Dedos Rotos

Por Juan Pablo Jiménez

“Mi canción no es neutral
ni la canto a mí mismo.
Por eso tiene amigos y enemigos”
(Alí Primera)

¡”Canta ahora poh, concha tu madre!... ¡Canta ahora poh, comunista culiao!”, le decía el “Príncipe” con su estampa nazi y sus ojos de volcán.

Le habían hecho pedazos las manos a culatazos y quebrado varias costillas a patadas. Recibió una orden del “Príncipe” y de nuevo pensó en el pueblo y con las manos como arañas le sacó versos a su guitarra.

De su garganta quebrada brotaban palabras quebradas. El “Príncipe” se reía y con bototos que parecían tanques volvían a chocar con sus costillas.

Su guitarra era un camino. Pensaba en Joan, en Manuela, en la dulce Amanda. Recordaba a Amanda…

Su canto era libre en medio de la masacre. Afuera Chile se caía como un castillo de naipes. Los dedos rotos eran de nuevo su arma. Su bandera. Su lucha. El volantín. La palomita. El derecho de vivir en paz, carajo. Los recuerdos y todas esas esperanzas que con su agonía se hacían más vivas.

“Canta poh, concha tu madre… Canta esas mierdas marxistas… ¿De qué te sirvieron esas mierdas marxistas?!! Ah!!”, decía el “Príncipe” y acariciaba su metralleta como si se estuviera masturbando.

Lágrimas y sangre. Una mezcla. Lágrimas con la sangre de los culatazos en la cabeza corrían por sus mejillas como corre un río, como corre el futuro, como corre un viento tibio y dulce del verano allá en Lonquén.

Los dedos rotos eran el Chile quebrado y su canto, la esperanza que algún día se materializaría. Callaban su voz y la hacían más fuerte. Lo pateaban como a un saco y su canto traspasaba fronteras. Automáticamente. Se hacían historia sus canciones. Se transformaban en capítulos que resumían a Chile. Golpes de Estado contra Pinochet y los perros rabiosos que tenía a su mando.

Sus dedos rotos eran un homenaje; la última fuerza para Manuela, para Amanda, para Joan, para la gente; el teatro y la música.

De los labios reventados florecían versos, poemas, belleza, luz y guitarras azules. Le cantó al “Príncipe” con esa misma humildad con que le escribía cartas a Joan cuando estaba de gira en Europa.

44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas. 44 balas una a una. Una a una entrando en su cuerpo, como notas de su guitarra. Como las tablas de los escenarios de teatro en las poblaciones. Como cigarritos.

Con su último suspiro se paralizó Chile, la gente, el pueblo, las señoras que vendían empanadas los domingo, los sindicatos, los niños con los mocos colgando.

Su cuerpo parecía una bolsa. Un membrillo machucado. Su guitarra lo lloraba. Un fusil a lo lejos se levantaba y rezaba el Padre Nuestro. 

En medio de la sangre coagulada, de los ojos hinchados, de los labios reventados y las lágrimas de sangre que corrían como ríos, en medio de la muerte y la ausencia del aire, una sonrisa ancha se dibujaba en su cara.

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