Ocurría en julio

ENCARNA MORÍN -.

No sé bien cómo sobreviví a los duros inviernos, a la pobreza más absoluta y a una vida llena de carencias en mi primera infancia. Es como si hubiera pasado de puntillas, camuflada, sin permanecer en ella. Hay una nebulosa enmarañada en mis recuerdos, de la que rescato pocas imágenes con nitidez. Me buscaba la vida desde que puse los pies en el suelo.

Recuerdo que durante un tiempo estuvo mi hermana conmigo hasta que un buen día desapareció y solo llegaban sus cartas garabateadas. Se fue a trabajar en una finca con derecho a cama y comida, y yo entonces me quedé solita. Mamá apenas estaba. Se pasaba el día trabajando, o en sus quehaceres, pero lo cierto es que paraba poco conmigo.

No recuerdo abrazos ni caricias, ni tampoco que mi subsistencia estuviera resuelta. Me las arreglaba como buenamente podía por aquella montaña. Mamá me había enseñado a seleccionar los tallos tiernos del hinojo y de las vinagreras, que crecías salvajes en su hábitat. A veces recogíamos tajaraste, una hierba que ella usaba para hacer potajes. Como un festín, mi hermana y yo disfrutábamos alguna vez de unos tunos con gofio en polvo que mamá nos dejaba antes de salir a las faenas.

Teníamos un vecino cuyas hermosas uvas mirábamos con codicia desde nuestros ojos de niñas. Pero el malvado las cubría de picos de tunos, con lo que nadie las podría comer, ni siquiera él mismo. Decían que era un pobre diablo, aunque yo pensaba que era más diablo que pobre.

Cuando mamá llegaba al anochecer y no había nada en casa para comer, pedía a la vecina un tazón de gofio, que luego compartíamos alrededor del fogón. Con la misma, según terminaba, yo me tiraba hacia atrás encima de la montaña de pinochas que teníamos apiladas y allí mismo me quedaba dormida hasta la mañana siguiente. El lecho de hojas de pino era mi única cama.

Corría libremente por aquella ladera, unas veces con mi hermana y otras a solas. Recuerdo haber robado un puño de sal, sin reconocer bien lo que era. Cuando la fui a comer, no me gustaba, pero la había robado, así que la comí toda. Luego me moría de sed.

Mi etapa de niña, en la que andaba sola por aquellos andurriales, terminó un verano. Era julio y, por tanto, bajamos a las fiestas del pueblo. Allí pernoctamos un par de días en el patio de una casa grande. Era de una familia que me acogió con cariño. Mis seis años de niña superviviente me dijeron que ese era un lugar para mí mucho más seguro que la inestabilidad de la montaña. 

Ni bien me propusieron quedarme, fui a esconderme bajo la cama. Yo tenía la casi certeza de que allí nadie me iba a encontrar. No obstante, tampoco hizo falta hacer mucha fuerza. Mamá estuvo conforme con que yo me quedara a vivir con aquella gente, a sabiendas de que aquel sería un buen sitio para mí, donde incluso cuando fuera mayorcita podría encontrar trabajo.

Unos días más tarde vino ella a la tienda de mis “amos”, yo jugaba el patio con los perritos. Se prendó de mí y yo de ella. Junté mis escasas pertenencias y me trasladé a su casa. Siempre la llamé madrina. Viví a su lado los años mejores de mi infancia. Mi verdadera niñez fue esa. 

Iba a la escuela de pueblo y tenía mis normas de entrada y salida a casa, que me obligaba a respetar con rigor. Mis ropas estaban siempre limpias y la comida me esperaba encima de la mesa cuando volvía. Madrina comía conmigo y me trataba como la hija que nunca tuvo y que jamás podría tener, dados sus ya casi cincuenta años y la ausencia de hombres en su vida. Cuidaba de mí con sumo cariño. Por primera vez me sentí protegida. Me arropaba por las noches y me hacía rezar un padrenuestro. Cuando llegaba de la escuela me daba un beso. Yo estaba tan desconcertada como incómoda con estas muestras de afecto, pero me acostumbré a ellas fácilmente.

Todos en el pueblo señalaban a Florencio, otro hombre que vivía solo en las casas del cortijo. Al parecer había sido el amor de mi madrina, hasta que un buen día otra mujer se lo robó, decían las malas lenguas. Una mujer casada, con la que Florencio tampoco pudo hacer visible su amor. Pero mi madrina quedó para vestir santos, hasta que pasó a ocuparse de mí.

Tenía un hermano en Cuba, al que escribía cartas que luego leíamos juntas. Ahí aprendí para siempre que hermano e hijos se escriben con hache. Era culta y leída mi madrina Lucía. Tenía una caja con viejas revistas que yo devoraba y muchas novelas que leíamos al anochecer a la luz de una vela. Había nacido con el siglo y murió con él a los cien años justos. Como niña que vivió en la escuela de la República, tuvo una digna educación dadas las circunstancias del momento.

Mi felicidad duró unos tres años más o menos hasta que de nuevo, en un mes de julio señalado, volvía a cambiar de familia. No de forma voluntaria, por supuesto. Mi madre había decidido que ya era hora de que ganara algo, y una vez más me enviaron a otra casa. Mis nuevos “amos” prometieron compatibilizar mi trabajo con la educación, pero eso no fue así. Era una interna que cuidaba de los niños y hacía los recados, mientras ellos daban clase en la unitaria del pueblo. De vez en cuando me ponían algunas cuentas en una vieja libreta o me hacían algún dictado. Pero nada de acudir a clases regularmente como cuando estaba con madrina.

No encontré mayor avance personal en aquel lugar, donde estuve al menos seis años en los que trabajé intensamente. En este tiempo de nomadismo, mi coraza se fue fortaleciendo, como si no pasara nada. Mi niña pequeña había dejado de correr hambrienta por la montaña en la que había nacido y pasó, desde entonces, a refugiarse en los cálidos brazos de madrina y en mi cama calentita, de sábanas limpias, que ella amorosamente me preparaba. La evocaba cada vez que me sentía triste y abandonada. Aún lo hago.

Incluso sin quererlo, conocí a mi padre biológico de la forma más absurda del mundo. Estaba en la plaza del pueblo un domingo por la tarde cuidando de los niños de los señores e involuntariamente escuché una conversación entre hombres.

-Cómprale unos caramelos a tu hija.

-Cómpraselos tú, que yo te doy las perras -respondió mi supuesto padre-

Yo me fui de allí indignada, sin mirarle a la cara, y jamás se lo pude perdonar.

Llegó de nuevo el mes de julio y con él un nuevo cambio. Me fui a trabajar con otra familia, esta vez negociando yo las condiciones. Tenía entonces dieciséis años. Había oído decir que querían mandarme a trabajar a la casa de mi padre, y ahí sí que me planté. Me opuse en rotundo a servir a quien me había negado. Me fui de aquella casa porque mamá en ella no era bien recibida, por rencillas de pueblo y habladurías de las que yo no era responsable. Siempre recordando a mi madrina como un ser amoroso, como mi persona más cercana y mi refugio de calma. Estos años he sobrevivido gracias a la fortaleza que ella me dio desde el amor incondicional.

¿Puede alguien entender mi dolor acumulado? A veces ni yo misma lo entiendo. Pero me protejo, es la forma en la que me he convertido en una superviviente. Pongo por delante mi coraza y no me muestro, así me he vuelto inmune al dolor. No permito que se acerquen demasiado, no sea que vayan a hacerme daño una vez más. Presta para iniciar una nueva mudanza si hiciera falta, tengo a buen recaudo el saco de mis afectos.

Conocí a Roberto en una de las fiestas del pueblo y a los diecinueve me casé. De nuevo era julio cuando decidí salir de allí con mi flamante marido y una hija en camino. Mamá estaba ya en el hospital, por lo que no pudo acompañarme el día de mi boda. Nos trasladamos de isla y llegamos a Gran Canaria. Él tenía pendiente el servicio militar. Yo me lanzaba cada día la a la calle a pedir trabajo. De algo me sirvió aprender de todo un poco en aquellas familias de prestado. Una etapa tortuosa, en la que los hijos crecieron a la par que los conflictos, me esperaba junto a Roberto. Pero ahí tampoco se terminó de construir mi familia definitiva.

Como buena superviviente, escapé a todo aquello que ahora ni siquiera quiero recordar. Hasta que de nuevo el mes de julio volvió a anunciar cambios en mi vida. Ya estaba divorciada cuando conocí mi hombre definitivo.

Hicimos un viaje juntos para ir a buscar mi partida de nacimiento, íbamos a casarnos. Por última vez estuve con madrina. Tenía entonces noventa años y la recuerdo sentada a la orilla del camino con el perrito echado a su lado. Me acerqué a abrazarla, dándole una tremenda alegría. Estuvimos conversando un buen rato, sin saber que esa sería nuestra última ocasión de poder vernos. Como quien no quiere la cosa, deslizó en mi bolsillo mil doscientas pesetas. Siempre me daba algo de dinero, la pobre madrina.

Llegamos a casa al revelar las fotos de aquel viaje, descubrí la instantánea captada por mi esposo mientras ella y yo conversábamos. Esa imagen de madrina conmigo y el perrito tumbado, ocupa ahora un lugar privilegiado en el salón de mi casa. Todos piensan que es mamá y yo no les saco del error. Esa persona maravillosa fue capaz de convertirme en una mujer llena de amor para compartir, de fuerza para aprender, de austeridad para sobrevivir… pero, por encima de todo, llena de esperanza para creer en la vida.

Madrina, allá donde estés… no te olvido, te tengo tan presente, que ni siquiera le temo a la muerte, porque sé que es en ese lugar donde voy a encontrarme contigo.

Publicar un comentario

7 Comentarios

  1. Todos necesitamos un centro, un regazo, un fogón familiar, una demostración de afecto sincero, para dirigir nuestra mirada, para descansar en ella. Un recuerdo que se enlaza con la semilla, con el origen, con el deseo de volver a ese calor. En este caso, ese recuerdo era la madrina.

    Emotiva historia, mi querida Encarna.

    ResponderEliminar
  2. Cuando escuché esta historia, decidí que merecía ser contada...

    ResponderEliminar
  3. La imagen de las niñas recogiendo hinojos y vinagreras, el vecino egoísta (un fractal de la humanidad), o la madrina envejecida con su perrito tumbado, son fuertes, elocuentes, difíciles de olvidar.

    ResponderEliminar
  4. Anónimo3/2/13

    Me ha transportado a la posguerra española...
    Francisco.

    ResponderEliminar
  5. Mónica Civilo3/2/13

    Yo no tuve una madrina así, pero tuve un abuelo, mi tata, es el hombre a quien más amé en mi vida, quien me regaló su tiempo, su abrazo, su calor, su infinito amor...me llenó de fuerzas, de esperanzas, de ganas de vivir, aunque no está más en este plano, me acompaña desde mi corazón...Gracias Encarna por el recuerdo bello... me conmovió tu historia...

    ResponderEliminar
  6. Anónimo5/2/13

    La niña, esa gran superviviente, debe ser una mujer adulta llena de comprensión. La historia, aunque parezca un poco dolorosa, es una historia de vida. Buen relato.

    Marilola

    ResponderEliminar
  7. Catalina Cienfuegos5/2/13

    Emocionante. La vida a veces es muy cruel.

    ResponderEliminar