El chivo expiatorio

GONZALO LEÓN -.

Tengo un neurólogo que me atiende desde agosto de 2011, trabaja en una especie de consultorio privado pero muy barato, allí cuesta cincuenta pesos argentinos (unos tres mil pesos chilenos), por ese dinero uno puede atenderse no sólo con mi neurólogo, sino con cardiólogos, traumatólogos, etcétera, en rigor el consultorio no es la típica clínica de obra social, que es como le dicen aquí al modo en que los sindicatos administran el dinero que depositas mensualmente; hay obras sociales de trabajadores de la construcción, de periodistas, de vendedores viajeros, de trabajadores del espectáculo, y todos tienen su clínica, pero este consultorio no pertenece a ninguna obra social, y a la vez trabaja para muchas, menos para la mía. Si estuviera afiliada a algunas con las que el consultorio tiene convenio, la atención me saldría siete pesos, unos cuarenta pesos chilenos. Pero como a mi neurólogo lo encontré antes que tuviera obra social y mi obra social la elegí por rubro, voy al consultorio cada primer vienes cada dos meses y pago como particular. Ahí el doctor me pregunta cómo he estado, e inevitablemente terminamos conversando de lo que sea. A medida que lo hacemos, él va llenando la receta que me hace bimensualmente: cuando tiene que hacer un comentario específico, ya sea para remarcar algo o para comunicar un conocimiento, alza la vista y me habla fijamente. 

Todo iba bien con el doctor hasta que me dijo que mi neurólogo anterior (el chileno que dejé botado en Viña del Mar) podía haberme mal diagnosticado. Eso no se lo permití y recuerdo que discutí con él, porque entre otras cosas no me gusta que se hable mal de mis neurólogos. Entre un neurólogo y su paciente están las neuronas, la sinapsis, y eso es más privado que la sexualidad y el pensamiento, es la física o la química del pensamiento, que también es sexualidad y todo, como para que alguien, por muy médico o colega que sea, se entrometa. En otras palabras el único autorizado para hablar mal de mi neurólogo soy yo. Sin embargo, al relatar la discusión a mis amigos argentinos casi todos estuvieron de su parte, lo que me hizo dudar. Pero la duda es parte de la confianza entre médico y paciente. Mientras más se duda de uno más se confía en el médico. De eso se trata cualquier tratamiento. 

El año pasado solucionamos con mi doctor aquella diferencia y él, al final, admitió que pudo haberse equivocado al hablar de un colega que no conocía. De ahí en adelante todo fue bien. La conversación, pese a ser breve, fluía. Hablábamos de mis dolores de espalda, de mi dieta, de lo increíble que era que hayan drenado un pantano para poner ahí un barrio entero a principios del siglo veinte. Para no quedarse corto, el intendente que hizo eso le dio el apellido al barrio y hoy se conoce como Villa Crespo. Hasta hace unos años el barrio se inundaba, por dos razones: fue construido a menos de mil metros de la ribera del Río de la Plata y, porque cuando el Arroyo Maldonado se desbordaba afectaba a buena parte de Villa Crespo. Algunas calles del barrio, como Thames (Támesis) le hacían honor a su nombre y era común que cuando llovía no se pudiera transitar por ahí. 

Poco a poco me fui dando cuenta de que mi neurólogo tenía un especial interés por las inundaciones: recordaba perfectamente la de tal o cual año, cuando el Arroyo Vega, el Maldonado y otro más habían colapsado a la ciudad. Yo lo miraba con extrañeza y aún más, cuando hablaba de los desagües de la ciudad o la irresponsabilidad de los porteños al carecer de una conducta ciudadana mínima: “Yo cuando veo una botella vacía tirada, la levanto y la tiro en el primer tacho que encuentro. Y lo hago porque sé que esa botella después podría tapar una alcantarilla”. 

Si mal no recuerdo, empezamos a conversar de inundaciones cuando en septiembre pasado se anunció que llovería todo el verano. En diciembre hubo una lluvia fuerte, inusual para la época, y mi doctor meneaba la cabeza mientras hacía la receta. “Esto va a terminar mal”, dijo y yo creí que exageraba. Sin embargo, hace dos semanas sucedió lo que sucedió, y las calles de algunos barrios de Buenos Aires colapsaron: Saavedra, Belgrano, Flores, Paternal, Villa Pueyrredón, Villa Urquiza, mas no Villa Crespo. El sector noroeste sufrió los estragos del temporal. Unas horas más tarde el temporal llegaría a La Plata, y la afectaría doblemente en agua pero diez veces más en destrozos, viviendo una especie de terremoto pluvial. 

Ante la tragedia, en las redes sociales se empezó a pedir la renuncia del intendente de Buenos Aires (de derecha y que estaba de vacaciones en Brasil), del intendente de La Plata (kirchnerista y que estaba de vacaciones en Brasil), del gobernador de la Provincia de Buenos Aires (que apoyó a Cristina en las últimas elecciones pero que hoy es un disidente dentro del kirchnerismo) y de la Presidenta Fernández. Era un “que se vayan todos”, que hacía recordar lo del 2001, pero sin fundamento. Aunque los que pedían las renuncias lo hacían por las víctimas. Fue mi neurólogo quien me explicó esta reacción, contándome el inicio del mito del chivo expiatorio: “En la época precristiana, la gente para expiar sus pecados, tomaba a un chivo, escribía sus pecados en un papel, se los colgaba al chivo y luego le pegaban una patada y lo echaban al desierto. Con él creían se iban sus pecados. Eso es lo que intenta hacer esa gente”. En este caso el “que se vayan todos” es equivalente a “yo no soy responsable”.

Publicado originalmente en el blog del autor (13/04/2013)

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4 Comentarios

  1. Creo q no solo le equivocaron el diagnóstico, también la especialidad. El narrador esta loco, brillantemente loco; de esos q ven hechos y cosas prohibidas al resto: Un artista creador de mundos. Alucinantes mundos.

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  2. Echale la culpa a otro, parece ser una consigna generalizada en estos tiempos.

    Excelente escrito

    Saludos cordiales

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  3. La culpa siempre la tienen las madres y los políticos, esa es una ley universal. El día que asumamos la parte de la culpa que nos corresponde habremos de ver a las vacas volar.
    Muy ingenioso! Saludos

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  4. Muy buen relato. Y estoy de acuerdo contigo en : "...el único autorizado para hablar mal de mi neurólogo soy yo".
    Faltaría más!!! Saludos.

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