Cata, Max y el Danubio

ROBERTO BURGOS CANTOR -.

Los días pasan y nada hay que perdonar.

La primera vez que los vi era invierno. Después del silencio que acalla todo. Resonar de tifón del cielo. Caía la primera nevada en Viena y aún era noviembre.

Los vi: abrigados se enrollaban en ropas del grosor de alfombras y todavía caminaban con los pasos inciertos de quien perdió el horizonte. Lo habían perdido cuando la región del Sinú, donde vivían, empezó a hervir de amenazas, despojos, muertes. Con los restos de la vida disminuida, la jaula del pájaro vacía, lo alcanzaron a liberar, los bienes abandonados, se miraban desconcertados.


Cata, con el talismán del amor de ese hombre, Max, a quien amaba sin condiciones; y él con su acordeón, tres pitos de repuesto, y el peso de una incertidumbre que lo devastaba.

Los refugiados sufren de lo mismo que las efímeras fortunas de los humildes. Un gol. Una pelea de boxeo definida por un golpe. Un billete de lotería. Un batazo a lo profundo. Los acompaña la gritería solidaria y al poco pasar se vuelve a la noria. El inhumano anonimato que antes derrotaban el tendero, el panadero, los amigos, siempre pocos, las enamoradas de sonrisa de riesgo. De héroes se desmoronan en los escombros de la inhumanidad.

El amor destapó un volcán en el corazón de Cata: la política, una voz para los silenciados y aprendió ese idioma que la igualaba y le permitía ser sin interpretes. Le encantó una palabra que desconocía y percibió en los mochuelos: Vorfreude. La alegría anticipada. Y recorrió foros contando las verdades de la existencia sin las consolaciones de la teoría.

Max abrió su acordeón y su voz de vaquería arrulló en salones y parques a tantos seres que todavía tenían los sueños inundados de sinfonías y sonatas. Como en el Sinú supo desentrañar las miradas y las emociones de la piel pálida y lisa, el cabello rubio, o los injertos del Este con pelos de ardilla y piel color de corteza de
roble.

Los breves veranos en que el vino joven se derramaba sin esfuerzo fueron insuficientes para alimentar las tristezas del exilio, sus miserias innombrables. Cata aumentaba su actividad. Max escarbaba en la nostalgia y se ponía a fabricar utensilios de cocina. Las canciones que le dieron fama no volvían a su inspiración. La corriente domesticada del canal del Danubio no lo acariciaba con la fuerza desmadrada de los torrentes del río Sinú, sus islotes de taruya, los árboles descuajados.

Hoy la política de restitución les permitió volver. Ya Cata y Max no están cogidos de las manos. Ella va plena de vorfreude a los fandangos de velas y de azar. Participa en el esfuerzo de devolver la esperanza y la dignidad a tantos colombianos.

Max retornó a las notas de su acordeón. Sabe que allí hay claves de entendimiento. Y propone.
Nota bene: Este Baúl para Pablo Nicolás por aprender de fandangos.

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