El Cuervo, Jalisco


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

“Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar”

Olvidé preguntar a Teresa Trujillo Béas si en el rancho El Cuervo, municipio de Quitupan, estado de Jalisco, los había. Seguro que sí, ya que el parco Juan Rulfo los describe en esa imagen, no muy lejos hacia el oeste, en su Sayula natal, un tantito más allá de la vida y de la muerte.

Esta es la historia de Teresa, y de otras cuatro maestras jalicienses en su “año de provincia”, como llamamos en Bolivia al mandato obligatorio de enseñar en área rural. Año de espanto debiésemos decir porque El Cuervo, 27 temporadas atrás, era como el ingreso al Mictlán mesoamericano, la puerta del infierno.


Mucho hemos visto, y leído, acerca de esta zona que se convirtió con el mariachi en emblemática del país. Generalización, o reduccionismo, que intenta fraguar en un espacio grande pero no único, su inmensa diversidad. Pero valga para la exportación. Tal vez se necesita una muestra para explotarla en el exterior, y nada mejor que la música ranchera, de charros cubiertos de entorchados, de guitarrones, pistolones y tragedia para vender México al universo.

Que si la palabra mariachi deriva del francés marriage, como se ha especulado, no nos incumbe más que en la ilusión de creer que Teresa Béas, un día matrimoniada con Martín Trujillo, de Cocula, Jalisco, desciende de esos soldados franceses que decidieron quedarse en la región cuando pereció Maximiliano. Los Béas provenían de los montes Pirineos del Ariège y no sabremos cómo demonios se asociaron con las fuerzas del Habsburgo en la malhadada aventura mexicana. Quizá los arreó para Francia el Gran Corso, camino de España. Lo cierto radica en lo enriquecedor de las historias personales, cada una un mundo, cada mundo una narración.

Cuentan los indios coca que aquello de las fiestas galas en Jalisco es puro invento, en el sentido de que en ellos nace la canción mariachi. El asunto es mucho más antiguo y complejo, y hace referencias a los cerros que “cantan”, al ritmo sí de vihuelas europeas y de guitarrones con cuerda de tripa. Ya nos sacaron demasiado, aseguran, para permitirles esto más. Pero ahí quedan los descendientes, esos paliduchos de ojos claros cuyos ancestros fueron un día feroces legionarios.

A los dieciocho embarcaron a Teresa en una camioneta desvencijada en la plaza mayor de Cocula. Su destino: el Cuervo, nombre ignorado dentro de una zona salvaje. Las referencias hablaban de campesinado iletrado, de cuestas hermosas, soledad, pero al mismo tiempo del riesgo por el auge narcotraficante, que entonces, años 80, era tan dinámico como hoy, pero con la muerte no tan sistematizada y extendida según las estadísticas que rebalsan de cadáveres y sofisticaciones de tortura.

El vehículo recogió a las otras muchachas de municipios aledaños. Las discípulas de la filosofía educativa de José Vasconcelos iban a empaparse de país, penetrar los arcanos de México, siempre pre y post hispánico, siempre pre y post revolucionario. Las cosas cambian allí, pero se remozan y vuelven a aflorar como hierba mala. Los pelados siguen corriendo en huaraches y los petimetres comiendo pasteles de crema.

El Cuervo es un caserío, que de acuerdo a los informes cuenta en el 2012 con 232 habitantes. Poca gente para tanta actividad. Cuando visitando los pasos de Rulfo quise atisbar desde los altos de Sayula las tierras hacia oriente solo vi cerros y llano, casi una maldición pagana interponiendo obstáculos al paso, a la mirada, al tiempo, vamos, para qué mentir.

Llegaron de a gatas, porque la camioneta andaba acorde con la época: desvencijada. La escuelita era un caserón blanqueado a cal, con una puerta enclenque para el supuesto dormitorio de maestros y un galpón sin ventanas y bancos que parecían construidos de leña salvada del fuego. Ni electricidad, ni agua. De una sucia manguera caían gotas de un líquido amarillento, que había que hervir y rehervir para no agarrar disentería. El tubo plástico venía de una fuente en el río lejos, que dependía de la altura que alcanzaba la corriente para que disfrutaran del goteo las ya aterradas normalistas.

Dos camas les ofreció el encargado que salió a recibirlas, no porque le habían informado, sino porque los visitantes no caían gratos por allí; para hacer hincapié en el mensaje, el tipo llevaba en bandolera un cuerno de chivo, AK 47 para quien no sabe, folklorizada con atuendos y coloridas lanas huicholes.

Dos camas para cinco, y tres frazadas. No había otra cosa. Y de la sierra en la noche bajaba el frío hijo de puta. Las maestras calzadas con medias de lana gruesa tenían que apelmazarse entre todas para dormir en rancio tufillo pero al menos con calor. Se quedaban ocho días corridos, sin bañarse. Luego tenían que agenciárselas para conseguir quien las llevara a Cotija, o en el mejor de los casos a Sahuayo, para de allí desperdigarse por sus pueblos y reunirse en par de días para la odisea del retorno.

Si por lo menos me hubiesen enviado a Chapala, pensaba Teresa Béas, la última francesa en aquel mundo de indios. Chapala significaba peces fritos, verduras horneadas, botes de paseo, aguas. Lo pensaba, cómo no, cuando se ponía en la boca el menjunje de soya en polvo retostada y con chile para darle algún sabor. La carne no caminaba por las mesas de El Cuervo. Nunca.

Jamás supieron cómo, porque El Cuervo no es pueblo de calles, los habitantes se enteraban de su llegada al disperso caserío. Los estudiantes aparecían uno a uno, por lo general con escuadra al cinto: revólveres, pistolas, grandes y pequeñas, que formaban parte de su entorno diario. Imaginaron las maestras que para defenderse en una tierra vasta y peligrosa, para cazar y alimentarse, para matar coyotes, para amedrentar al vecino. Costó mucho, fueron ocho meses, para que los convencieran de dejar las armas en casa y recibir a cambio lápices y cuadernos donados por el estado. Empezar fue lo difícil. Y Teresa no sabe, ni quiso saberlo, qué sucedió con las clases luego de que ella decidiera abandonar la enseñanza en el lugar. El martirio no se lleva bien con la beneficencia.

Las primeras noches se asustaron, porque el villorrio semi-desierto semejaba despertar de su letargo. La noche entera oían helicópteros, voces, ruido de motores, de ida y de venida. Sin ventana para espiar no se animaban a salir. Los niños evitaban hablar. Días, semanas, meses las hicieron comprender: El Cuervo sobrevivía gracias a la producción de marihuana, y los ranchos cercanos también. Los taciturnos hombres que por casualidad se cruzaban con ellas sin saludar, las cabezas gachas y el sombrero oscureciendo las facciones, producían sonido de metal al balancearse en el paso. Bien sabían ellas que se trataba de las ametralladoras escondidas bajo el poncho, de escopetas y mata lobos. Allí había una guerra no declarada y la tierra era de nadie. No autoridad, menos policía. El maltrato a las señoritas que enseñaban el abecedario a sus vástagos excedía lo ostensible.

Sin embargo no se veía nada. Humo sobre las casitas donde estaría calentándose el comal. Pero de las plantaciones ni vislumbre. El viernes les sabía a fiesta porque desde Cotija venía un paletero a vender sus productos: helados fabricados con dudosa agua y cuyo color daba impresión de pintura en la que se había revolcado los hielos. Rojo de frambuesa, amarillo de limón, chorreando y manchándolo todo con tintes que no salían ni frotándolos. Se relacionaron con el individuo, apenas un minúsculo asidero hacia un mundo que existía afuera. Tanto fue, que una de las muchachas terminó abandonando la profesión y yéndose a vender paletas por los municipios de la sierra. Cualquier cosa a la pesadilla.

No bañarse, que en principio alcanzó visos trágicos, resultó a la corta una costumbre. Cuando se ejerce violencia semejante, la de obligar a adecuarse incluso al salvajismo extremo, se pierden los linderos de la fe y se acepta todo como venga. La enseñanza se convirtió en carrera contra el tiempo, en la constante vigilia por algo, cualquier cosa, alguien, un automóvil, que significara noticias del otro lado, o que fuese opción de salir corriendo no importa por un día. Los ordinarios lápices apenas servían a los chicos para dibujar las letras. De Historia, nada; de Geografía, peor.

Sin agua para bañarse, las necesidades íntimas se realizaban en un cuartucho de madera, a cien metros de la escuela, en una falda desde cuya pendiente se podía ver aquello de lo que no se hablaba. El cagadero estaba perforado de hoyuelos en la parte posterior. Nadie lo corroboró pero eso olía a crimen, a alguien fusilado sin saberlo mientras dialogaba consigo en el momento más febril y menos decente de la vida de una persona. Gracias a esos agujeros, las maestras observaban a lo lejos los verdes campos de marihuana que sostenían a la población. Si eran tierras comunales, privadas, quién sabe. La pobreza de los campesinos no les daba trazas de ricos traficantes, a pesar de que las camionetas en las que cargaban las plantas eran la última moda de la industria de la Ford.

Había que huir de allí. Lo hablaron. Claro que tenían que presentar solicitudes de transferencia, y al hacerlo ser conscientes de informar lo mismo: las imposibles condiciones del lugar. Las cartas tardaron un poco. Una no esperó y se fugó con el heladero. Oyeron que pasaban la vida vendiendo paletas en lugares tan lejanos como Jilotlán de los Dolores, o en el tríptico de santos que si no recuerdo mal incluía a Santa María del Oro, San Cristóbal de la Barranca y San Martín de Bolaños donde finalmente los mataron.

Teresa Béas completó estudios mayores en Guadalajara y en algún momento, llamada por su consorte, emigró a Denver, Estados Unidos, donde la conocimos y donde ejecuta la chapuza de siempre amenazar con tequila sin jamás beberlo.

Así, por los azares de la vida, me interesé por un lugar perdido de este planeta hostil y melancólico. Y cuando tuve la opción de en una vacación visitar Toronto o irme al sur, hacia la nada, elegí esto, y husmeé -poco porque entraña gran peligro- estos rincones que todavía son de nadie. Y aproveché para visitar los fantasmas de Juan Rulfo, y conversé en secreto con su propio espectro.


De la Revista de la Casa de las Américas #269 (octubre-diciembre 2012), La Habana, Cuba.
Crónica incluida en el libro Crónicas de perro andante, de Roberto Navia Gabriel y Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2013
Foto: El Cuervo

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5 Comentarios

  1. Impresionante. Una odisea peligrosa.

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  2. Condiciones extremas de sobrevivencia, cuando la inseguridad campea, no puedes confiar en nadie, y sabes que nadie vendrá en tu ayuda.
    Una historia prodigiosamente narrada, que engloba muchas historias, muchos tiempos, personajes, Rulfo incluído, crudeza, soledad, y un nivel de violencia y miseria que más que acabarse parece haberse acentuado desde entonces.

    Saludos cordiales, estimado Claudio.

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  3. Lo has dicho, Jorge, que se ha acentuado y sofisticado además. La marihuana ha dado lugar a los sicotrópicos que se producen en masa ahora. Posiblemente las tres maestras no hubiesen sobrevivido la época.
    El ambiente, y la violencia, siguen siendo rulfianos, como la soledad y el silencio. Saludos.

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  4. Anónimo12/2/13

    Alguna vez leí que al padre de Rulfo lo mataron, y que recordando esa muerte, escribió el relato "Diles que no me maten". Rulfo era un niño cuando perdió al padre.

    Buena prosa

    Saludos

    Ashraf

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  5. No lo sabía. Es algo muy común entre los mejicanos de acá donde vivo, Colorado, escuchar estas historias de un familiar asesinado. Tengo un par de amigos de Guerrero con tan terrible experiencia. Muertes por un juego de cartas, por unas palabras. Y otros mayores por asuntos de tierras, drogas, y más.
    Saludos.

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