Los libros...

CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.

¿Qué queda de los pueblos? ¿Historia? Literatura. Acceder a esa maravillosa ciencia, disciplina, entretenimiento, que es la Historia, abre las puertas del infinito. No únicamente en el sentido de comprender, a través de su dinámica, las veleidades del presente y las posibilidades del futuro, sino también, y sobre todo, como un paseo por un misterioso mundo de sorpresas. En ella hay complejidades, abstracciones, y los hechos que parecen concretos son susceptibles de interpretación.

Luego de haber leído durante cuatro décadas acerca de la Revolución Francesa, no alcanzo a encontrarme o decidirme ante un personaje como Robespierre. Parece que aquellos años de 1789-1794, hasta el 9 Termidor, no bastan para retratarlo en la integridad de su existencia (ni a Dantón, Marat o Desmoulins). Siempre habrá quien lo cuestione, lo defienda, lo execre, idolatre, porque no se trata de canicas sino de vidas, y este arabesco de vivir se asocia de manera infinita a tantas ramas del conocimiento que descubrir es a veces inventar, o viceversa.

Fouché, el malquerido, ejemplo de arribismo e intriga, era admirado por Balzac. Y Stefan Zweig no desmerece sus dones de político, llegando a influir en el lector para acomodarse con Fouché ante la soberbia del pequeño Napoleón.

Otra fuente de la historia es la literatura. En novelas, poemas (Camoens), ensayos, cuentos, hay la posibilidad de comprender, en tiempo y espacio, los acontecimientos que hacen cronología. Embriagarse con la horda turca camino de Europa suele ser más llevadero y llamativo en las páginas de Ismaïl Kadaré; casi magia en las novelas históricas de Henrik Sienkiewicz, cuando y desde las riberas del Dniester se percibe Moldavia, mientras la tierra tiembla porque los otomanos se han puesto en marcha desde la mítica Edirne, y las avanzadas tártaras corretean por la Dobrujda ágiles como flechas de cáñamo.

A veces la literatura rescata aquello que la historia desdeña. Enterarse de lo que hacía el ejército napoleónico en Dalmacia difícilmente se podrá encontrar en los textos escolares, aun en los sofisticados. Pero Ivo Andric sobresale los acontecimientos tal vez triviales a ojos de un historiador y funda una novela plagada de asombro, cómo en Bosnia, y de manera fugaz, fraudulenta, jocosa, austríacos y franceses ejercitaban pulsetas que eran sangrientas allende los bordes de la Herzegovina.

La Guerra del Chaco tiene un clásico en "Masamaclay". Y sin embargo jamás es tan vívida como en los cuentos de Augusto Céspedes o en el "Repete" de Jesús Lara. Cuando la Historia suele no encantar, cede su espacio a la Literatura que, carente quizá de lo analítico de su compañera, es cercana en la vivencia y posiblemente mejor comprendida. Un hecho como la oscura revolución de 1832, París, se eterniza para todos en la obra huguiana. Sin Hugo sería una asonada sin mayores pinceles.

Aunque seductores los relatos acerca de la Voluntad del Pueblo, o de los diversos grupos extremistas que pululaban por las tierras rusas, es en "Los Demonios" de Dostoievski donde el lector común encontrará detalles del malestar social de entonces. Como Graco Babeuf adquiere faz en Ehrenburg, el nihilista lo hace en Dostoievski, y el idealista en Leonid Andreyev. Los personajes creados por estos literatos, algunos reales, otros ficticios, y otros calcados, modelan las pautas por las cuales percibimos los hechos históricos.

Castelli y Rosas en Andrés Rivera. Sucre en Ramón Rocha Monroy.

09/08/09
Publicado en Puntos de vista (Los Tiempos/Cochabamba), agosto 2009
Imagen: Edirne, antigua Adrinópolis

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3 Comentarios

  1. La literatura debería ser la fuente más considerada de la historia, creo que tenerla muy en cuenta puede hacer la diferencia. Muy buen texto, comparto.

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  2. Hay novelas que son históricas e historias que parecen novelas, una y otra nos nutren en forma similar, y nos ayudan a tratar de entender el presente, pobre los pueblos que dejan de nutrirse de estos elementos maravillosos, que son la historia y la literatura.

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