Entre el garrote y el encierro

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

Durante su vida republicana, Chile ha desarrollado una inclinación obsesiva por el tema carcelario como dejan constancias archivos de prensa, debates parlamentarios, acciones de gobierno y literatura diversa. Entre mediados del siglo XIX y las primeras décadas del XX, hubo períodos en que la población penal alcanzó el uno por ciento del total de habitantes del país. A la luz de estos antecedentes, la amenaza de pasar una temporada entre barrotes se ceñía a toda hora sobre gañanes, peones y obreros, anduvieran o no en malos pasos por culpa del alcohol o poniendo el ojo más allá de la cerca de la propiedad del gran señor. 

La minoría privilegiada, en cambio, contaba con sus mecanismos para librarse con total impunidad de la fuerza coercitiva del Estado, no precisamente por el robo de gallinas, sino más bien el gallinero completo. Ejemplos contrarios sólo forman parte del anecdotario, como aquel pije antibalmacedista, asesino de su amante, huyendo por los tejados de Santiago o el arquitecto gritando su inocencia ante el pelotón de fusileros por la muerte de su esposa en el patio de la cárcel. El resto de las celdas, los castigos –y, a veces, las balas- estaban echas a la medida de lanzas llorones, cogoteros de esquinas perdidas, cuatreros salvajes ocultos en bosques, montañas y caminos de nuestra extensa geografía. 

Así, la represión ha sido vista en forma recurrente en el país como sinónimo de justicia plena, dirigida en la mayoría de los casos desde los grupos de poder hacia el resto del perraje, cumpliéndose las leyes de Newton tanto o más que en la madre naturaleza. 

La sensación de terror que provoca la delincuencia, propia de todas las ciudades en crecimiento incontrolado, ha ido en aumento en Chile en las últimas décadas, cuyos detalles escabrosos y violencia gratuita son reproducidas hasta la saciedad por los medios de comunicación, en su mayoría proclives a la ideología gobernante. Por ello no es de extrañar que este discurso calce a la medida con lo que pregona nuestra derecha política, en evidente concordancia con parte importante (¿mayoritaria? me temo que sí) del clamor ciudadano. 

Los gobiernos de la Concertación acabaron cediendo al chantaje de la entonces oposición de derecha en materia policial, con Ministros y Subsecretarios del Interior intentando convencer que la centroizquierda no ampara a los delincuentes, sino todo lo contrario, los encierra en calabozos insalubres como si se tratara del gobierno más conservador del mundo. Consecuencia de ello, con una reforma a la justicia de por medio, pasamos del uno por ciento de la población chilena encarcelada a ser una nación con las mayores tasas de presidiarios por habitantes. Y con las personas autodenominadas “honestas” más atemorizadas que antes. 

DISCURSO VENCEDOR 

Uno de sus principales caballitos de batalla de Piñera para ganar las últimas elecciones fue poner un candado bien seguro a la “puerta giratoria” de la delincuencia. La jerga conservadora populista –el término es de autoría del actual Ministro de Educación y ex candidato presidencial, Joaquín Lavín- bautizó de esta forma a la supuesta facilidad de los hampones de entrar y salir de las cárceles para cometer sus fechorías, en desmedro de los “ciudadanos decentes”, quienes acaban atemorizados dentro de sus casas - fortalezas, sin atreverse a poner un pie en las calles por temor a regresar a éstas en calzoncillos y enaguas y a ser invadidos dentro de su hogar por sujetos violentos, resentidos y en ocasiones drogados. 

Para modificar este escenario, qué mejor que aumentar las penas, encarcelar imputados y disminuir los indultos; aunque sea a costa de vulnerar los derechos de los delincuentes, opción que agrada a más de un chileno si se revisan las cuentas de Twitter, los foros de opinión o se realizan encuestas callejeras aleatorias: “que se pudran en la cárcel estos desgraciados”, sería la respuesta más consensuada en el Paseo Ahumada de Santiago, la Avenida Argentina de Valparaíso, la calle 2 Sur de Talca o la avenida Los Carrera de Concepción. 

La muerte de más de ochenta internos en la cárcel de San Miguel en diciembre de 2010, pone una vez más al gobierno frente a la tozuda realidad del país: hacinamiento, torturas, ausencia de programas de rehabilitación efectivos y prácticas de una subcultura de reos, gendarmes y familiares que recela y soslaya la cultura oficial, aquella de los giles que pagan impuestos, denuncian lo que les parece sospechoso y son amigos de la policía. 

La visión de estos grupos del resto de la sociedad, pese a no diferir en odiosidad recíproca hacia el bando de los “buenos”, no garantiza un funcionamiento armónico interno, ya que la traición y el soplonaje en estos círculos pueden saltar en cualquier momento. Basta escuchar a los familiares y los propios reos denunciar la lista de precios que imponen funcionarios de Gendarmería para la internación de objetos prohibidos a los penales –teléfonos celulares, droga, alcohol-, una vez que los medios de comunicación les dieron tribuna. 

Por lo visto, la teoría de la descomposición se cumple en todos los frentes. 

TRADICIÓN 

Desde la Colonia en adelante, todos los trabajadores del delito han compartido el gusto por el agua ardiente, el vino litriado, los alucinógenos, la jerga coa, la violencia como modo de legitimidad y por supuesto los bienes materiales ajenos. 

Finalizado el siglo XX, estos grupos se han dejado dominar por el caos anárquico, autodestructivo y la influencia del narcotráfico, el cual extiende sus tentáculos en todos los estratos sociales, confunde y desorienta, y deja a más de algún poderoso impune mientras se reparten condenas a los microtraficantes –en su mayoría cesantes, madres solteras y abuelas-, como si fueran pepas de sandías. 

¿Qué hacer cuando las víctimas –en este caso los reos de la cárcel de San Miguel- son representantes del mundo intrínsecamente perverso de la delincuencia, precisamente el enemigo que reemplazó al comunismo como fantasma de turno de las castas conservadoras chilenas? 

La respuesta la dio el Ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, al matizar su conocida visión unilateral sobre la delincuencia, a diferencia de la época en que ostentaba el rol de generalísimo del candidato presidencial Sebastián Piñera, en cuanto a establecer diferencias entre quienes se encuentran cumpliendo condenas en los diferentes penales del país. Más allá de eso, la lucha del gobierno en contra de la delincuencia seguirá con su clásico efectismo, haciendo hincapié en los problemas heredados de gobiernos anteriores, para agregar otra mancha a la herencia concertacionista. 

Es posible encontrar esta visión carcelaria de la sociedad chilena ya fines del siglo XIX, aspecto que puede ser considerado el reverso, la parte oscura, menos elegante, del supuesto legalismo y civilidad que hemos vendido al mundo por años y que por momentos pareciera comprarnos. 

A propósito de considerar las cárceles concesionadas como solución al hacinamiento, recordemos la tendencia del Chile del siglo XIX de aplicar la llamada “justicia privada”. Efectuada en pueblos chicos y zonas rurales, los patrones y capataces contaban con la posibilidad de aplicar penas crueles, inhumanas y degradantes. El terrateniente Alfred Verniory, por ejemplo, enviaba delincuentes al cepo o determinando el número de garrotazos según el delito perpetrado. Su hermano Gustave ordenaba el cepo para castigar a los trabajadores del ferrocarril que causaban riñas producto de las borracheras. 

Más tarde, en las primeras décadas del siglo XX, podemos reconocer a parlamentarios oligárquicos, liberales o conservadores, celebrando porque varios delincuentes fueron asesinados a mansalva por los agentes policiales, mientras otros defendían la aplicación de la pena de azotes entre gentuza salvaje y la necesidad de penas más eficaces. 

Aguafiestas izquierdosos como el líder del partido obrero socialista Luis Emilio Recabarren –curiosamente cercenado en su derecho a formar parte del parlamento por sus pares oligárquicos y puesto tras las rejas en más de una ocasión por sus ideas-, no tardaron en reparar que las cárceles constituían verdaderos hacinamientos humanos y escuelas del delito. Ruinosos edificios donde los sufrimientos se eludían bebiendo “pájaro verde”, alcohol de madera destilada y barniz hurtado de los talleres carcelarios, y donde se practicaba la sodomía con y sin el consentimiento de las partes. Las torturas y los malos tratos hacia los detenidos se volvían así rutinarios a través de garrotazos, balazos y bastonazos en las costillas. 

La tortura se reconoció dentro del propio Código de Procedimiento Penal, en 1906, dado su carácter inquisitivo. A esto se agregaba un juez encargado de investigar y juzgar en medio del secreto del sumario, situación que se extendió por casi un siglo, hasta la promulgación de la reforma a la justicia del Presidente Eduardo Frei Ruiz Tagle. 

A partir de ese momento, vino el turno de los juicios orales y abreviados, una vía más rápida para abrir y cerrar candados. También significó la aparición de nuevos personajes en esta historia, como los jueces de garantía –que la derecha quisiera que no fueran tan garantistas con los delincuentes, sino que los encierren de inmediato-, fiscales -o defensores de la víctimas, según la creencia popular-, y defensores a quienes se les vincula como amigos de los delincuentes. 

Mientras tanto, el sistema procesal intenta hoy impartir justicia con equilibrio, de acuerdo a lo que dicta su código respectivo, una parte importante de chilenos clama por una mano mucho más dura hacia quienes delinquen, sin ningún tipo de concesiones, herencia de la cultura represora portaleana que nos ha cubierto con su sombra durante décadas, tanto o más que la propia Cordillera de los Andes. 

Chile, país de tradiciones y traiciones. 

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6 Comentarios

  1. Mi comentario arrojará menos luces que sombras, querido Claudio. Pero, sin ser muy original, me atrevo a decir que La Derecha se empecina en combatir al canibalismo comiéndose a los caníbales, e incluso a quienes no lo son.
    La derecha suele ser partidaria del crimen institucionalizado ( ¨si lo hacemos nosotros, es legal ¨ )
    Son maravillosamente dueños de una doble moral que ya no enternece.
    Desconfiemos, pues, de aquellos que hablan de ¨familia ¨ y de ¨Dios ¨ mientras cenan animadamente con sus cornudas esposas.
    Excelente artículo, Claudio.
    Un abrazo

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  2. Tipica, típica actitud de derecha salir a decirles-asegurarles a los que más tienen que no correrán ningún riesgo a manos de los que nada poseen. La seguridad es necesaria en un estado democrático pero alimentar la paranoia y sobre todo satanizar a los marginales es una jugada tan tipica como siniestra. Divide y triunfarás nunca estuvo más vigente, es la fórmula para el estatu quo.
    Muy bueno, da para seguir debatiendo.
    Abrazos!

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  3. Raúl de la Puente22/10/12

    Delincuentes por un lado, y personas de bien que han errado momentáneamente el camino. Así funciona el mundo.

    Las cárceles fueron hechas para encerrar a los pobres díscolos, a los que se rebelaban al yugo del gran señor. Este gobierno, como todos los anteriores, ha fracasado rotundamente en sus políticas antidelincuencia, diría que han errado el camino.

    Saludos

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  4. Durante la Guerra del Pacífico, estos mismos gañanes rebeldes encarcelados, fueron llevados (junto a auténticos criminales) engrillados hasta Antofagasta para combatir por el ejército chileno. Aunque para ser históricamente rigurosos, debemos decir que los llevaron para defender y expandir los capitales ingleses.

    Pero como no eran chicos a los que se les podía imponer la disciplina militar así como así, se cobraron con la vida de varios oficiales chilenos.

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  5. El 2010 se quemó una parte de la cárcel de San Miguel, muriendo 83 personas. Muchos aplaudieron esas muertes, de distintos sectores, pues se ha difundido tanto que los presos son especies de monstruos, sin categoría moral, sin derechos, que el resto de la ciudadanía acaba creyéndoselo.
    Una parte considerable de los presos chilenos han llegado allí por falta de oportunidades, por la misma injusticia social que generan las clases ricas. Son seres arrinconados, resentidos, que buscaron saciar su hambre y de paso desquitarse con un mundo que los esperó con un garrote.



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  6. Un resumen al paso. El sistema carcelario hace agua por todos sus costados. Y no se vilumbran políticas coherentes en el horizonte.

    Lo bueno es que los milicos condenados por genocidio no van a esas cárceles, sino a cómodos hoteles cinco estrellas dentro de los regimientos. ¿Y los ricos? Pues esos tienen asegurado el beneficio de nunca llegar a pisar una cárcel.

    Es decir, las cárceles chilenas son campos de concentración para criminales de baja estofa(término que usó hace poco un senador argentino, y que lo recordaba como muy usado entre los abuelos que contemplaron mi niñez)

    Saludos, amigo Claudio.

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