Madre

ENCARNA MORÍN -.

No nos han preguntado si ese era nuestro sino, sin embargo lo ha sido. Al parir uno de esos hermosos hijos, hemos puesto de golpe los pies en suelo. La vida ha pasado a ser algo concreto, el futuro deja de ser incierto e impredecible.

De pronto, sentimos que algo grande ha ocurrido en nuestra vida, que nos pertenece de forma intima, hasta el extremo de que no somos demasiado objetivas a la hora de apreciar las palabras del profeta: “Tus hijos no son tus hijos, son los hijos e hijas de la vida”

Personalmente no planeé ser madre en mi niñez ni en mi juventud. Mis hijos llegaron por un impulso de amor. Quise tenerles, y en cada embarazo mi vida comenzaba un nuevo proyecto. No me sentía un árbol frondoso, era algo más: una especie de secuoya indestructible con una fuerza inherente, desconocida hasta ese momento. 

Si en algún momento los acontecimientos de la vida me despertaban impulsos de salir corriendo, justo entonces ellos me anclaban a la tierra, recordándome que de alguna manera eran mi compromiso con la existencia. Pude querer y abrazar a otros niños pensando en ellas, en sus madres. 

Les vi crecer, repitiendo una y otra vez el ciclo de los pañales, los dientes de leche, sus primeros pasitos y balbuceos, la guardería, el colegio, el instituto, sus amores y desamores cuando los hubo. Quise matar a algún depravado que jugó con el corazón de mi niña.

Como una leona he estado atenta a la manada todo el tiempo, aunque pareciera que andaba en mis propias correrías.

De tal forma que me he graduado en enfermedades infantiles, en contadora de cuentos inventados, en las comidas favoritas de todos los hijos del mundo, en abrazos llenos de confort. He aprendido las mil y una maneras de leer en la cara de mis hijos. Hasta el extremo de que a menudo les presiento. Cuando uno de mis pollitos está mal, me llega por el aire y se instala en mi corazón, para que pueda presta salir a su encuentro.

Recuerdo cada anécdota de sus vidas como un preciado tesoro en mi memoria de adulta. Son mis hijos, los he llevado en mi vientre, han sido hijos bienvenidos y deseados, queridos y esperados.

Sin embargo, he debido cometer muchos y grandes errores. No dudo de haberlo hecho. Parece que me estoy sometiendo a mi propio juicio y que es ahora cuando llega mi turno de alegaciones.

Los hijos vienen a ser un ancla con la vida, y su pérdida no deja de conectarnos con la muerte. He querido morir hace unos días.

Y el motivo por el que al parecer no vine a este mundo, que supuestamente ha sido la maternidad predefinida, se convierte de pronto en mi causa perdida. No se trata del nido vacío, ni de sentir que los hijos crecen y toman su rumbo. Es algo mucho más grave. Se trata de pronto de sentirme desautorizada, relegada, criticada, juzgada, apartada del ser humano de mi familia más joven: esa criaturita que no me conoce como abuela, al menos de momento. 

Yo mientras tanto, sabiendo a ciencia cierta que el tiempo en estos casos es algo más que oro, coloco su foto en un marco bien visible y uso su nombre como contraseña de mi correo. Es una manera de sentirle presente y en mi vida y anestesiar la punzada de dolor que me aborda cada día. Borré su foto de la red, porque al parecer haberla colgado sin permiso, se ha convertido en un delito que me invalida como ser humano. Al menos ha sido la excusa.

No dejo de recordar toda la esperanza que habitó en mí tras mis embarazos. Mis estrías abdominales no me importan en absoluto, hasta las encuentro hermosas. Las noches en blanco y la incertidumbre que se escondían tras todas aquellas fiebres, toses, varicelas, otitis...ya han pasado a la historia. 

Quise ser la madre más comprensiva y tolerante del mundo, y el resultado es esos seres humanos maravillosos y llenos de vida. Pero he debido ser más la amiga que la madre. Pertenezco a esa generación que nos pasamos de un extremo al otro queriendo evitar que nuestros hijos e hijas vivieran la culpa, la represión, las consignas religiosas, el autoritarismo injustificado, los miedos infundados...

Deseé morirme hace unos días. Conozco ese sentimiento muy de cerca. Ahora sé lo que significa desertar de la vida y querer abrazar la muerte.

En pleno momento de desesperanza, ella me tomó de la mano y tiró de mí con fuerzas. Mi niña pequeña, esa gran superviviente, me trajo a la vida para recordarme su desolación.

"Si pasaste por todo aquello, no es justo que ahora tires la toalla y te derrumbes. Seguimos juntas, no lo olvides. Estoy contigo para siempre" -me susurró al oído queriendo acallar mi llanto-

Reconsideré entonces lo de mis motivos para querer desaparecer de esta vida y pensé no solo en mis otros hijos, sino también en todos los niños que, incondicionales, me abrazan cuando cada mañana llego al trabajo, como si les fuera la vida en ello.

Mi niña, esa gran superviviente, fue capaz de sacar fuerzas de flaqueza, inventando un mundo imaginario en el que deambulaba cada vez que se sentía sola y abandonada. Aprendió disimular sus emociones pese a que llorara con cualquier excusa, y así llegó a ser una adulta.

Un buen día la terapeuta la sacó de su mutismo, explicando así el por qué de tanto llanto. Y tras las pertinentes explicaciones hemos decidido seguir adelante con la vida, no regodearnos en el dolor, intentar que cicatricen las heridas, darles las gracias a mi madre y a mi padre por existir y estar viva, pudiendo de esa manera, saludar las mañanas y los amaneceres, teniendo además la maravillosa oportunidad de ser la madre de mis hijos.

Fotografía: Kristhóval Tacoronte

Publicar un comentario

3 Comentarios

  1. Este texto lo debemos jusgar por lo que expresa la narradora (porque nadie nos ha dicho que es un diario de vida), por su destreza comunicativa, por su capacidad para ponerse en la piel del otro, para recrear literariamente un conjunto de instancias tan dolorosamente comunes, aunque habitualmente envueltas de silencio.
    Es la vida, simplemente. Y todos los alcances de ser madre, que muchos hombres no somos capaces o no nos tomamos el tiempo de comprender y valorar lo suficiente, pues la narradora de esta historia nos lo expresa con abarcadora y brutal sinceridad.

    Y al final, resulta que siempre hablamos de amor.

    Un abrazo, querida Encarna.

    ResponderEliminar
  2. Sincero y triste, aunque apuntando hacia la vida. Muy bueno.

    ResponderEliminar
  3. Es impredecible lo que la vida nos depara con respecto a muchas relaciones. Quizá la más incierta de todas es la de nuestros hijos e hijas mientras crecen y de alguna manera, se hacen cargo de sus vidas y hasta se alejan....

    ResponderEliminar