Cincuenta de Rayuela

ROBERTO BURGOS CANTOR -.

Una pregunta de difícil contestación para críticos literarios y lectores es aquella que indaga por el olvido de un libro o un autor. Por lo general el interrogante surge cuando se hacen inventarios de lecturas entusiastas, de compañías de vida para lectores constantes y también en el momento en que los escritores, ellos leen de otra manera, piensan en su inacabable formación.

Tal olvido semeja un vacío, un lugar abandonado que arroja sensación de vejez, distancia, acaso acabamiento.

No sé si podría conjeturarse que hay libros que son para leerlos una vez pero que hace bien tenerlos en el estante y recordar que fueron leídos. A lo mejor conservan una subraya en alguna frase, una glosa al margen, un mensaje oculto para alguien que leyó después. Y otros que admiten reiteradas visitas por motivos que no siempre resultan comprensibles. Casi que abiertos al azar se ofrecen todas las ocasiones en la misma página.

Sin embargo suceden circunstancias contrarias. Un libro que no tuvo la acogida de los lectores, después de años, se asoma otra vez y es celebrado.

Quién sabe si en ese juego de desapariciones y apariciones intervenga un marcado hábito cultural. Él nos predispone a considerar que cada época tiene un solo mejor libro, un solo mejor autor. La noción de distinto no logra sacudirnos está especie de monoteísmo que nos conduce sin razón a la unidad, a contrariar el infinito diverso de la vida, sus caminos sin señales.

A veces las percepciones y afirmaciones de olvido de un libro tienen mucho que ver con la brevedad de la vida de cada lector. Se puede mostrar que cada lectura de un mismo libro es un acto distinto. El lector ha cambiado y el libro le deja ver ventanas que antes no pudo o no supo o no era el momento de asomarse. Como si cada vez que se abre el libro leído, para quedar atrapado o para detestarlo, se encontrara la botella con mensaje lanzada al mar. ¿Qué dice ahora? O la devuelve al océano.

Algo de misterioso está en el vaivén. Una mañana de primavera incipiente, disfrutando con lentitud un café, miraba por la vidriera que tenía al lado de la mesa. El olor matutino del café es una inigualable maravilla. Se van los pensamientos y apenas la mirada ve sin fijarse. Un tranvía, un paseante, una nube, la luz. Una mujer hizo señas desde la acera y entró. Reconocí a una estudiante de música. Se transformaba con los estudios. Su pecho había crecido, la cintura se ensanchaba y el cabello negro, largo, caía como caracoles ensartados. Había algo alegre en sus ojos de almendra. Se sentó y dijo que quería regalarme un libro. Lo sacó de la bolsa y era la selección de poemas de Álvaro Mutis. Sin entender, empecé a hojearlo. Leí la larga dedicatoria. Era un manifiesto de amor para siempre. En otro país alguien la despedía y la esperaba. Le pregunté si no le iba a hacer falta. Talismán. Con seguridad me respondió que no. Y se fue.


Imagen: © Anya Mochalina

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3 Comentarios

  1. Anónimo21/5/13

    Los libros y las ideas o concepciones de quienes los escriben nos acompañan un tiempo, así pasa también con la gente. A los dos hay que dejarlos ir y avanzar cuando así se lo crea necesario.

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  2. Yo leo y recuerdo. Me habría quedado con el libro y la dedicatoria para siempre, soy una sentimental.

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  3. Anónimo30/5/13

    Ilona llega, Ilona vase

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