Agonía y gobierno

ROBERTO BURGOS CANTOR -.

No resulta fácil la interpretación de los hechos de la vida. Parecen compartir en su duro enigma las frecuentes y sufridas incertidumbres sobre los reventones de la naturaleza. Una montaña que se mueve y reduce su altura. Un mar que crece y sumerge cuánto encuentra. Un volcán que vuelve a toser. Y los ríos.

Quizás el absurdo que exige más y más aprendizaje sea el que tiene relación con la muerte, su presencia sorpresiva, irónica, como en el viejo cuento oriental. Y a lo mejor nadie aún sabe si la muerte exige una preparación, un aprendizaje. Esta última carencia no es producto de la incapacidad humana sino tal vez de los múltiples asedios, retos, ocupaciones, que plantea la vida, su ejercicio siempre inconcluso.

La idea de poder que encarnaba el gobierno de comunidades humanas, en los siglos que pasaron, la representaba el rey. Alguien que por designio divino mandaba sin límite sobre los demás. En las historias y fábulas aparecía la vejez como característica de ese oficio innecesario, apenas justificado por la insensatez de los hombres y las mujeres incapaces hasta hoy de mandarse a si mismos. Las excepciones eslavas y chinas son atractivas y de una magia siniestra y deliciosa.

Alguno de esos reyes se despojó de corona y riquezas, autoridad y gobierno y se encerró en la austera clausura de soledad y silencio para meditar en lo humano que de él quedaba y abrirse al infinito sin ruidos de lo que sigue más allá de la existencia.

Pero estos días no parecen cómplices de la vejez en el gobierno. A lo mejor el delirio del lucro, la ganancia sin esfuerzo, prefieran a quienes participan de ese vértigo, la juventud que se atreve a quemar todo con un golpe de dados. Los viejos, hoy, son una tuerca suelta en el engranaje de un sistema sin alma. Son capaces de oponerse a la codicia desmedida, de frenar la irracional ansiedad de sumar y sumar. Están desprendidos de caprichos y de intereses egoístas y son capaces de reír diez veces antes de ponerse bravos. Casi nunca se enojan. Como el de la República Oriental del Uruguay que libre de vanidades reconoce el límite, el glóbulo, que cada vida puede aportar a los siglos de la tierra, a su estar con ires y venires.

Nadie quita que la renuncia, no usual, de un pontífice romano arroje una señal de la precariedad de la vida, la aceptación humilde del canto vallenato: todo se acaba todo termina, hasta el amor viene y se acaba…tralalala.

Para bien y para mal los jóvenes llevan la ambición, el desespero de hacer ahora, el deseo de transgredir la conformidad y silbar una canción que saque de la hamaca a los incrédulos que se mecen.

Algo ocurre ahora. Los ancianos del poder se morían después de felices partidas de dominó, si eran del Caribe; los de los Andes escribían cartas con seudónimo a los periódicos, redactaban memorias, masticaban el reconcomio de sentirse incomprendidos. Ahora: el poder los enferma. Los carcome sin misericordia y trunca horizontes. Es distinto un abuelo a un nieto con arrestos. O a lo mejor salen juntos a cantarle a la luna y a celebrar el sol.

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2 Comentarios

  1. Los viejitos se van, nos quedan los jovenes al mando. Creo que de ellos hay que cuidarse, tanta vitalidad puede ser mal conducida a un egoismo desmedido en pos de llegar a la cima lo antes posible! Antes que le lleguen la vejez o la muerte, o ambas.

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  2. No sé si agonizan los gobiernos o los gobernantes, no sé si envejecen los gobiernos o los gobernantes. Y no sé bien cuán eficientes son los jovenes al poder, no quiero pecar de tradicionalista pero me generan mis dudas tanta nueva cara esperando ascender en poco tiempo.

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