Pantalones viejos

JUAN PABLO JIMÉNEZ -.

“Hace años que mi cara
no me sorprende ni
siquiera cuando 
me corto el pelo”

Almudena Grandes

A veces, cuando tengo pena, compro un par de libros. También cuando tengo rabia, cuando me han pagado un cheque extra, cuando paso a pagar la luz. 

En las tiendas ya me ubican. Incluso tienen cierta certeza de los autores que frecuento. Y tal como se afina el olfato para encontrar discos en oferta, pasa algo similar con autores desconocidos y libros que resultan ser unas joyas, que tal vez vendieron poco o casi nada, pero que son joyas al fin y al cabo.

Me tiritan las manos. Me atrae el color de una portada. Casi siempre la primera frase del libro, cómo comienza la historia. Como aquellas novelas que comienzan por el final. “Yo soy Juan Pablo Contreras, el escultor que mató a María Farías”. 

Huelo las páginas cepia de los libros antiguos en ferias de libros usados que son siempre casi más caros que los nuevos. Doy cheques a fecha. Pongo un pedazo de mí al apostar por un autor nuevo. Me emociono cuando descubro una obra inédita de un autor amado.

Me ha pasado que he querido abrazar a la muchacha que me ha vendido un libro que esperé por tanto tiempo o al viejo librero de Valparaíso que me regala una reliquia por dos mil pesos.

Me reflejo, como en un espejo. Cierro los ojos, para ver que están ahí. Antes robaba libros todas las semanas en San Diego en los tiempos paupérrimos de la universidad. Hoy ya no hago eso: pago por esos libros como para devolverle al destino esas obras de papel que tomé algún día prestadas.

Hay una montaña en el velador. Hice una vez una promesa: no leería jamás varios libros al mismo tiempo. Duré menos de un mes. Son varios los que están comenzados. 2 siempre en la mochila. Algunos que son devorados ante la sorpresa de que salieran al mercado o los encontrara en canastos por 990 pesos.

Paro en un kiosco y los compro. Los traigo de otras ciudades. De otros países. En sacos. Me cuidan. Me acompañan. Tengo pantalones viejos y chaquetas que no me cruzan y al mismo tiempo una biblioteca que crece todas las semanas.

Entro a una librería como entrar a un bar a emborracharse: los libros son el vino. También allí hay malas juntas. Recuerden que he declarado que en el infierno hay librerías.

Qué sería de mí sin un libro en las manos, en la mente, en el recuerdo, en mis intenciones, en medio de la vida misma cuando ésta apesta o nos regocija.

Hay de toda calidad y toda calaña. Escritos por mujeres, hombres y andróginos. Buenos y malos. Aunque no soy quien para decir que un libro es bueno o malo. Es no más. Existe. Y con eso basta.

Me tiritan las manos en los canastos olvidados, en el estante que nadie ve en el Jumbo, en la Feriamix y su grandísima idea de vender libros ante la baja venta de discos.

Los discos. Ya les hablaré de los discos.

Publicar un comentario

1 Comentarios

  1. Comprendo y comparto tal cercanía con los libros, estimado amigo.

    Felices fiestas

    ResponderEliminar