Veinte años

ENCARNA MORÍN -.

Veinte años. Habían pasado veinte años. Así, como quien no quiere la cosa se habían desvanecido con premura. Ahora, caía en la cuenta de que habían transcurrido veinte años, desde que dejara atrás toda aquella algarabía inconsciente, en la que andaba entonces. Media vida se había esfumado entre sus manos.

Así, que ni bien le atisbó entre la gente, supo que el pasado salía a su encuentro a saldar una deuda pendiente. Le vio a lo lejos con un vaso de bebida en la mano. Supo que era él, inmediatamente. Se acercó para abrazarle, tocarle, palparle, comprobar que no era un espejismo, que era de verdad.

Caminó hacia él y, al hacerlo, entró de puntillas en el pasado. En el momento del pasado que habían compartido. Se vislumbró a sí misma con chalecos de colores y faldas largas. Se recordó como una chica pasional e idealista, con una larga melena lacia que se deslizaba por su espalda. Adornada con colgantes multicolores, alguno con el símbolo de la paz. Sí la paz y no la guerra, era su consigna. Una de las consignas que aún conservaba como una máxima en su vida. El resto de eslóganes, tan válidos entonces, le sonaron con el tiempo a estafa, panfletada barata, tras la que por poco se le había ido la vida en otro tiempo.

Huyendo del dogmatismo de la religión, cayó en otros, quizá necesarios como tránsito en su vida de aquellos momentos, pero en los que ahora apenas creía. Se había vuelto escéptica con casi todas las verdades absolutas que en el pasado creyera a pies juntillas. Absolutamente incrédula, sin que por ello dejara a un lado su innata rebeldía, la que habría de acompañarle para siempre.

Recordó el poster del Ché encima de aquella cama, donde una vez en el pasado, habían retozado juntos. También afloró en su memoria el hecho de que él, estaba incluso un poco retraído, ignorando ella entonces todo lo que más tarde vino él a aclararle. En realidad, se inauguraba en el amor entre sus brazos.

Lo que había ocurrido en ese tiempo de deliciosa locura, donde nunca había prisa para nada, se conservaba intacto en su memoria, mezclado con consignas pacifistas, asambleas clandestinas y manifestaciones donde todo el mundo corría hacia delante -con los entonces grises, tocando los talones- para, a veces, terminar enarbolando alguna gloriosa herida de guerra.

Le vinieron encima y de golpe aquellos veinte años, todos juntos, cuando le divisó. Quiso decir mucho más de lo que dijo. Pensó en muchas palabras que no lograron salir de su boca. Terminó por entrar en un diálogo convencional, incapaz de resumir todo el tiempo transcurrido, las palabras no dichas, las ausencias inexplicables.

Se miraron a los ojos con ternura, como entonces. Como entonces, ella tomó la iniciativa. Igual que entonces, sobraron las palabras. Salieron de aquel bullicio, caminaron despacio, se fueron hasta su casa -la de ella- bastante más confortable de que lo fuera la de entonces. Se desnudaron sin prisas, a diferencia de lo que ocurriera entonces. De forma pausada y con cariño, se acariciaron sin testigos. No dejaban nunca de pensar en el pasivo testigo, compañero de cuarto que hubo entonces, fingiendo con torpeza un sueño profundo en la cama de al lado. Veinte años habían dado para mucho en materia de aprendizaje amoroso. Se habían graduado en caricias y susurros.

En ese instante le quiso. Sin preguntas y sin dudas le quiso. Sabía que tenía una situación no resuelta con el pasado. Sin buscarle le encontró. No era igual que entonces. Veinte años... media vida. Veinte años también, tenían ambos entonces. Le quiso sin futuro y sin proyectos. Le quiso en ese instante y nada más.

Después, pudieron hablar de entonces. Todas las palabras no dichas surgieron agolpadas. Así que ella supo a ciencia cierta que tras su ida de la ciudad, de la movida universitaria y de aquel piso que compartían, vino la hecatombe. Él le habló de la hecatombe. “Cuando tú te viniste abajo, yo me vine abajo contigo” -le dijo-. Una vez más y sin saberlo, ella había sido la fuerte del grupo. Muchas más veces en la vida fue la fuerte. Ese también era su sino.

Durante toda la noche conversaron acerca del pasado y del presente. De los hijos, del trabajo, de los amigos que aún andaban por sus vidas.

Tras un par de copas solidarias y de beber con ansiedad en la fuente de sus recuerdos, sin que explícitamente nadie dijera adiós, se dio por terminada la charla. Él se fue, esta vez alegre y optimista, con muchos más recursos que entonces para sobrevivir sin ella. Ella le acompaño a la parada de taxis, tomando su mano durante el trayecto. Le despidió con un beso en la mejilla. Al menos esta vez le decía adiós. Sabía que no era un adiós definitivo. Una parte de cada uno estaría, desde entonces y para siempre, en la historia inconclusa del otro.

Publicar un comentario

6 Comentarios

  1. Tremendamente hermoso. Me dibujaste, te vi, distintos escenarios, pero has escrito en forma casi literal, el recorrido de la pasión de un momento y sus vaporizadas maneras de hacese invisible sin saberlo concientemente. Un agrado leerte !!!

    ResponderEliminar
  2. Es una de esas historia que alguien me contó, y yo más tarde quise inmortalizarla porque me pareció hermosa. Lo curioso fue que el protagonista (él en este caso) me dice... ¿pero como pudiste saber tantos detalles que no te dí, como lo de la foto del Ché?...

    ResponderEliminar
  3. Abro la ventana de tu evocación con el contrapunto de la Internacional y de las melodías de la nueva trova. Simple, intacto, como un recuerdo limpio que no alcanzó a deshojarse.

    Notable.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Buen relato. Un gusto leerle. Saludos

    ResponderEliminar
  5. Me encantó! Tu relato se siente en la misma piel... huele a flores y sabe a primavera. Locura, querer hasta sentir que se pierde la razón para mi tiene mucho sentido. Hay amores que no se olvidan aunque hayan paso mil años.

    ResponderEliminar
  6. Veinte años no son nada! Saludos y felicitaciones

    ResponderEliminar