Nancy Grayson, segunda parte y final

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

Miguelito Herreros salió veloz del salón de reuniones clamando por un medicamento que le aliviara el dolor de cabeza. “No importa si es en tabletas, gotas o de acción efervescente”, repetía sobándose las sienes sobre su escritorio. No lograba comprender como una persona podía ser capaz de aportillar cualquier intento de acuerdo y enredar las discusiones más allá de todo lo aceptable. “Qué buena descripción hiciste de Maritza, amigazo”, le dije, creyéndolo una muestra de su humor san clementino. “No huevón, hablo de la Nancy Grayson, me tiene loco”, respondió para sacarme del error. En esta ocasión, la representante de Curicó amenazaba con llegar hasta la Contraloría General de la República si le aplicaban a su hijo el reglamento del programa de itinerancias artísticas que le impedía participar como concertista por su parentesco directo con una Consejera de Cultura. “Hubieras visto como alegaba y alegaba y no paraba. Decía que su hijo era independiente y que no le podían afectar sus decisiones, que el Consejo no le podía cerrar las puertas a un artista de su categoría, que negarle a una persona la libertad de trabajo es inconstitucional y que iba a llegar hasta las últimas consecuencias”.

Horas más tarde, me encontré con Matías Albatros -por aquel entonces Consejero y presidente de la comisión seleccionadora de las itinerancias- con la vista perdida en la pantalla de su computador, un cigarro encendido a punto de quemarle los dedos, sin poder disimular su angustia: “Lo de Miguel no fue nada –comentó ansioso por desahogarse-. Esta señora la agarró conmigo. Me siguió por todas partes, a mi oficina, al baño, los pasillos y hasta se subió al bus de Cauquenes para que incluyera a su hijo en la parrilla programática. Durante dos semanas no pude quitármela de encima. Me agarraba de la camisa y me zamarreaba. Al menos ahora, cuando se aparece, la derivo con Maritza y me lavo las manos”.

Esta historia continúa con una escena digna de una película de terror. El programa de la delegación del Maule en la Tercera Convención Nacional de Cultura 2008, diseñado por un desvelado Miguelito Herreros, establecía que los Consejeros se reuniesen en el terminal de Talca para abordar el bus que los llevaría al puerto de Valparaíso. De esta manera, se ordenarían los pasajes, se distribuiría el material de trabajo y se darían las instrucciones antes de que el aire marino despertara la lujuria, el desenfreno y la dispersión. Casi todos los convocados estuvieron de acuerdo con este programa: linarenses, curicanos y por cierto talquinos (era que no si en esta ciudadela se camina dos pasos y se llega a cualquier lado). La excepción fue –como no- Nancy Grayson, quien exigía que el bus se detuviera en Curicó, aunque fuese en plena carretera. Demandó telefónicamente a Miguelito Herreros un mayor respeto por su tiempo al considerar inconcebible desplazarse de norte a sur y después viceversa (aún le quedaban rencor por los intentos del resto de los consejeros por destituirla como relatora del Maule, ante el temor que improvisara “cabezas de pescado”, como era su costumbre). Si no le daba una respuesta satisfactoria, amenazaba con dirigirse a Directora Regional y a la Ministra (ese discurso para mí es el pan de cada día, así que ya ni me asusta, pero no es el caso de mi colega). El afán y el urgimiento de Manolito Herrera tuvo su recompensa: la empresa se comprometió a la detención del bus en forma excepcional a la vera del camino.

En un arranque de ingenuidad, el poeta curicano Enrique Cleyton decidió aprovechar esta coyuntura y esperar junto a su inquieta coterránea la llegada del transporte. Mientras Miguelito Herreros anotaba este dato en su libreta de apuntes y el bus dejaba atrás las casuchas de la última población talquina, su celular comenzó a sonar con insistencia. La voz de Cleyton lo acompañó cómo música de fondo junto a los cerros, árboles, sembrados y cemento quemante en línea recta. “Por favor, lleguen luego por acá. ¿Cuánto les falta? Apúrense, quieren…”, rogaba el poeta al otro lado de la señal inalámbrica. Cuando por fin la comitiva hizo su detención en Curicó, la chasca rulosa de Cleyton se internó por el pasillo como buscando salvación. Sentado junto al anfitrión, sólo respiró profundo al percatarse que Nancy Grayson viajaría separada del resto del grupo, en los asientos delanteros de la máquina. Ya se habrán percatado que Miguelito Herreros es un hombre precavido. Sin embargo, esta ubicación no fue impedimento para que, cada cierto rato, Grayson se parara de su asiento y abordara al resto de la comitiva con alguna de sus ocurrencias, comportamiento que continuaría durante buena parte de la Convención. Si no era comida especial y sin sal, entonces pedía bebidas extras, una habitación con vista al mar y un pasaje de regreso a Santiago y no a Talca para poder visitar a unos familiares muy queridos.

Pero no nos adelantemos y volvamos a ciertos detalles previos a la subida al bus de los amigos curicanos:

“Me convenció que un bus de una empresa decente demora menos de media hora en cubrir el trayecto Talca – Curicó, así que teníamos que estar temprano para hacerle señas y que no se pasara de largo”, se lamentaría Cleyton horas más tarde, frente a una cerveza y una chorrillana en una picada porteña descubierta por el olfato de Miguelito Herreros. A causa de esta mala decisión, el poeta debió soportar los alegatos de Grayson durante eternos y acalorados minutos, exigiéndole una respuesta por la supuesta demora del bus. “Hubo un momento en que me alejé de la caseta del paradero casi un kilómetros, porque me seguía a todos lados”, comentó Cleyton más tarde en el bar Cinzano, cuando de seguro Grayson se encontraba en dulces sueños jodiéndole la vida a su subconsciente.

Pero hubo una loable acción que doblegó a esta pulga con cuerpo de señora. Cansado de ver cómo el pobre Miguelito Herreros era gritoneado de una mesa a otra del casino, Eduardo Cleyton decidió, por fin, realizar una de las acciones más heroicas de las que se tenga memoria en la Tercera Convención Nacional de Cultura 2008 en el primer puerto del país: “Oiga, señora, si Miguel no es su nana particular ni su mayordomo. No le pida cosas que no le competen, quiere”. Eso bastó para que la Cleyton se amurrara por el resto del encuentro y partiera, al otro día, rumbo a Santiago, sin decirle adiós a nadie. Admirado por este arranque solidario, no pude evitar destacarlo ante el principal beneficiado: “Te das cuenta cómo el poeta Clayton se la jugó por ti”, comenté en una sobremesa de vino casero y paila chonchi en el Club Social de Talca, a tres días de ocurridos los sucesos. “No exageres –respondió Miguelito Herreros-. Simplemente le aclaró a la señora Clayton cuáles son mis funciones... No sé cuál es tu afán de exagerar las cosas con toda esa palabrería” y tragó un trozo de caldo con pollo mientras negaba con la cabeza.

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4 Comentarios

  1. Sabrosuras del diario vivir.

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  2. LUIS3/5/13

    Es lamentable que los protagonistas de este relato no lo pasaran bien,sin embargo yo, me reí y lo disfruté de punta a cabo.
    Muy bueno.

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  3. La convivencia humana se encuentra estibada hacia el lado sucio de la fuerza.

    El realismo tiene abundantes cuotas de absurdo. Se sobrevive, se sobrevive, rasguñando, traicionando, allegándose al poderoso de turno. Pero así parece ser la vida.

    Buena narración, estimado amigo.

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