La herencia del miedo

JESÚS CHAMALI -.
 
Desde que mi enfermedad se ha agravado salgo a la calle lo menos posible. Casi exclusivamente cuando es indispensable. Sin embargo hoy me apeteció enormemente salir a tomarme un café en una terraza. Es domingo, mañana lunes es festivo y el tiempo estaba a mi gusto, perfectamente otoñal, así que me animé y decidí darme ese pequeño placer, por lo que me fui con mi pareja a un centro comercial.

El centro estaba casi desierto en su mayor parte. Sólo se veía un apresurado trasiego de padres con sus hijos acercándose a los multicines antes de que diera comienzo la sesión matinal. Miramos los escaparates de las tiendas cerradas mientras hablábamos tranquilamente comentando lo cómoda que parecía esta prenda o lo inapropiada para nuestro clima que era aquella otra o lo absurdamente caros que se habían vuelto los calcetines, llevándolos casi a la consideración de artículo de lujo. Luego compré la prensa y nos acercamos a las terrazas para poder tomar ese café que tanto me apetecía. Y justo ahí se me torció el día.

La terraza estaba tomada, literalmente, por una horda de chiquillos -niños y niñas- gritones y mal educados. No eran niños de barrio marginal.
En absoluto.

Todos vestían según el estilo comúnmente aceptado por la clase media-alta. Nada de chándal y playeras, nada de vaqueros raperos y camisetas. No, vestían con pantalones vaqueros, sí, pero de corte clásico. En vez de camisetas llevaban camisas y polos, de marca, claro. Y las playeras se veían sustituidas por náuticos y mocasines. Las niñas vestían el mismo estilo pero de corte femenino: blusas de estampados florales, camisas blancas con adornos y botas o sandalias. El estilo pijo, vamos.

Tampoco piensen que estaban sólos, celebrando el cumpleaños de alguno de ellos. Sus padres, cuatro o cinco parejas, estaban sentados también allí, pero como si no estuvieran.

Vamos a ver, yo entiendo que los niños tengan que jugar. Fui niño y padre de dos niñas, así que sé de lo que hablo. Lo que no entiendo es que los niños, para jugar, tengan que hacerlo en una cafetería y -sobre todo- que para ello tengan que gritarse unos a los otros como si en vez de estar a medio metro como máximo su interlocutor, éste estuviese a cientos de metros.

No era un grito puntual. Aquello era una orgía de chillidos y gritos. Cada uno trataba de acallar la voz del otro, no con argumentos, sino a fuerza de pulmones, tratando de imponerse por el sistema de gritar más alto e interrumpiendo continuamente. Aquello, más que un grupo de siete u ocho niños jugando, se parecía a los debates de los tertulianos de los progamas de cotilleo de antena 3 o telecinco.

¿Y qué hacían los padres? ¿Corregirlos, decirles que no gritasen porque había más gente en la terraza y se les molestaba? ¡Ni de lejos! A pesar de las numerosas miradas de reproche que se les lanzaba, ellos se limitaban a tomarse su aperitivo ignorándolo absolutamente todo. Parecía que con su consumisión habían pagado también el derecho de que sus hijos campeasen a sus anchas y si molestaban a los otros usuarios del local, que se fastidien.

La verdad es que el té que me estaba tomando me supo a rayos. Llaménme excéntrico, pero cuando me siento en una terraza un domingo con un periódico, lo que busco es un rato de tranquilidad, tomarme sin prisas lo que haya pedido y comentar las noticias más interesantes con mi pareja. Fue absolutamente imposible. Aquellos energúmenos gritaban tanto y tal alto que era imposible, no ya hablar en un tono normal, sino hasta oír los propios pensamientos. Sus gritos se clavaban en el tímpano sin solución.

Estresado y molesto, más por la indiferencia de sus padres que por los niños en sí, decidí pagar e irme. Cuando ya lo hacía, vino uno de aquellos niños gritando a todo pulmón :"¡Mamá, la gitana y el sudamericano -al menos no dijo sudaca- se han ido ya! ¿Podemos ir dentro a jugar? ¿Ya no hay peligro, no?" Los padres le dijeron que no gritase -ahora sí- para decir esas cosas. Que se acercaba uno y lo decía, pero sin gritos. Decían eso mientras miraban a su alrededor para comprobar quién había oído ese comentario. Entiéndanme, no le recriminaban que dijera aquello, sólo que lo dijera en voz alta. Esa fue la gota que colmó mi vaso.

Los colegios tratan de que los niños crezcan en la idea de la tolerancia, de que el diferente, negros, sudamericanos, árabes, orientales... son iguales que ellos y tienen los mismos derechos en un mundo cada vez más globalizado. Y ahí estaban sus padres, de situación acomodada, aparentemente con cultura -ya que no con educación- inculcándoles que la gitana y el sudamericano son un peligro potencial para ellos. Algo así como el hombre del saco de mi infancia.

¿En qué mundo viven? ¿Qué sociedad quieren para ellos y sus hijos? ¿Una en la que los prejuicios no existan y todos convivan en armonía u otra en la que todo el que no sea blanco, rico, guapo y de derechas es el enemigo natural? Alguien al que someter, al que ignorar, al que consentir sufrídamente, pero jamás alguien al que darle los mismo derechos y obligaciones que ellos.

El miedo es la causa principal del odio, de la exclusión y de las guerras. Miedo a perder los privilegios de su estatus. Miedo a que los próximos líderes, en vez de los energúmenos de sus hijos, los busque la sociedad entre todos, incluso entre los gitanos y los sudamericanos. Que los EE.UU. tengan un presidente negro, de origen musulmán, que realiza una política social, que incluso le hayan premiado con el Nóbel de la Paz está bien. Muy bien. Eso sí, mientras sea en los EE.UU. Jamás en España, que -mucho me temo- ellos añoran que vuelva a ser "la reserva espiritual de occidente".

Pues bien, tengo malas noticias para ellos. El mundo avanza, e igual que los dinosaurios, a pesar de haber sido los amos del planeta, se extinguieron, a ellos les espera el mismo futuro. Es sólo una cuestión de tiempo, ya que al parecer, no de educación.

Me parece que cuando me vuelva a apetecer un café otro día festivo, me lo tomaré en casa. No será tan divertido el día, pero seguro que tampoco me lo estropeará otro grupo de hipócritas intolerantes.

Texto extraído del blog El rincón de Chamali

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5 Comentarios

  1. Se extinguirán, amigo. No por las buenas, de eso estoy seguro, no por las buenas.
    La situación que describes bien pudo haber ocurrido en cualquier ciudad de occidente y sólo deja de manifiesto la indolencia social de las clases privilegiadas, que son al fin y al cabo, a las que menos le importa lo que suceda con el resto, mientras no les ensucien su amplio metro cuadrado.

    Un texto redondo y elocuente sobre el tiempo que nos ha tocado vivir.

    Un fuerte abrazo mi amigo.

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  2. Anónimo13/1/12

    Hago multiples lecturas de este relato y saco de ahí muchos puntos para debatir! Muy bueno, eso hace que un escrito sea bueno! Lo leo, lo tomo y a charlar con los que tengo cerca!
    Un gusto leerle.
    Saludos

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  3. Susana13/1/12

    Pasa a menudo, señor Chamali, que cuando más queremos estar tranquilos y disfrutar de un momento agradable, pues no faltan motivos alrededor que rompan esa paz. Funciona como la Ley de Murphy.
    Que tenga un día agradable.

    Susana

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  4. Me gustó, bien sincera su apreciación aunque quede como gruñón. Son cosas que pasan y así se siente, rara vez lo exteriorizamos por no caer mal o quedar como excesivamente reactivos con cosas que se dicen son de niños y no debieran considerarse de otra manera. Muy claro, estoy con ud.

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  5. Afortunadamente no todos los niños -ni todos los padres- son iguales. Aunque es cierto que soy un gruñón que cada vez busca menos el contacto de otros.
    Un gran abrazo a todos y muchas gracias a Jorge por recuperar este relato de mi blog.

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