Your experience

ENCARNA MORÍN -.

Una tarde cálida que invita a ir a la playa. Está cerquita, por suerte podemos ir andando. Hay que esperar a que el sol caiga un poco, o la piel pasará factura.

Es inevitable mirar alrededor. No estamos amontonados, pero sí a pocos metros de distancia. La suficiente para que se escuchen las bromas chabacanas del grupito de al lado, que hasta incitan a sumarse a sus risas.

Unas palomas ávidas de restos alimenticios caminan entre la gente, como si tal cosa, picoteando aquí y allá. Nadie las mira, ya casi forman parte del paisaje.


La marea sube. No se percata de ello un grupo de cuatro chicas, con pinta de extrajeras. -son universitarias del programa “Erasmus”, seguro- que se han adelantado para conocer la isla antes de que empiece el curso. Están bien instaladas en la misma orilla.

Efectivamente, una ola atrevida les da tremendo susto y moja sus cosas. Intento decirle en español a una de ellas que introduzca el móvil en arroz cuando llegue a casa, para que pierda la humedad, pero apenas nos logramos entender. Lo que sí quedó bien claro, al menos eso quiero creer, es que el arroz debía estar sin cocinar.

Dos metros más allá está una atípica pareja. Él, solícito, masajea el lóbulo de su oreja. Desliza su mano por su espalda, la acaricia con extremo cuidado, cada vez que le susurra algo al oído, aparta su pelo delicadamente.

Lo de atípico es porque no son jóvenes, ni mucho menos. Rondarán la mitad de la cincuentena o quizá más. Él es un hombre corpulento, le dobla o triplica el volumen a la señora. Está bronceado por el sol, lo cual viene a contrastar con la blancura casi albina de ella, a la que aún no le hemos visto la cara, la tiene incrustada en su toalla a la par que toma el sol de espaldas. Solo parece por un momento soltar un exabrupto a algo que él le dice al oído.

Él sacude un poco la toalla, se calza sus sandalias del cuarenta y seis, al menos, y se va mochila en mano. Sospecho que se ha enfadado aunque la diosa no se inmuta, ni mueve la cara de su toalla, ni siquiera la gira, para decirle adiós.

Mientras tanto, al fondo, a unos diez metros de distancia, en la avenida de la playa, suena música blues en “La Guarida” y el murmullo de la multitud congregada en torno al cuarteto, con sus cervecitas en mano, escuchando al grupo en vivo y en directo. Simultáneamente, la musa rubia oxigenada sigue el ritmo moviendo sus dos pies aunque el resto de su cuerpo permanece inerte, boca abajo.

Han pasado menos de quince minutos y de nuevo llega el galán maduro, portando un café con leche en un vaso desechable. “Your Experience”, dice en destacadas letras el frontal de su camiseta. Se acerca a su diosa, con la misma suavidad solícita de antes y le ofrece el café. Esto sí la hace levantar, de a poquito, no sin antes asegurarse de atar la tira superior de su bikini.

Sudando como un cosaco, se arrodilla y le hace entrega del café, la vuelve a acariciar, y esta vez consigue una respuesta: ella se acerca suavemente, y sin grandes aspavientos le da un efímero beso en sus labios. Incluso le dedica una escueta sonrisa. En ese momento se puede apreciar que en el centro preciso de su labio superior, hay un lunar, lo que viene a dar una singularidad a su rostro. Él sale de nuevo hacia la avenida.

Ella hace un hoyo con su talón en la arena, con sumo cuidado, para depositar el vaso y lo sorbe lentamente a través de la cañita que trae incorporada. Luego hurga en su bolso trasparente, y de una bolsa extrae algo que es imposible averiguar. Unos frutos secos, o algo similar, que come con extremo disimulo.

La diosa lleva gafas con montura blanca que le tapan casi la mitad de la cara, y una visera gastada con una corona de piedritas que decora su frontal. Otra gran piedra azul cuelga de su cuello y otras varias de sus manos, a modo de pulseras. Debe tener cincuenta y cinco kilos, cincuenta y cinco años y un metro cincuenta y cinco de estatura… y cien toneladas de carácter.

Para cuando él vuelve, por tercera vez, ella ha sacado de su bolso una cajetilla en la que dice “fumar mata”, y de nuevo hace otro hoyito con el talón para colocar el vaso descartable que ahora es un cenicero. Él hace lo propio y extrae otro “fumar mata” de su bolsillo. Ahora sonríen al unísono, señal de que no están enojados, parecen muy felices.

A unos cinco o seis metros de distancia, unos veraneantes con aspiración de pescadores, se afanan en desenredar una red kilométrica, para comprobar defraudados que no hay ninguna captura en ella.

El niño que ha bajado desde la avenida con su mami, tira piedritas en el agua, haciéndolas saltar. El sol comienza a caer muy lentamente, son más de las ocho y aun es de día.

Me sumerjo en el agua y nado un buen rato, es un placer, sentir el mar cálido y el horizonte infinito. Llegar hasta la peña era mi objetivo pero no me atrevo por temor a cansarme, así que opto por no alejarme demasiado de la orilla y mirar al cielo, que en este momento es limpio y perfecto. Cerrar los ojos y dejar que la música del “Quartet Xavier Casellas”, que toca en la avenida, invada mis sentidos, junto con el olor del mar… en ese preciso instante, estuve en el paraíso.

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5 Comentarios

  1. Una fotografía perfecta. Un gusto leerla.

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  2. El comidillo urbano reproduce sus formas de convivencia incluso en las playas, en las miradas, en los anteojos a media nariz, auscultando, curioseando. El agua, el cielo y el amor, todo es posible.
    En Chile las playas son muy frías, pero igual las hordas de veraneantes se aglomeran en la arena.

    Buen relato.

    Un abrazo, Encarna.

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  3. A veces me siento un poco ladrona de historias... pero es que la Playa de las Canteras, que abarca casi tres kilómetros en medio de nuestra ciudad, es lo que le da el carácter cosmopolita. Te detienes a ver pasar la gente, y jamás te aburres. Siempre pasa algo interesante o divertido.

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  4. Perdona Jorge, acabo de caer en la cuente de que te he copiado de manera inconsciente tu título del artículo del Blog ("Ladrón de historias"....

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  5. copie copie todo lo que quiera... ud, lo hace notablemente, Encarna.... infinitas gracias.

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