Relájese

GUILLERMO RUÍZ PLAZA -.

Por tercera vez en lo que va de viaje, Diego pasa por el detector de metales. Inesperadamente, suena la alarma. Saca un puñado de monedas que ha olvidado en el bolsillo interior del saco, lo deposita en una nueva bandeja y pasa una vez más por el detector. La alarma no perdona. Por evitar una demora inútil, se quita el saco, el cinturón, el reloj, los zapatos. Al ver sus pertenencias alejarse en la cinta mecánica, se repite mentalmente que esta –la de Madrid–, es la última escala, que ya solo está a un vuelo de casa. Por fin, se quita el aro y, al ver su brillo entre las otras cosas, siente el alivio y la ansiedad de saberse tan cerca y a la vez tan lejos de su destino. 

Volver a Bolivia le ha hecho bien, pero cruzar el charco le resulta, como siempre, interminable. Lleva en el cuerpo más de quince horas de vuelo, sin contar las horas de espera y de colas ansiosas en los aeropuertos donde hizo escala. Para colmo, no ha logrado conciliar el sueño en ninguno de los aviones que abordó. Siempre hay alguna criatura que llora y gimotea desconsolada y huérfana en algún asiento invisible. Ver a su mujer y a sus hijos se le ha vuelto urgente, pero también darse una buena ducha, estirarse en su cama, sentir las sábanas frescas, cerrar al fin los ojos –que ahora le arden–, y dormir... 


Se siente tan cansado que todo a su alrededor le parece un poco irreal. Por eso, cuando la alarma vuelve a sonar, se deja llevar sin una palabra hacia una puerta de cristal que, enseguida, abren desde el interior. Una vez dentro, desaparece el ruido de la gente. Lo primero que nota es que las persianas están bajadas. Y el militar que le ha abierto permanece apostado, con el rifle bajo el brazo, de espaldas a la puerta cerrada. 

Solo hay en la pieza una cama estrecha y un escritorio detrás del cual un anciano entrecano lo mira fijamente por encima de sus lentes de montura plateada. Su pasaporte, por favor, pide el inspector. Diego se lo da. El viejo toma despectivamente el documento, lo abre y entonces vuelve a mirar fijamente a Diego por encima de sus lentes. Boliviano, ¿eh?, dice el anciano. Sí, señor, responde Diego. ¿Y se puede saber qué hace usted en Francia? Diego responde: Soy profesor de español. ¿Y eso le da para estos viajecitos? Haga el favor de desvestirse, suelta el anciano con tono monocorde, se diría que aburrido de repetir siempre lo mismo. 

Al ver que Diego no se da por aludido, el anciano guarda el pasaporte en un cajón del escritorio y, con ademán cansino, se pone de pie. Lleva un mandil blanco del que sobresale el cuello de una camisa a cuadros. ¿No va a colaborar?, le pregunta con una media sonrisa desprovista de cordialidad. Diego se da cuenta de que, a sus espaldas, el militar ha cambiado de postura. Esa presencia, de pronto, se ha hecho hostil. Comprende que no tiene opción y comienza a desvestirse en silencio. Se quita la chompa, la polera, los jeans. El calzoncillo también, ordena el anciano de espaldas a él, mientras visiblemente prepara algo tras su escritorio. ¿El calzoncillo?, pregunta Diego, pero el tono de protesta se le ha ahogado en la garganta; se da cuenta de que su voz delata indefensión. Sí, el calzoncillo, ¿está sordo?, rezonga el viejo. Luego se vuelve con una pequeña jeringa en la mano y, con la misma cansada cortesía, remata: Ahora haga el favor de echarse en la cama, y relájese. Vamos a tener que abrirlo.

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