El policía de fronteras

GONZALO LEÓN -.

Hace un par de semanas el crítico Quintín, en una columna en este mismo diario, sacó a relucir mi nacionalidad a propósito de una reseña que hice, también en este mismo diario, a El club de las necrológicas, de Marcelo Birmajer: “No leí el libro ni la obra de León, escritor chileno radicado en Buenos Aires”.

Soy un escritor chileno y vivo en Buenos Aires hace dos años; de hecho tengo la residencia temporal y pienso sacar la definitiva este año; cuento esto que carece de importancia (si comento un libro, la nacionalidad tampoco la tiene), porque durante este tiempo me he dado cuenta del modo de discriminar que tienen algunos porteños, que bien podría resumirse así: en un kiosco pido agua mineral y el dependiente al notar mi acento me pregunta si soy chileno, al responder que sí, el dependiente suspira feliz. Sólo una vez contesté: Se puede saber que tiene que ver mi nacionalidad con comprar agua mineral. Afortunadamente estos incidentes han sido excepciones, porque por lo general la gente que atiende en un kiosco o en cualquier comercio no se preocupa de qué nacionalidad es quien compra, o al menos lo disimula bien. Es el lenguaje el que define la discriminación.

Creo que fue en la misma semana en que Quintín escribió su columna cuando un video con grupo de marinos chilenos gritando insultos contra argentinos, peruanos y bolivianos, recorrió las redes sociales. Reconocí de inmediato esas calles por donde trotaban aquellos marinos; eran las calles de mi infancia y adolescencia, era Viña del Mar, una ciudad que ha estado gobernada por la derecha pinochetista por casi diez años. No estoy acusando a Quintín de derechista ni menos de pinochetista, sólo cuento, por ejemplo, que al colegio donde estudiaba durante la dictadura los fines de año iba el comandante en Jefe de esos marinos, y nuestro rector, un sacerdote que tenía a un hermano en el gabinete de Pinochet, nos obligaba a desfilar ante él.

Si hay algo que elogiarle a los milicos es su consecuencia, y no hablo solamente de los militares chilenos, sino en general de los sudamericanos. Sostuvieron por mucho tiempo un mismo discurso: los desaparecidos no existen. Pero lo más increíble era que acusaban al otro, al adversario convertido en enemigo, de la violencia existente en el país: si había muertos era porque en algún momento hubo grupos que abogaron por la vía armada. La historia o los años han demostrado lo fácil que es acusar a otro de ser policía para ocultar que quien verdaderamente opera como policía es uno. Dijo Quintín en su columna: “León parece haber renunciado a la tranquilidad trasandina y cruzado la cordillera para ejercer como policía del canon académico argentino”. Yo me pregunto qué tiene ver que haya renunciado, según él, a mi dudosa “tranquilidad transandina y haber cruzado la cordillera” con dar una opinión sobre la última novela de Marcelo Birmajer. Advierto: sacar a relucir mi nacionalidad es lo mismo que sacar a relucir la religión de Birmajer.

Me preocupa no sólo que particularice lo chileno en mí, sino que lo generalice sobre el resto de mis compatriotas: “Siempre pensé que los escritores chilenos (especialmente los narradores, porque para los poetas no rige la hipótesis) tienen una ventaja sobre sus colegas argentinos: no deben soportar el peso de una tradición prestigiosa…”. Ni yo que soy chileno me atrevo a dar un juicio tan lapidario sobre mis colegas; en otras palabras, escritores chilenos hay de muchos tipos. La etiqueta no nos iguala: si fuera así, no habría necesidad de leer las novedades chilenas y, por lo que tengo entendido, Quintín está muy interesado en la narrativa de mi país. Pero además se equivoca, porque imaginemos que me encuentro en el Paso Los Libertadores, que divide a Chile y Argentina, y pongo un pie en el lado argentino, ¿eso en el acto me impide opinar sobre narrativa argentina y, a la inversa, me autoriza para hacerlo sobre poesía argentina? En esta encrucijada, ¿quién es el policía finalmente? O mejor dicho: ¿quién persigue a quién?

Por último y pese a que resulte redundante trataré de aclarar que al acusarme de “policía del canon académico”, el crítico Quintín desconoce u omite al menos tres cuestiones: la primera es que no soy parte de la academia, la segunda es que efectivamente me gusta el canon surgido en los ochenta en Argentina y que Damián Tabarovsky describe muy bien en su libro Literatura de izquierda (Aira, Fogwill, Sánchez, Puig, Saer, etcétera) y tercero que tanto los libros como las críticas son generadores de canon, en este sentido Quintín de seguro tendrá su canon, y está bien que lo tenga. Podrá no gustarme, pero jamás lo perseguiré por ello.

 
Publicado en suplemento Cultura de diario Perfil* y en el blog del autor (02/03/2013)
*esto siguió en el programa Libros Que Duermen de radio Cultura.

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