Cabo furriel

ENCARNA MORÍN -.

Llegó a las Islas Canarias en plena guerra civil española. Con todo, era un buen destino ya que no estaba en primera línea de fuego. Malamente tenía noticias de la familia puesto que por entonces las comunicaciones eran lentas, muy lentas. Suponía que sus hijos habrían crecido y que su mujer les habría sacado adelante. Era una buena madre y muy luchadora, pero en estos duros momentos en los que todos vivían, ser fuerte y valiente no era suficiente. 

Le destinaron con su batallón, en un campamento provisional, en aquel rincón de la isla de Lanzarote perdido de la mano de dios, cuando ya la guerra casi llegaba a su fin. A él le había tocado ser el cabo furriel. Repartía los suministros y organizaba las raciones de la comida. A veces se aburría y salía a coger un poco de aire por los alrededores, aunque los vecinos le miraban de reojo y con desconfianza. Hablaban bajito y hasta juraría que le tenían miedo. Eran los momentos en los que extrañaba intensamente su casa y su tierra, su vida anterior en la que era un simple mecánico.

Junto al acuartelamiento, que estaba en el centro del pueblo, vivían diferentes familias en casitas agrupadas rodeadas por una huerta cada una. No había reparado en la mujer joven que cada tarde iba a poner comida a sus cabras hasta el día en que vino la niña a dar con él. La hija de la señora Encarnación se le acercó para pedirle un poco de arroz para su madre enferma. Era lo único que pedía, un artículo imposible de conseguir por entonces en casa de los pobres. Un poco de arroz para hacerle un arroz con leche a su madre, eso fue lo que le dijo la niña. De pronto pensó en su hija y supuso que tendría más o menos esta edad. No pudo negarselo, aunque le pidió discreción. Ni pensar en la que se le podía venir encima si se llega a correr la voz.

A partir de entonces reparó en aquella buena mujer que vivía sola con sus dos hijas y trabajaba incesantemente, a pesar de que decían que estaba enferma. Un día le dio las buenas tardes y se interesó por su salud, otro conversaron acerca del mal tiempo, de las familias y de cosas aparentemente intrascendentes, pero que a él le ayudaban a sentirse humano pese a aquella malvada guerra donde todos eran el enemigo.

A ella le venía bien aquel ratito de charla, que había dejado de ser una obra de caridad para convertirse en un momento de cercanía sincera. Si fuera su mujer, él no la habría abandonado. Era una persona muy especial. Decían que su hombre se fue a La Argentina y que no había vuelto, pero que tampoco le escribía ni le ayudaba con dinero. Por eso ella trabajaba tanto y hasta había enfermado de una bronquitis mal curada que terminó en tuberculosis. Para la gente del pueblo era casi una apestada, aunque nadie lo reconociera abiertamente. 

La cara de felicidad de aquella niña con su bolsita de tela con el arroz para su madre, habría parado mucho antes aquella guerra y cualquier otra guerra venidera. Era directa y clara. Muy decidida para conseguir lo que quería. 

El día en que Encarnación, mi abuela, no pudo salir más a poner por su mano la comida a sus cabritas, el cabo furriel viajaba rumbo a la Península en un barco militar llevándose los paisajes de la isla en sus recuerdos y conservando intacto el gran pedazo de humanidad que permanecía en su alma, pese a haber sido reclutado en una injusta guerra entre hermanos.

Mi abuela no pudo moverse más de la cama porque sus fuerzas se lo impedían y a partir de ese instante se aferró a la idea de esperar al cartero cada día con noticias de Argentina. Esas noticias jamás llegaron, pero entre otras cosas ella enseñó a sus hijas a leer y escribir desde la cama. 

Por ese gesto de arrojo yo pude estudiar ya que según mi madre, la niña del arroz, si la abuelita Encarnación pudo enseñarla a leer estando enferma, ella que gozaba de buena salud tenía el reto de enviar a sus hijas a la universidad. Y eso hizo, con la misma determinación con la que fue a pedir el arroz aquella tarde al cabo furriel.

Fotografía: Fernando Van Rousselt

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2 Comentarios

  1. Conmovedora historia y muy bien escrita, mi querida Encarna.

    Un abrazo fuerte

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  2. Los ecos de un buen acto se pueden extender a lo largo de mucho tiempo, he aquí una prueba simplemente emotiva.
    Buen relato, abrazos!

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