El piano de Jama

Por Pablo Cingolani

Las “pianeras” eran las mulas más fuertes y machas que se criaban en San Pedro, en el oasis, en el medio de la nada de Atacama. Eran capaces de casi todo: cargaron toneladas de congrio seco rumbo a las minas de Chichas, relojes de arena a través del desierto, baúles de joyas que los pescadores hurtaban a los piratas, estrafalarias máquinas, camellos que un general alucinado importó de Arabia para que compitan con ellas.

¡Qué iluso el milico! Los gibosos desfallecían por la puna y se iban muriendo delirando en mahometano y las mulas los regresaban, puro huesos que luego alguien vendía a los museos del sur como reliquias o rarezas.

Uno aseguró, de puro ocioso, que la grasa de la giba del camello era afrodisíaca y a los que sobrevivieron en la costa los carnearon para darles alguna utilidad. ¡Pobres camellos los de Ballivián! Las mulas, no. Antes que arribasen los trenes, lentas pero seguras, treparon lo inverosímil, anduvieron sin cesar, llevando anís para las parturientas, alfombras carmesí para los salones, armas para los rebeldes. ¡Y pianos! Tantos pianos que ya nadie recuerda pero hay uno que tuvo su fama: el Steinway de Jama.


Está tan solo como ese boquete en el cielo a más de cinco mil metros de altura pero aún puede leerse en su despojo de tapa: Steinway & Sons, New York, 1866. Un buen día, un pastor escandinavo lo bajó de un ballenero al muelle de Cobija, alzado en hombros de diez vikingos que olían a cangrejos y a vodka. El hombre de fe aseguraba haber recorrido orbe y medio, dando conciertos y alegría para los paganitos del Japón y demás islas del mar de Okinawa y las tribus de caníbales de los archipiélagos del océano de Cook (sic), y que con las melodías que arrancaba a su piano, todos se inspiraban y encontraban el mensaje del Señor Verdadero, o sea Nuestro Señor —aclaraba. Los lugareños lo escuchaban aunque no le creyesen una palabra: daba igual que oyeran a los petreles.

¿Y ahora, a dónde va? —Le preguntaron sin asombro los del puerto y el nórdico señaló el desierto y más adentro, donde —todos lo sabían— sólo había más desiertos. Y frío, tanto frío como para tapizar el infierno.

Allá, Dios es muy antiguo y ya nadie lo recuerda. No vaya, monseñor —le advirtieron sin fervor— aparte, el frío es mala compañía… —pero el sueco era atrevido y tras jurarles, entre risas, que su madre lo había parido sobre la nieve, se marchó luego de comprar un catalejo, una botella de ginebra y las dos mulas que le vendió sin ganas don Anselmo Vilte: una para montarla él y otra para cargar el piano.

A nadie le importó que se marche pero algunos prendieron velas a San Álvaro, patrono de las arenas, a ver si las mulas volvían. Nunca regresaron.

La historia la terminó de encontrar y de contar un cateador que una noche de rayos, en el viejo hotel de Mejillones, antes del sismo y de la guerra, se quejaba de su mala suerte. ¿Dónde está el oro, carajo? —Gritaba y blasfemaba de puro placer empujando un vino pipeño— ¡Si por esos desiertos de mierda, sólo he encontrado un piano! ¡Por Salomé y por todas las putas del burdel La Gloria de Valparaíso, dos años vagando y nada de oro! ¡Sólo un maldito piano!

Uno que lo escuchó, y sabía, lo interrogó con secreta impaciencia. Por los lados de Jama —empezó a decir el forastero mientras jugaba con su copa—, había mucho azufre y piedras de los volcanes y un piano hecho pedazos, un catalejo roto y dos cadáveres, mejor dos momias: la de un hombre y una mula pero oro, nada…

¡Ni una pizca de metal para emocionarse! —Prosiguió tras despacharse un sorbo que hubiera apagado o desatado un incendio—, el hombre se había refugiado y ovillado debajo del piano y la mula estaba atada a una de sus patas. Los dos estaban quemados, por congelamiento. Debieron sufrir…

En las alforjas del muerto, el cateador encontró poca cosa, la mayoría inútil: una navaja oxidada, una botella vacía y tóxica, una biblia en idioma incomprensible, unas cartas que usó para prender fuego: ni tola, ni yareta, ni nada que encendiese había por esos lados.

Lo acuciaron: ¿Sólo encontró una mula? Sí, una sola. Ah! —Fue un destello— la momia de hombre tenía un anillo pero no valía nada: lo cambié por un kilo de charque en Susques. Le contaron el recuerdo del sueco luterano y delirante que buscaba llevar la música de Dios a los desiertos y de las dos mulas: la pianera y la otra.

—Se la habrá comido, si de Jama hasta el diablo se ha ido...—dijo el minero y suspiró y luego encendió un cigarro y no se dijo más.

Pablo Cingolani
Río Abajo, 9 de junio de 2013

Publicar un comentario

2 Comentarios

  1. Buen texto, muy interesante. Lecturas como esta despiertan orgullo regional.

    ResponderEliminar
  2. Dar a conocer las cualidades afrodisiacas de la grasa de mula es un riesgo para la continuidad de la especie. Pobres animalitos!

    ResponderEliminar