Sixto el de las sillas

ROBERTO ÁLVAREZ QUIÑONES -.

Encabezado por “Tres Pelos” —andarín callejero que de todas formas quiere ser alcalde del pueblo para ponerle techo al parque y hacer un balneario en el lago salvaje de La Turbina— mi villa natal, Ciego de Avila (centro de la isla de Cuba) tiene  un envidiable patrimonio de personajes tan pintorescos que forman parte del paisaje, la historia y el folklore local.

 “Sixto el de las sillas” —el apellido nadie lo sabe, pero no hace falta—es uno de los más conspicuos en esta entrañable patria chica mía que a mediados de esta centuria XX puja por un futuro que todos ingenuamente imaginamos mejor. Por su aspecto, sus agachados ojos verdiazules y cierto acento que él ha “aplatanado” estupendamente, su origen apunta a las Islas Canarias. Rebasa ya la media rueda (cerca de 60 años) y es el clásico “flaco desgarbao”. Con una eterna guayabera blanca, algo trajinada, va siempre tocado con un inexplicable sombrero aun en la noche profunda.

Una incipiente “maleta” (muy ligera joroba) en la alta espalda no le impide caminar raudo y veloz para cobrarle a sus clientes. Su negocio es tan inaudito como boyante. Al ser remodelado el  parque central José Martí (que fuera la Plaza Alfonso XII en la época colonial) a fines de los años 40 y convertirlo en el único parque de Cuba con piso de granito, solamente fueron colocados escasos bancos. Ni corto ni perezoso el avispado Sixto consiguió una “gracia municipal” para inundar la plaza de sillas de hierro que pagó con su dinero, las que fijadas y enlazadas entre sí forman una hilera que da la vuelta al parque cual cinturón verde del reposo.

Cuando Sixto advierte “artrosis” para meter la mano en el bolsillo y pagar los cinco centavos que cuesta sentarse en la silla, espeta sin mucho protocolo: “Andando, andando, que aquí el que no paga se va…”.  No da  recibo alguno,  pero goza de una memoria sideral. Fija los rostros de tal manera que nunca intenta cobrarle a quien ya pagó.

Pero la cosa no termina ahí. Es la costumbre  velar a los fallecidos en sus propias casas. Y claro, se necesitan sillas para las decenas de parientes y amigos del occiso que acuden a rendirle tributo póstumo. Es Sixto quien suministra las sillas plegables de madera a los velorios, y de paso a las funerarias Piriz y Massiá.

Así, su quijotesca figura ha devenido ave de mal agüero. Cuando alguien está a punto de pasar a mejor vida, o la negra parca homérica engancha a algún desdichado, al instante aparece Sixto en escena ofreciendo sus servicios.

¡Llévatelo, viento de aguaaaa…!

Para los más aprehensivos, ver a Sixto pasar por delante de su casa es un terrible presagio y se persignan alarmados. Los más atrevidos se desahogan y le gritan: “¡Sixto, solavayaaa!”,  “¡Llévatelo, viento de aguaaaaa!”.

En el parque, quien no tiene la suerte de pescar un banco y quiere sentarse tiene que entendérselas irremediablemente con Sixto. Esa plaza principal es el corazón de la ciudad y centro gravitacional de la juventud avileña. Para los varones es un regalo del cielo, pues nos deleitamos con el más deseable desfile femenino que se pueda imaginar. No es un secreto que las avileñas, junto a las camagüeyanas, se pasean entre las mujeres más hermosas y mejor “torneadas” de la isla. Suerte que tenemos ¿no?

Como las chicas caminan y dan la vuelta al parque en sentido contrario a las manecillas del reloj y los varones lo hacemos al revés, ambos bandos nos vemos de frente todo el tiempo. Siempre a la búsqueda de alguna sonrisita o miradita estimulante que nos dé la “entrada”. Si así es, cambiamos ipso facto de dirección y guardando bajo la manga los complejos nos sumamos con nuestra damita a la marea femenina que bojea el parque sin cesar.

Los jueves, sábados y domingos, hay retreta a cargo de la Banda Municipal de Música, fundada en 1912 por el alcalde Don Adolfo Morgado (hermano de mi abuela, quien me decía que los mejores alcaldes de Ciego habían sido su hermano, y antes su padre Don Jesús), y cuyo director es un viejo cascarrabias, pero que conoce de maravillas su oficio. Son muy buenos músicos y el clarinetista, Díaz de apellido y padre de un amigo mío, yo diría que es un virtuoso . Varios de ellos integran también la orquesta Intermezzo, orgullo avileño, y que con un magnífico arreglo ha hecho una creación del cha-cha-cha “Rico Vacilón”.

Con su traje gris almidonado estilo Venustiano Carranza, el conductor de la banda es todo un personaje cómico de zarzuela, por sus maneras, su apasionado estilo barroco y por sus “malas pulgas”. Los muchachones le buscan la lengua: “Director, toquen El yerberito moderno de Celia Cruz”; o “El bombín de Barreto”. Otros le piden “Tutti Frutti”, de Elvis Presley, o el cha-cha-cha “El Bodeguero”, una rumba, o la conga “Aé la Chambelona”. La respuesta más refinada que el singular maestro da, batuta en mano, es : “Váyanse a joder a casa del carajo…”.

Cuando uno lleva ya 7 u 8  vueltas completas al parque, es hora de caminar un rato por la calle Independencia --principal arteria comercial-- para ver las luminosas vidrieras y seguir recreando la vista con las exuberantes  jovencitas también escapadas de la plaza.

Ellas animan fantásticamente el ambiente a lo largo de cinco cuadras, desde la tienda La Americana hasta el Hotel Rueda, pasando por decenas de tiendas, incluyendo instituciones bancarias de nivel mundial —como The Royal Bank of Canada, donde trabaja mi padre—, y la tienda de un tío mío, “El Lazo de Oro”, en la que no hace mucho me escondí huyendo de la policía, que nos cayó atrás dando vergajazos a diestra y siniestra durante una manifestación estudiantil en la que casi lo único que gritábamos era “¡Abajo Batista!, ¡Abajo la dictadura!”

Tiendas de  todo tipo, cafeterías, restaurantes, bancos, clubs sociales, hoteles, heladerías, ‘night clubs”,  constituyen en realidad todo un “mall” (aunque la palabrita aún no se ha inventado) de  medio kilómetro de largo a ambos lados de la calle, con ramificaciones en las calles transversales. Es uno de los más grandes y bulliciosos del interior de la isla y ello expresa el dinamismo económico de una urbe de apenas 60 mil almas.

De regreso al parque, uff, ya se hace imprescindible sentarse. Somos mocetones, pero igual los pies echan candela. Como encontrar un banco gratis es sacarse la lotería, casi siempre hembras y varones a regañadientes recalamos en los brazos del viejo Sixto.

Para quienes estudiamos el bachillerato en el Instituto —prendados de  ensueños patrióticos— pagar por sentarnos en un parque público es algo escandaloso. Que pague la madre del alcalde, o su abuela.

Además, no es ninguna gracia regalarle 5 centavos a Sixto, equivalentes a una Coca-Cola fría en el Ritz, un barquillo de helado de “El Japonés”, cuyos carritos peculiares con techo y sus   paleticas de chocolate pululan en torno al parque; o la mitad de un delicioso batido de mamey o guanábana, o de la entrada al “gallinero” del Cine Carmen para ver desnuda a Brigitte Bardot, o  Martine Carol.

Por eso muchas veces, si no estoy acompañado de alguna ninfa, al ver a Sixto en el horizonte me evaporo. Y sin que logre oírme también le grito bajito “Llévateloooo...”. Sí, porque   cuando más extasiado y cómodo estoy vacilando las muchachitas, ¡zas!, se acabó la fiesta. 

Hoy, seco ya de darle vueltas sinfín al parque, tuve la suerte de ligar una silla junto a dos buenos amigos y colegas: “Bola de Pelo” y Toti.  Pero tenemos que estar muy alertas para dar el grito de ¡Tierraaa! tan pronto se acerque el viejo con la mano extendida.

Y ustedes qué”, nos dice a traición una voz media rajada, inequívoca para los tres. El fantasmagórico cobrador nos ha sorprendido in fraganti, ¿cómo pudo?

Sixto, estamos muy cansados, le damos nuestra palabra de que dentro de un ratico nos vamos…”, le digo.

Mirándonos con sorna nos responde sin medias tintas: “Miren, jovencitos, yo puedo ser el abuelo de ustedes y no paro de caminar; vamos, que andando se quita el frío…”.

Pero es tanto nuestro cansancio y a la vez nuestro disfrute del entorno fenomenal, que sin pensarlo mucho le damos al César lo que es del César. No es la primera vez, ni será la última, que “claudicamos”. Einstein, y Ramón de Campoamor antes que él, tenían razón: todo es relativo y tiene que ver con el color del cristal con que se mire.

Pensándolo cartesianamente, bien barato resulta un “níquel” (5 centavos de dólar)  si nos da derecho a degustar desde un balcón metido dentro del escenario mismo el desfile de tan apetitosas trigueñitas, rubias, castañas, pelirrojas y mulaticas, todas hechas a mano, que picaronas nos restriegan su  sexappeal casi rozando nuestros pies.



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3 Comentarios

  1. Excelente crónica; me ha tocado muy de cerca, porque de manera igual sucedía en mi pueblo, Victoria de las Tunas, en Cuba. Me sentí en el parque Vicente García, viendo a las muchachas pasar, regalándonos sonrisas y señas, y también oyendo a la Banda Municipal tocar zarzuelas y danzones, boleros y cha-cha-chá. Conozco a Roberto Alvarez Quiñones y sé que además de ser un estupendo articulista de lo político, económico y social es, como se puede ver aquí, un gran cronista. Gracias Quiño por regalarme tan buena imagen del antiguo Ciego de Avila cubano y hacerme recordar mis andanzas de adolescente, Manuel

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  2. Aunque desde muy lejos (Santiago de Chile) y sin tener el placer de conocer tu patria me imaginé caminando por ese lugar que tan bellamente describes.Pasear por su parque, por sus calles y conocer algo de su gente y a ese personaje tan característico que sin duda pasará a ser parte de las tradiciones del lugar.

    saludos..

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  3. Nos transportaste a Ciego de Ávila, a otra época, mediante una sabroso y envolvente estilo, y no nos dimos ni cuenta.

    Notable escrito, estimado Roberto.

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