Ella quería ser astronauta

ENCARNA MORÍN -.

Llegó a mi clase un día de septiembre. Era nueva en aquel grupo. Su familia se acaba de trasladar al barrio desde una zona rural. Nunca conocí los motivos. Siempre supuse que por causas laborales.

Alta y delgada, tenía una melena lacia que le llegaba hasta los hombros. Pero sobre todo era inteligente, muy capaz para resolver cualquier problema simple o complejo, ordenada, impecable en sus cuadernos y trabajos. Traía siempre la tarea terminada y además investigaba por su cuenta. Todo ello casi impensable en  una niña de diez años. 

Siempre correcta y educada, se ganó inmediatamente mi respeto y el de sus compañeros. Tomaba iniciativas  en las cuales a veces  conseguía implicarnos. Por ejemplo, quiso una vez que hiciéramos una excursión a un lugar en el interior de la isla, que ella conocía bien por haber vivido allí. Nos lo planteó tan segura que parecía fácil y accesible. Era una combinación entre viajar en transporte público, caminar un par de horas, jugar y descansar un rato a la sombra de los árboles y luego retornar a casa de nuevo en guagua. Estaba informada de horarios y rutas perfectamente.

Hicimos aquella excursión y disfrutamos tanto, que nos quedamos con ganas de repetir la experiencia. Julia iba delante conmigo y, como una adulta, nos decía cuanto camino quedaba, por dónde había un atajo y en el lugar preciso en el que el arroyo se convertía en una pequeña cascada. Ese día me contó que de mayor quería ser astronauta, yo no lo dudé ni un instante.

Esa ruta la repetí otras muchas veces con diferentes grupos de alumnos, siempre teniéndola presente en mi pensamiento y preguntándome dónde estaría. Cuando terminó el curso cambió mi destino, y no volví a verla por muchos años. Sin embargo no la olvidé jamás. Era tan resuelta, tan decidida, tan dialogante, tan creativa…

Aquel curso escolar estuve embarazada, y ella fue precisamente la portavoz de la clase que vino a visitarme a casa cuando nació mi bebé. Habían juntado unas monedas para entre todos hacerme un regalito. Julia organizó todo con mucho sigilo. En una ocasión, estaban reunidos y al llegar yo a la clase, me pidió que por favor esperara un momento fuera, porque estaban decidiendo algo que les afectaba solo a ellos.

Unos veinte años más tarde, en una conversación casual, escuché su nombre y sus apellidos, por tanto volví a tener noticias suyas. Era policía nacional, me dijeron. Yo la imaginaba en alguna carrera técnica ya se le daban muy bien las matemáticas. Pero andaba por otros derroteros. La persona la definía como una agente que se portaba “peor que un hombre” a la hora de imponer su autoridad.

Eran unas fiestas navideñas cuando me la encontré de frente. Hacía la ruta por la zona comercial con un colega para disuadir a posibles ladrones. La niña delgadita se había convertido en un pedazo de mujer hermosa, que se hacía evidente aún bajo su uniforme policial. Conservaba su larga melena, ahora de un rubio intenso.

Nos saludamos, se alegró de verme, me presentó a su colega y yo sin embargo la sentía “diferente”, como un poco ausente. Me preguntó en qué colegio estoy ahora y le dije el nombre del barrio en el que trabajo. Ahí se alteró un poco.

-Hay algunos gamberros de cuidado en ese barrio. De vez en cuando nos toca hacer la ruta por ahí. Se ponen un poco chulos no creas, les salva que es de día y hay gente mirando, que si no les soltaba un par de guantazos que se les iban a quitar las ganas de protestar.

En este punto de la conversación ya no supe que decir. Buscando una salida airosa me dirigí a su colega y le dije:

-Julia era la mejor alumna de mi clase, una niña especialmente inteligente y capaz, la verdad es que pudo haber estudiado cualquier carrera con éxito.

El compañero la miró con cierta cara de sorpresa, sonriendo. Ella puso ojos y gesto de “Qué quieres que añada…ella lo ha confirmado”.

La siguiente vez que vislumbré su melena fue en la televisión. Desalojaban a un grupo de acampados por el 15M, y  estaba entre los antidisturbios. Supuse que era ella pues el pelo rubio escapaba bajo un casco que no era precisamente espacial.

Y la penúltima vez que escuché un nuevo comentario relacionado con Julia fue para decirme que había violentado a un adolescente, esta vez en público. Entre los testigos estaba la propia madre del joven que asistió atónita a un espectáculo esperpéntico. Su hijo tenía la pinta de ser un poco desastroso, pero de ahí a aguantar gritos, insultos, golpes y empujones…eso eran palabras mayores. Todo hizo suponer que esta vez Julia se había confundido de “delincuente” puesto que vociferaba el nombre de otra persona.

Fue expedientada y sobre su cabeza pendía una suspensión de empleo y sueldo por abuso. Más bien por hacer de brazo ejecutor de la ley, lo cual era una idea que ella parecía no tener muy asumida.

Durante todo el tiempo que duró el proceso, el menor fue interceptado en la calle por la policía en varias ocasiones y pasaron algunos incidentes “casuales” a él y su familia. De ninguno de ellos quedó constancia ya que solo mediaron palabras en esta ocasión.

Una semana antes de la vista, Julia personalmente le abordó en la calle para pedirle que retirara los cargos. Parece que a base de insistir e intimidar, finalmente logró que el chico no declarara en su contra, reduciendo de esta forma los meses de sanción que aun así, le cayeron.

Me olvidé de ella, esa es la verdad. Pero hace dos días la divisé entre un grupo de colegas. Me miró sin verme. Yo era una más de los miles de personas que nos manifestábamos por la calle principal a una hora razonable, con un permiso de por medio y de forma pacífica. Esto es lo que llamamos democracia en este lado del mundo: que legitimemos cada cuatro años a los que luego impunemente arremeten contra el pueblo soberano a golpe de decreto. Total, dicen que les hemos “elegido” y que les respaldan las urnas. Si no compartimos sus decisiones, podemos manifestar nuestra discrepancia por medio de las vías “civilizadas” de las que dispone el sistema. Ellos se reservan el derecho de hacer oídos sordos.

Para que nadie se salga del guión la manifestación es custodiada por coches blindados, por policías apostados en la calle y a veces, por un helicóptero que planea gastando una pasta en combustible.

Ayer me tocó repasar con mi hijo un tema de geografía  económica y en medio de los términos: factores de producción, medios de producción, capital, agentes económicos, globalización... me sentí una casi defensora del Estado cuando repetía la definición del libro: “Interviene aplicando leyes que regulan el mercado para prestar servicios tales como la sanidad, educación, transportes públicos etc.”

Y yo estuve el día anterior en una manifestación para mostrar mi desacuerdo con una ley de educación clasista, segregadora, injusta y dictatorial. Una ley que pretende poner puertas al campo, dejar que los hijos de “pueblo soberano” sigan siendo mano de obra barata. A falta de apoyos, se ampara en la Iglesia, facilitando que desde las escuelas se adoctrine al alumnado siempre que sea católico.

Y allí estaban Julia y sus colegas, vigilando el ganado. Me pregunto en qué parte del camino se quedó aquella niña llena de lucidez. ¿Habrá tenido algo que ver su gran inteligencia? Arribar a un mundo que se codea con la violencia ¿es capaz de estrangular al alma más sensible? ¿Se vio abocada a buscar cualquier salida laboral por pertenecer a la clase trabajadora?

¿Qué habría pasado si se llega a producir un “disturbio” en la manifestación? ¿Habría cargado contra mí? Claro… lo podía haber hecho puesto que en ningún momento se habría percatado de mi presencia, ya que al igual que el resto de manifestantes, yo tampoco tenía rostro.

 Fotografía: Kristhóval Tacoronte

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1 Comentarios

  1. La vida nos cambia, tantas cosas pueden pasar en medio y cambiar de destino.

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