mitad del siglo pasado. Acaparo todas las portadas de las revistas y diarios de la epoca. Entonces yo tenia solo 15 años de edad, y recuerdo que cuando pasaba por la puerta de esa casa, sentia terribles escalofrios de miedo.

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