Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño

CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.

"Nocturno de Chile" marca mi primer encuentro con Roberto Bolaño. Había estado leyendo a Poniatowska, Pérez Reverte, Paola Kaufmann. Pérez Reverte deslumbró con su manejo extraordinario de los hilos de la novela; Poniatowska no ha cambiado mucho; su talento, como su persona, es plácido.

De la bella Kaufmann poco puedo decir ahora.

Como hecho anecdótico anoto que Roberto Bolaño ha sido recién traducido al inglés, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido. "Los detectives salvajes" tuvo una soberbia crítica en el Book Review del New York Times, y "Nocturno de Chile" lo mismo en las islas británicas. Excesivo retraso para un autor que quizá no tenga par entre los de su generación. Bolaño, como alguna vez Faulkner, no andaba a la caza de fama y fortuna. Su ácido humor afirma la presencia de un infinito desdén por la gloria.

Bolaño se me asemeja una bofetada al insulso "realismo virtual", término acuñado por Alberto Fuguet y Sergio Gómez, y a una absurda división entre "lo que somos" (en ámbitos político-sociales) y "lo que soy" (en lo personal). Bolaño vendría a ser como un escritor serio -si no clásico-, contrapuesto a un movimiento leve, histórica y psicológicamente comprensible, cuyos estertores presenciamos y cuya herencia será incluso menor que la del nouveau roman francés

"Nocturno de Chile", obra de ciento cincuenta páginas y dos párrafos - el segundo de una sola línea-, relata el febril paseo por la memoria de un oscuro crítico literario, sacerdote además, durante unas horas. Su incómodo ensueño trajina por la vena abierta de Chile en un momento crucial de su existencia, el golpe militar de 1973. Como antelación a lo que considero el núcleo del texto, el padre Sebastián Urrutia Lacroix, miembro del Opus Dei, reflexiona mientras recuerda acerca del panorama literario del país. Lo hace a través, o conjuntamente, con Farewell, crítico de renombre. Bolaño, en la voz del cura, ejerce fina ironía, repetidas veces, acerca de Pablo Neruda. Su ambivalencia respecto al poeta no se define. Supongo que es el lector quien sujeta los mandos del juicio. Vaga Urrutia Lacroix por una suerte de páramo literario. Comenta, critica, adula, sugiere, todo en un ambiente de mediocridad disfrazada, casi de agonía, quizá los preámbulos de una debacle que tendría consecuencias funestas y, quién sabe, a la vez reparadoras en la literatura nacional.

La deleznable presencia del genio... o su ausencia, en un entorno melancólico y gris que recuerda las páginas de María Luisa Bombal. Misterio y desolación del sur que se acentúan hacia el final, cuando los hilos de la novela van juntando cabos en una realidad espantosa de tortura y muerte, meollo que descubre el autor luego de desviarnos por antecedentes en apariencia ilógicos, con mucho de onírico, de iglesias medievales europeas, de frailes sangrientos y cetreros, de mediocre o mala literatura. Urrutia Lacroix como testigo inmutable, con poca autoestima, en medio de una negativa apoteosis histórica que definirá el Chile futuro.

Nuestro personaje, gracias a la influencia de dos señores extraños: el señor Odeim (Miedo) y el señor Oido (Odio), termina dando clases de marxismo básico a los miembros de la Junta militar. Con Marta Harnecker, también chilena, bajo el brazo, explica en diez lecciones los rudimentos de esta doctrina. Un sesudo Pinochet, a tiempo de agradecerle, le explica que quiere conocer al enemigo. Despotrica contra la ignorancia de sus predecesores: Alessandri, Frei, Allende, que "ni leían ni escribían", contrariamente a él, dueño ya de tres libros y con lecturas tan amplias que incluyen hasta "Palomita Blanca" de Enrique Lafourcade...

Toque de queda. Impera el silencio. Pero para la intelectualidad chilena se abre un espacio delicioso en casa de una aspirante a escritora llamada María Canales. En su finca de las afueras de Santiago, y a veces con la compañía de su amable esposo norteamericano, Jimmy, una horrible empleada mapuche y sus hermosos hijos, María Canales recepciona y sirve sin límite de tiempo a sus colegas. Raro que la policía secreta permita tal relajamiento.

María Canales ha escrito un cuento premiado que Urrutia hace leer a su mentor Farewell. Este dice que el texto es pésimo, "indigno incluso de recibir un premio en Bolivia". Pero María es una anfitriona de clase y así se suceden las veladas hasta que alguno de los invitados, perdido en los sótanos de la casona buscando el baño, entra a una habitación donde en un catre de hierro está acostado un hombre con los ojos vendados y señales de martirio. Resulta que Jimmy, el atento gringo que escuchaba a los malos poetas de visita, era miembro conspicuo de la DINA y allí se torturaba, casi nunca mataba, a los opositores; el mismo Jimmy que hará volar a un diplomático de Allende y a su secretaria en los Estados Unidos, amén de atentados similares.

La historia no necesita explicación. ¿Ha escrito Bolaño una novela acerca del terror de estado en América Latina? Si lo ha hecho lo logró de forma magnífica en un enlazado continuo e impredecible, sin apuntar de entrada al sujeto tenebroso de la época. En sus páginas se unen y reúnen los temas de la literatura, del compromiso, del mal. "Y después se desata la tormenta de mierda" (último párrafo del libro). 


08/11/07
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 08/12/07
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), diciembre 2007
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), noviembre 2007
Imagen: Roberto Bolaño, según Eulogia Merlé, 2007

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