Van Cliburn, héroe de la Guerra Fría

PABLO MENDIETA PAZ -.

En 1958, en el súmmum de la Guerra Fría, la Unión Soviética inauguró el Concurso Tchaikowsky de Moscú reservado principalmente a los grandes intérpretes de piano de las diferentes naciones que conformaban la URSS, y a todo otro pianista del extranjero que diera realce a tan significativo acontecimiento que abría uno de los escenarios de mayor jerarquía entre los célebres concursos mundiales de piano. En el registro de candidatos, sólo un artista ajeno a la órbita socialista se inscribió al mismo, aunque su presencia provocó un remezón en el Kremlin, en el jurado y en el público, pues era un joven concursante oriundo de… Texas, Estados Unidos.

Se trataba de Harvey Lavan Cliburn Jr., conocido como Van Cliburn, nacido en Shreveport, Louisiana, el 12 de julio de 1934. Su madre, Rildia Bee O'Bryan, había estudiado en Nueva York con Arthur Friedheim, alumno de Liszt. Cuando Harvey cumplió los tres años de edad, ella, apercibida de sus prodigiosas manos, señaló en definitiva el destino musical de su único hijo, y a los 13 años Van Cliburn ya había tocado con la Orquesta Sinfónica de Houston el Primer Concierto de Tchaikowsky. En pleno ejercicio de su naciente carrera, el pianista norteamericano había rehusado someterse a otra enseñanza que no fuera la de su madre a quien le tenía verdadera veneración. “Mi madre tenía una voz magnífica –decía-, a tal punto que me explicaba siempre que el primer instrumento es la voz humana. Mientras uno toca el piano, hay que extraer de él el canto más sublime, ´el oído del sonido`, mencionaba ella cálidamente”. Sin duda que la receta de su madre, asumida por van Cliburn como una incontrastable verdad -dada la reverencia hacia su progenitora-, multiplicó superlativamente su connatural genio. 

De elevada estatura y manos excepcionalmente largas, Van Cliburn poseía el talento natural y una técnica fulgurante, así como un temperamento apasionado que dotaba a sus ejecuciones de un juego espectacular, vivo, pujante, cuyos vibrantes movimientos insinuaban la forma de tocar del pianismo estadounidense de aquella época, una soberbia generación de concertistas entre los que se destacaban Leon Fleischer, Byron Janis, Gary Graffman, Euge Istomin. En efecto, al escuchar ahora a Van Cliburn por el medio de difusión que sea uno se topa con una evidente semejanza de estilo con los pianistas nombrados, si bien se descubre en Van Cliburn un clima interpretativo inigualable que aflora de unos dedos de auténtico elegido.

A los 17 años, luego de comprender que bajo la tutela artística de su madre no llegaría muy lejos, aceptó finalmente estudiar en la afamada Escuela Juilliard de Nueva York bajo la enseñanza de la célebre pedagoga rusa Rosina Lhevinne. Tres años después, en 1954, Van Cliburn ganó, por unanimidad del jurado constituido por Rudolph Serkin, George Szell y Leonard Bernstein, el premio de la Fundación Leventritt. Fue entonces que debutó en el Carnegie Hall tocando el Primer Concierto de Tchaikowsky con la Orquesta Filarmónica de Nueva York bajo la dirección de Dmitri Mitropoulos, en una magnífica exhibición de maestría que le valió la admiración sin reservas de la severa crítica neoyorquina y un contrato en el sello discográfico Columbia Records, cuyos ejecutivos, más adelante, en 1957, prepararon una gira para que Van Cliburn tocara por toda Europa; propuesta rotundamente denegada por Lhevinne a quien le animaba el propósito de que el artista se presentara al concurso Tchaikowsky de Moscú. Así fue.

La presentación de Van Cliburn en el certamen causó en el jurado y en el público sensaciones impensadas. El Concierto para piano nº 1, de Tchaikowsky, y el Concierto para piano nº 3, de Rachmaninoff, ejecutados por el joven artista de 23 años, fueron aclamados durante ocho prolongados minutos. Los críticos, justos e imparciales –que valga el comentario-, no ahorraron juicios laudatorios a la magistral ejecución de un genuino “fenómeno” del piano. El presidente del jurado, conceptuado entonces como uno de los mejores pianistas del mundo, si no el mejor, el celebrado Sviatoslav Richter, dijo de Van Cliburn que se trataba de un genio. De tanta espectacularidad y placer estético fue la interpretación del norteamericano que al jurado no le cupo otra decisión que concederle la máxima calificación, en tanto que, en serio contraste, todos los otros concursantes, ya unos auténticos gladiadores de coliseos y escenarios artísticos, y más aún, abanderados del colosal desarrollo cultural de la URSS, obtuvieron un redondo e hiriente cero.

Sin embargo, el sombrío clima de la Guerra Fría conspiró para que a Van Cliburn le fuera entregada abiertamente, sin recelo, y no sin deshonra para los soviéticos, la medalla de honor que lo coronaría como el ganador del primer Concurso Tchaikowsky de Moscú. Ante el revuelo que había ocasionado el veredicto en el propio jurado, en el público y en las autoridades políticas de rango superior que presenciaron el evento, no les quedó a éstos otro expediente que acudir ante el mismísimo primer ministro Nikita Kruschev para que fuera él quien definiera el desenlace de un hecho imprevisible, no político, pero de tono cultural -tanto o más importante-, que sin lugar a dudas hacía tambalear al régimen en la silenciosa guerra con los Estados Unidos.

¿Quién fue el mejor?, preguntó. El norteamericano… Pues entréguenle el premio, enfatizó sin titubear, animado de un talante contrapuesto a su férreo porte como estadista, y sin que primara en él la excesiva y tirante relación entre las dos superpotencias. Ante una decisión de tal magnitud, que relegaba momentáneamente la crucial coyuntura política de tensiones ideológicas y amenazas nucleares que se vivía en aquellos años, Nikita Kruschev, seguramente con la mirada ya puesta en “el deshielo” (apertura y contacto con otras naciones, censura suavizada, y un largo etcétera), sin duda que será recordado en la historia de la música, a raíz de este comprometedor episodio, como paradigma de entereza, rectitud e imparcialidad serena de juicio que, en cierta manera, desvirtúa la agria imagen dibujada en su figura de estadista. 

PABLO MENDIETA PAZ 

A su regreso a los Estados Unidos, Van Cliburn fue el único artista de música clásica beneficiado en 1958 con el tradicional "ticker-tape parade" de Nueva York, reservado sólo a los héroes nacionales, pues gracias a su resonante triunfo en la URSS levantó la moral de los norteamericanos notablemente debilitada tras el lanzamiento del primer satélite artificial Sputnik por la Unión Soviética en octubre de 1957.

La audición de los más antiguos opus en diversos medios de difusión, como los nombrados conciertos de Tchaikowsky y Rachmaninoff, el nº 5 de Beethoven y el nº 2 de Brahms, muestran un piano robusto y virtuoso, rebosante de lozana interpretación. Más tarde, no obstante, comentan sus biógrafos que Van Cliburn fue perdiéndose en programas insípidos: sonatas exánimes de Chopin, empalagosas de Liszt y opacas de Debussy. Para ellos, la gloria de Van Cliburn se sustentaba, más que en la preparación de los ocasionales programas y en sus discos, en la historia que escribió en la URSS.

En rigor, tales opiniones no pasan de ser meras disonancias urdidas en torno al pianista, toda vez que en las audiciones en discos de vinilos, en discos compactos, o en otros medios de divulgación como internet por ejemplo, uno vibra con un genial Van Cliburn, que no sólo golpea las teclas con las manos, sino con el alma, recreando las ocasionales obras que ejecuta como poemas sonoros exuberantes en individualidad propia, y manifestándose como proveedor de efectos brillantes. Más aún, es posible oírlo cantar las melodías con “el oído del sonido”, tal como su madre le sugirió un día.

Van Cliburn, el héroe de la Guerra Fría, murió el 27 de febrero de 2013.

Imagen: Van Cliburn con Khruschev

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1 Comentarios

  1. Interesantísima narración sobre Van Cliburn y el contexto histórico de la Guerra Fría.

    La curiosidad me impulsó a buscar el concierto de Moscú y afortunadamente lo encontré en YouTube. Dejo el enlace.

    http://youtu.be/2lbJZ0GRrKk

    Saludos cordiales

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