Entre Comillas

ENCARNA MORÍN -.

Mi retina está saturada de paisajes y lugares cargados de historia. Tienen su encanto, sin duda, pero dan hasta un poco de miedo. Por ejemplo, en Santillana del Mar (Cantabria), pasar delante de una casa medieval con la armadura en la puerta puede resultar curioso, pero el cartel macabro que la acompaña dice que es el “Museo de la tortura”, al que podemos entrar para conseguir desvelar la verdad acerca de los horrores de la Inquisición española. 

Va a resultar que los descendientes de aquellos tenebrosos seres humanos no han destruido las pruebas evidentes de que eran despiadados y avariciosos. Las han conseguido vender a alguien que ha visto en ello otro gran negocio. Y ahora pagamos para ver como se torturaba de forma refinada a  personas acusadas de herejía. Una simple denuncia bastaba para que el delator se quedara con una parte de los bienes incautados, el resto pasaba a ser propiedad de la Iglesia Católica, cómplice una vez más de tantas injusticias disfrazadas en forma de cruzadas en nombre de dios. Jesús de Nazaret no dijo eso, y si volviera a nacer en este mundo, se entregaría directamente a algún verdugo. Quizá no tendría que ir muy lejos, de Palestina no saldría vivo. Luego alguien volvería a rescatar sus ideas y pensamientos y haría una revolución a su favor en nombre del líder caído.

El paso siguiente en la ruta del día fue visitar  el palacete del marqués de Comillas. También aquí hay que pagar la entrada pues se considera un museo. La señora guía turística dijo que la alfombra del suelo estaba algo gastada porque por allí pasan al año 140.000 visitantes. Si multiplicamos este número por un promedio de cinco euros cada uno, nos haremos una idea de lo lucrativo que sigue siendo el negocio de haberse convertido en rico, millonario y grande de España a cualquier precio. Pero aquella alfombra es mucho más contemporánea de lo que dice, juraría que hasta tiene algún componente de fibras acrílicas. No hay que ser un experto en arte para percibirlo a simple vista.

Los cuadros del palacete que representan a la familia vienen a ser las imágenes gráficas del acontecer de sus vidas.

En el momento en que la guía cuenta la gran proeza de este chico pobre, que se convirtió en un indiano próspero y luego en unos de los mayores potentados de España del siglo XIX, al casarse con la hija de un importante comerciante catalán allá en Cuba, enumera sus múltiples negocios: la naviera Transatlántica, el negocio del tabaco de Filipinas, sus bancos y transacciones comerciales, obviando la parte que le relaciona con el comercio de esclavos de entonces.

Cuando llega al punto en el que comenta que gracias a su colaboración con la Guerra de los Diez Años de Cuba, en la que su naviera trasportó al pasaje y los soldados, así como sus otras subvenciones a los negocios de españoles y sus guerras en África, al rey Alfonso XII le nombra marqués de Comillas, su ciudad natal, y Grande de España, dejando de ser simplemente Antonio López y López. Ahí comencé a establecer paralelismos con la vida de mi familia, solo que a nosotros nos tocó vivir todo desde otro lado.

En medio de aquellas salas amuebladas y decoradas, rebosantes de un estilo gótico ya muy a destiempo, que la guía insiste en denominar “neogótico” y yo pienso que no tiene tanto valor como obra de arte del gótico si queremos referirnos a su estilo arquitectónico. Allí no faltaba de nada y aquella gente vivió muy bien, podríamos pensar. En la loma de enfrente está la Universidad Pontificia, financiada por el marqués a propuesta del jesuita Tomás Gómez, aunque él personalmente no alcanzó a ver algo más allá de la colocación de la primera piedra.

En aquella familia seguramente no fueron felices. La esposa de origen catalán, Luisa Bru, aparece de negro en los frescos de las paredes, pues de cuatro hijos que tuvo, dos murieron jóvenes. De los dos que quedaron, uno no tuvo descendencia de una forma un tanto extraña. Quería ser sacerdote y pidió ser enterrado en solitario, sin embargo se casó entonces con una joven de 17 años llamada María Gayón. Mi pensamiento se fue a la vida de esta mujer.

Y en el momento en que paseábamos por las estancias del palacete, hurgando en la vida excéntrica del pobre convertido en rico y la de sus familiares y descendientes, mi abuelito Casiano se presentó en la escena de forma sorpresiva.

Casiano Perdomo Bonilla fue mi bisabuelo, aunque siempre le llamé abuelito, ya que mi verdadero abuelo no existió en mi vida. Al igual que Luis López y López tuvo una esposa llamada Luisa y una hija llamada María Luisa, que fue mi abuela. Él también perdió dos hijos jóvenes por culpa de las enfermedades y otras circunstancias adversas. 

En uno de los barcos de la naviera Transatlántica Española, propiedad del marqués, viajó con su esposa y dos hijos para llegar hasta Uruguay. Mi abuelo fue un prófugo de la guerra de Cuba de finales del siglo XIX cuando ya Antonio López había fallecido y era ahora su hijo Claudio el que administraba su herencia y propiedades. 

Mi bisabuelo no tenía las 1500 pesetas que podían haberle librado de ir a la guerra que defendía los intereses de los ricos españoles en Cuba, así que vendió sus dos cachitos de tierra para costear un pasaje para él y su familia. Allá en Montevideo fue un campesino isleño y en 1904 nació mi abuela, su tercera hija, con la que viviría hasta el final de sus días en su Lanzarote natal, a la que volvió en 1911 como un indiano casi tan pobre como se había ido, pero con suficiente dinero para recuperar un buen pedazo de tierra donde plantar y seguir cosechando y trabajando que es lo que sabía hacer con el fin se subsistir él y su familia.

Claudio López fue vanagloriado por su patriotismo demostrado en la guerra hispano-americana de 1898. A toda costa envió un cargamento militar que encallaría en Puerto Rico, perseguido por el navío de Yosemite de los Estados Unidos. Veintiún buques de la Compañía Trasatlántica Española apoyaron la infraestructura de la guerra de España en el Mar Caribe y Filipinas. Claudio, que ha sido propuesto para su beatificación, supo en todo momento el riesgo que corrían sus marineros y civiles, famosos por su rudeza y “valor”, pero especialmente sería consciente del destino de los cañones y material militar que se transportaban en sus barcos. Nunca tuvo un problema de 1500 pesetas para participar o no en una guerra en la que los capitales y negocios de sus congéneres podían estar en riesgo. 

Abuelito Casiano no quiso saber nada de ninguna guerra, aunque varias le tocaron de refilón. Se volvió de Uruguay cuando mi bisabuela, su esposa Luisa, languidecía de tristeza añorando la isla de Lanzarote, a la que quería volver como fuera, y lo logró, tirando de sus chicos que ya no querían salir de su segundo país. Su hijo José Manuel volvió a Montevideo, donde enfermaría de una neumonía mientras repartía bloques de hielo a lomos de un caballo. Volvió a la isla de Lanzarote aquejado de esta enfermedad incurable por entonces y a los 24 años falleció en los brazos de su madre. El otro hijo emigró a Cuba y las letras de cambio que enviaba no pudieron se canjeadas por la familia, ya que otro Antonio López del pueblo -casualidad de nombres y apellidos- les dijo que el crac del 29 era responsable de que el dinero se hubiera perdido, aunque nadie creyó esta argucia que enriqueció a los más ricos con el sudor de las privaciones de los emigrantes. Levantaron una mansión que según mi abuela se vino abajo una noche por las numerosas maldiciones que le hicieron los habitantes del pueblo estafados, que fueron la mayoría.

-“Hija, no te creas nada de esto que te están contando, todos somos hijos de la muerte y aquí se queda todo cuando nos vamos. Claudio y yo jamás nos conocimos en vida. Él fue tan rico que todo el mundo le llamaba don. Sin embargo, mi vida aperreada de agricultor se prolongó 24 años más que la suya y hoy le he visto deambulando por este palacio. No quiso ser mala gente y posiblemente no lo fuera. Fue un hijo de su tiempo. Ya sabes que marineros somos y en la mar nadamos. Más tarde o más temprano en ella nos encontramos”-. Creí escuchar estas palabras en la voz de mi abuelo, al que recuerdo perfectamente, mientras paseábamos por aquel mausoleo.

Me ha quedado la duda de cuál sería el delito que dicen algunos cronistas que obligó al primer marqués Antonio López a salir hacia América huyendo de la justicia. Su gigantesca estatua en la ciudad de Barcelona está ubicada en una plaza que lleva su nombre. Sos Racisme, lo cuestiona y propone que sea rebautizada como Plaza de Nelson Mandela.

He estado una semana en el continente europeo recorriendo entorno y paisajes insólitos. Hablamos el mismo idioma y pertenecemos al mismo país, sin embargo hay momentos en los que me siento un pez fuera del agua, una visitante externa, extranjera en tierras de otros.


Imagen: En el fresco de la pared se retrata la familia López al completo, incluyendo a los hijos difuntos, en una visita del rey Alfonso XII que aparece mirando al mar con un catalejo en la mano.

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4 Comentarios

  1. Exquisita como siempre.

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  2. La historia de la humanidad está plagada de comillas, puntos suspensivos y sobre todo de grandes interrogaciones.

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  3. Extraordinario texto, querida Encarna. Tus ventanas literarias tienen una incomparable profundidad evocativa.
    Un abrazo afectuoso.

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