Recuerdos de Uruguay

ENCARNA MORÍN -.


De niña, mi abuela era el centro de todas las miradas de su familia. Llegada de forma sorpresiva en la plenitud de la madurez de sus padres, era menuda y resuelta. En cierto modo, significaba un seguro para la vejez. Una hija siempre era una garantía. Como efectivamente, así fue. Sus padres y hermanos la cuidaron con celo y cariño, como si de una delicada joya se tratara.

Ella recordaba, ya en su propia vejez, retazos de aquella vida en Uruguay, que no volvería a recuperar nada más que en su prodigiosa memoria.

-“Una vez me subieron en un globo y era todo muy bonito desde allí arriba. Había una fiesta y lo pasamos bien. Mi madre y Esther nos esperaron abajo. Yo subí en los brazos de mi hermano. Fue una pena que mi madre no se encontrara nunca a gusto del todo. Solo pensaba en volver. Se metía en la cama, y podía estar varios días con jaqueca. Hicimos un viaje muy largo en barco hasta que pisamos tierra en Las Palmas. Yo nací en el año cuatro y cuando nos volvimos tenía seis años. Pero un día trece, mala suerte nacer un día trece “– decía con aplomo.

Mis bisabuelos arribaron de vuelta a las Islas Canarias el 22 de junio de 1911. La niña venía aferrada a una muñeca –regalo de Esther- y con un pequeño baulito de paja a modo de bolso y que aún existe. Antes de partir se hicieron fotos, dejaron algunas a los amigos, como recuerdo. Como una premonición de futuro, mi abuela y su padre se hicieron una foto juntos, en Montevideo. Ella tenía seis años y mi bisabuelo, cuarenta y tres. Solo la muerte les separaría. Esa foto llegó a mis manos junto con el mortero.

Toda la familia por delante, fue la insistencia y el innegociable trato de mi bisabuela. Obstinada y terca, ella no entendía eso de que los hijos son en realidad, los hijos de la vida. Era su familia, lo sentía de forma visceral. Con gran esfuerzo sobrevivieron fuera, se adaptaron a otras costumbres y a otro clima, renunció a ver su paisaje y a su gente durante casi veinte años, pero no iba a dejar a nadie tras su retorno. Todos con ella, fue su última palabra, tan rotunda que no cupo discusión.

-“Vine con mis hijos, y con mis hijos vuelvo” –dijo tajante- ya nadie se atrevió a contradecirla.

Los chicos ya estaban en condiciones de ganarse la vida, y preferían el vasto horizonte de esta nueva tierra -la más tempranamente europeizada de toda América Latina, dijo alguien- que ya habían hecho suya; antes que el retorno incierto a los cultivos, arrancados con sudor en su isla de origen.

Pero allí mandaba la matriarca, y se llevó consigo a todos los cachorros. Prepararon el retorno, con algunos ahorrillos para volver a comprar casa y tierras. Juntaron sus pertenencias, y arribaron de vuelta a la isla que, por aquel entonces, parecía haberse quedado estática en el tiempo. Aparentemente nada había cambiado. Las mismas casas, la misma gente, el mismo sol.

Para la niña, en su nuevo espacio, todo era novedoso y grande, tal y como lo alcanzaba a ver desde su diminuta estatura. Pero, nada le resultaba familiar. Exploraba un mundo desconocido de calles de tierra, casas blancas, sol de justicia y campos de picón. Y efectivamente, allí estaba el mar, era tan azul como su madre le había contado. Intensamente azul. A veces, atisbaba el horizonte, pensando que en un golpe de suerte podría ver su antigua casa, la pulpería de la esquina, o la vieja escuela dónde ya había empezado a aprender las letras. Por las noches soñaba, que había recuperado a sus amigos y su calle, para luego despertar y comprobar, que todo había sido un sueño. Siempre extrañó a Montevideo.

Adquirieron una vieja casa que debió ser reparada. Tenía en común con la chacrita de Montevideo, un pequeño patio con un arbolito en el centro. Pero no era el mismo arbolito, no tenía flores. Y apenas daba sombra. Tres cuartos grandes y una cocina con poyete, un locero, una pila de barro para el agua fresca, la despensa y el sitio de la lumbre.

Mi abuela, desde niña, demostró tener un don para las flores y las plantas. La casa pronto parecía un vergel. A las plantas las cuidaba, las regaba, les limpiaba bichos y hojas secas. Sabía las propiedades curativas de cada una: el pasote, manzanilla, ruda, hierba luisa, caña de limón, tomillo, mejorana.... hongos, gastritis catarros o urticarias. Para cada dolencia, había una planta.

Pese a todo, había que ahorrar el agua. En cualquier sitio era un bien preciado, pero en aquella isla seca y agreste, hacía falta una buena aljibe para pasar el verano y dar de beber a los animales. Si sobraba algo era para las plantas. Los cultivos, desde antaño, sobrevivían sin agua. Hasta tres cosechas distintas en una misma temporada, alternado las semillas: papas, millo, judías…Los campesinos cubrían de cenizas del volcán la fértil tierra. Con esta arena negra, la humedad retenida dejaba que las simientes germinaran. Así fue siempre. Por eso parte de la vida del campo consistía en mirar el cielo, plantar antes de las lluvias, pero con el tiempo suficiente para que la semilla, reseca, no se perdiera. Cosa que era muy posible que ocurriera si un año no llovía. En ese caso, ni cosecha, ni agua en el aljibe para pasar el verano… y a esperar con paciencia.

Mirando al cielo ella conocía las estrellas y me explicaba dónde andaba cada constelación a las que llamaba coloquialmente “el arado”, “el lucero del alba”… sabía que el halo de la luna barruntaba más calor para mañana y que contar las estrellas, hacía que las manos se llenaran de verrugas, que luego para curarlas había que pasarles un trozo de carne y enterrarlo hasta que pudriera. Igual tenía su truco liberarse de los dolorosos picos de erizo de mar, si entraban en un dedo o en el talón del pie, que solo salían cuando subía la marea y la minúscula parte del animal, como si tuviera vida, empujaba hacia fuera. Entonces era el momento de sacarles con un alfiler, que previamente se había pasado por el fuego.

En parte, lo que provocó en 1897 la salida desesperada de la isla por parte de mis bisabuelos, no había sido toda culpa de la guerra. Las sequías sucesivas habían ocasionado muchas hambrunas. Seguidas en alguna ocasión de plagas de langosta que arribaban en la playa, pues llegaban flotando en el mar como enormes bolas. Pese a los muchos aspavientos para ahuyentarlas, consistentes el palos y humaredas, los “cigarros berberiscos” como les denominan las crónicas, no hacían más que aumentar la pobreza de los isleños. Se comían cualquier cosa que fuera verde y tuviera vida.

Mis tatarabuelos y parientes hubieron de salir a escape, en oleadas sucesivas que se van dando a medida que la sequía les dejaba morir de hambre y los emergentes terratenientes estaban dispuestos a comprar sus resecas y sedientas tierras por dos perras. El boyante negocio de tráfico humano no es un descubrimiento reciente. Muchos se enriquecieron fletando barcos que llenaban hasta sus topes, llegando lo pasajeros a pasar hambre y sed e incluso a morir en el intento. Por empeñar, habían vendido hasta su trabajo futuro en años sucesivos para redimir el pago del billete.

Una oleada importante de canarios, salían a la desesperada, a medida que las cosechas se perdían y el hambre arreciaba, no pudiendo ni disponer del dinero para pagar las contribuciones de las casas, donde dejaban caer sus cansados huesos.

Mi bisabuelo, Casiano Perdomo nacido en 1868, fue hijo de todos estos vaivenes y vapuleos. En el momento de partir lo hizo al amparo de amigos y parientes que les habían precedido. Era un muchacho de casi treinta años cuando salió de la isla con esposa y dos hijos, ante el inminente reclutamiento forzoso para la guerra de España con Cuba.

Pero retornaron, una vuelta inesperada, ya que la mayor parte de los que pasaban más de veinte años fuera, no volvían. En sus vidas, en su acento, en sus costumbres y en su olor venía un cachito de Uruguay que se quedaría con ellos para siempre.

Igual que allá en la República Oriental, quedarían indefinidamente, sus estelas, junto a la “phoenix canariensis”. El otro único lugar del mundo donde crece a su libre albedrío la frondosa palmera canaria, solidarizándose así con sus paisanos, haciéndoles más suave el exilio. Ellos transportaron las semillas y, más tarde, se adaptaron a esa tierra. Al tiempo que cerca, crecían sus palmeras que aún perviven, jalonando durante varios kilómetros la carretera que conduce a Montevideo, incluso junto al monumento en la misma plaza de la Independencia, custodiando la estatua de Artigas -el cual también tenía ascendencia canaria.

Pese a que la avenida de Benedetti ya está sin árboles...

Eso dicen: / que al cabo de nueve años / todo ha cambiado allá. / Dicen que la avenida está sin árboles, / y no soy quién para ponerlo en duda. ¿Acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles /que, según dicen, ya no están?" (Mario Benedetti).

He sabido que en Uruguay se consume gofio -producto genuinamente canario- y que las madres duermen a sus niños cantándoles el arrorró.

El “tributo de sangre”, exigía que para poder transportar mercancía a América desde Canarias, libre de aranceles, era imprescindible llevar también carga humana -cinco familias para repoblar las colonias por cada cien toneladas de mercancía-.

En las bodegas del barco “Nuestra Señora de la Encina”, viajaron las familias pioneras que fundaron Montevideo, recibiendo idéntico trato que la carga. Soportando un largo viaje que podía durar hasta tres meses, una especie de esclavitud encubierta que les tocó vivir a nuestros antepasados, abriendo brecha, desde 1726 para sucesivas y posteriores oleadas migratorias. Fundamentalmente de Lanzarote y Fuerteventura, entre 1835 y 1850 alrededor de 8.000 personas, contribuyeron a “canarizar” aún más el bello país de la República Oriental del Uruguay.

Retornaban trayendo consigo hablas y costumbres de un país que también era el suyo, de una tierra inmensamente llana, muy verde, muy fértil, con un clima moderado húmedo y templado, con gente amable y acogedora. Dejando atrás afectos y paisajes, cumpliendo lo que parecer ser que es el sino de cualquier emigrante “volver a su tierra”, ya que en principio casi nunca la salida es con un fin irretornable.

Así mismo volvieron mis bisabuelos y sus hijos, con sus pobres baúles repletos de recuerdos.

Fotografía: Lanzarote, año 1897. Mi bisabuela Luisa Arráez Montero y sus dos hijos, justo antes de partir para Uruguay.

Publicar un comentario

10 Comentarios

  1. Narrada con el prodigio de una epopeya cinematográfica.
    Visual, emotiva, la historia individual, familiar o colectiva debe ser escrita de esta forma.

    Hermoso

    Un abrazo fuerte

    ResponderEliminar
  2. Recuerdo esta historia narrada de viva voz por ti en una de aquellas tertulias que mantenía nuestro grupito de amigos en una terraza en del paseo de la playa, tomando unas cervezas.
    Si como escritora eres genial, como narradora cuenta-historias no tienes precio.
    un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Una texto de nostálgico clima, me agradó mucho ya que estoy tan cerca del Uruguay, mi abuela era uruguaya ,el papá de mi hija también conozco el Uruguay ,su historia,su cultura, allá esta la abuela de mi niña que cumple en octubre 90 años!,así que fue un gusto ...Se siente una dulce sensación al leerte e inspiras a que uno recuerde estas historias de nuestros abuelos, historias de viajes, desarraigos, inmigrantes, emigrantes,...un placer , cariños ,Patricia.

    ResponderEliminar
  4. Gracias amigos por sus alentadores comentarios.
    Amigo Jesús... a buen narrador no hay quien te gane.
    No he llevado aún al registro mi libro de relatos por que me falta contar la historia inspirada en tu madre. Tenemos que volver a tomar unas cervecitas, que el verano invita a ello.
    Desde aquella cercana conversación que tuvimos, formas parte de mi familia afectiva.

    ResponderEliminar
  5. maravilloso, amiga! imagino como será el relato a viva voz que cuenta Jesús... gracias por compartir tu talento

    ResponderEliminar
  6. Luisa López22/8/12

    Un relato que encanta y envuelve en una sublime nostalgia. La felicito, un placer leerla.

    ResponderEliminar
  7. Bella historia transcontinental. Me recordó a Cien años de soledad, porque esta última parece ser siempre la gran protagonista.

    ResponderEliminar
  8. Pues probablemente, el gran Gabo se inspiró en parecidos escenarios. Entre la ficción y la realidad, suele haber apenas medio paso. En este caso, la historia el real a pies juntillas.
    Gracias por sus comentarios amigos y amigas.

    ResponderEliminar
  9. Que lindo relato! Muy vívido. Gracias, Encarna!

    ResponderEliminar
  10. Encarna Morin no te conocía pero al verte y escucharte me vinieron a la memoria los recuerdos de mi niñez,todas las historias que nos narraste hoy en el museo Saramago me emocionaron ya que tienen algo de la vida pasada por mis ancestros emigrantes que tuvieron que buscarse la vida al otro lado del charco ese charco que en sus entrañas se guardan muchos seres con ilusiones que no pudieron llegar al destino soñado por los motivos que fueran o porque las fuerzas les abandonaron,te agradezco tu tiempo y tus palabras llenas de vida aunque pasada sigue siendo vida que sigue viva en el recuerdo,las lagrimas que no llegaste a ver por estar escondidas entre las arrugas de la edad ya no recordaban el camino que tiene que recorrer te vuelvo a agradecer recordarles el camino mi corazon te lo agradece tambien un besote grandote

    ResponderEliminar