El diccionario viejo

LAURA FERNÁNDEZ CAMPILLO -.

Cuando tenía siete años llevaba al colegio un viejo diccionario usado, de esos que habitan en todos los hogares, con la elegancia de pasar inadvertidos y convertirse en temporales sanadores de ignorancia. Era el diccionario más viejito de toda la clase. Tenía las páginas usadas, de aspecto bíblico. Lo cuidaba con esmero y lo arreglaba para que pareciera nuevo. Lo forraba con plásticos de colores y le ponía grapas donde había grietas. Mis compañeras tenían diccionarios que, comparados con el mío, adquirían inmediatamente un porte diplomático, casi monárquico. Todos ellos disponían de una amplia gama de colores vivos, mapas físicos y políticos, banderas del mundo, fotografías de focas marinas y de águilas imperiales. El de mi compañera Susana tenía el aspecto de un pan recién hecho, sano, fuerte, cargado de proteínas y dispuesto a alimentar el espíritu. Pero, entre aquella amalgama de sensacionales maestros, el mío brillaba por encima de todos con el orgullo de pertenecerme, y por eso lo cuidaba y lo amaba tanto que no quería cambiarlo por ninguno más nuevo y aparente. 

Una mañana entré en la clase y me dirigí a buscarlo al cajón en el que se asomaba mi nombre en una estantería de veinte cubículos. Allí estaba él, brillando con sus colores tenues de siempre y con la serenidad que irradiaba a través de su humildad. Fui a buscar una palabra, y encontré que alguien me había roto las primeras páginas de mi viejo y querido compañero. ¡Cómo era posible que alguien pudiese ser tan descorazonado como para romper un libro!. Lo llevé a casa, se lo dije a mis padres, tomé una rosca de celofán y arreglé, una por una, las páginas de mi viejo amigo. Mi padre, a pesar de estar pasando en aquel momento por serias necesidades económicas, me dijo: "no te preocupes hija, te compraremos uno nuevo". 

Hace días lo encontré, después de veintitantos años de ausencia, en un cajón escondido, y sentí una tremenda emoción al pensar en esa niña de siete años a la que no le importó nunca tener el diccionario más viejo de toda la clase y que, aunque intentaran destrozar su tesoro, ella arreglaba con devoción, con la devoción y la voluntad que tiene la inocencia. Al tocar el librito sentí mi egoísmo, mi cobardía, mi vanidad, mi victimismo… sentí todo aquello que a los siete años no tenía, y sentí que con esos sentimientos estaba matando a aquella niña forrada de sencillez y de inocencia. Busqué la última página rasgada y me di cuenta de que, justo en el último renglón de aquella tragedia bárbara, estaba un nombre: “Agustino/a: religioso o religiosa de San Agustín”. Agustín era el nombre de mi padre. Él cumplió su promesa y me compró un diccionario nuevo. El segundo día de llevarlo a clase, alguien volvió a romperlo, y yo volví a arreglarlo. Desde entonces, cada vez que alguien ha roto una parte de mí, he tratado de arreglarla, y me pregunto dónde está aquella pureza de corazón y aquella bonita inocencia, y las reclamo de nuevo, y les pido que no me abandonen nunca, que tengo miedo de que se vaya y sólo quiera diccionarios nuevos, y cada vez que me rompan uno quiera otro mejor y acabe convirtiéndome en el monstruo que vende diccionarios de oro bajo un rótulo dorado prometiendo la Felicidad.

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7 Comentarios

  1. Reencuentro con la que fue, con la que sigue siendo, porque la arregladora de mundos sólo estaba medio dormida, y resistía con su yelmo, coraza y escudo a esos agresivos gigantes que la atormentaban.

    Es inevitable recordar situaciones similares, muy personales, libros viejos que iluminaron con explicaciones a ese mundo misterioso y mágico. Hostilizaciones entre compañeros, padres esforzados y comprensivos, y un mundo que a esa edad parecía promisorio, como una especie de mekano multicolor al que sólo había que ajustarle ciertos tornillos.

    Emotivo y hermoso texto, mi querida Laura.

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  2. Mi nueva vida tiene pocas cosas a través de las cuales recordar, una suerte de manía desapegante me invadió un día cualquiera y me deshice de todo aquello que podía traerme recuerdo desestabilizantes. Hoy me arrepiento, no tengo nada de aquello y sin embargo aún tengo recuerdo tan nítidos que es normal que llore mientras me recuerdo. Hoy transito el día a día con mi mochila invisible de recuerdos y trato de sobrevivir a las pérdidas del pasado y las que avizoro en el futuro. Gracias a todos esos recuerdos no me he olvidado, doy gracias de poder tenerlos a mano.

    Hermoso texto, un abrazo.

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  3. Rolf Ohlendorf31/12/12

    Conmovedora evocación.

    Gracias

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  4. Qué hermoso relato!!! gracias por compartir este cachito de tus recuerdos. Muy bien narrado, impecable e interesante.

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  5. Aun conservo los cuadernos de mi escuela primaria, cuando los veo me sobrevienen mil recuerdos de esos años felices!
    Hermoso relato!!

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  6. Anónimo1/1/13

    Mis viejas muñecas me causan ese efecto tan especial. Gracias por este relato tan conmovedor :)

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  7. Gracias por vuestras palabras. Parece que los recuerdos de la infancia son más importantes de lo que creemos.
    Un abrazo y feliz año a todos

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