Pierre Loti en Pekín

CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.

Bertolucci logra un abrumador escenario en su multipremiada película El último emperador (1987), gracias al permiso especial recibido por primera vez para filmar dentro de la Ciudad Prohibida.

Pierre Loti estuvo allí, casi a fines de 1900, inmediatamente después de la Rebelión de los Boxers, y lo que se presume en Bertolucci de magnífico, grandioso, sublime, monstruoso, inconcebible, de la cultura china, abunda en esta especie de diarios escritos por el autor-aventurero francés para las páginas de Le Figaro, y compilados en un volumen (Pekín/Editorial Cervantes, Barcelona, 1923).

Loti es un extraño personaje de la literatura en general, de la francesa singularmente. Su inteligencia y sensibilidad hacen que el África que describe, Persia, o la China en este caso, impliquen un viaje no solo de detalles, sino de pensamientos, digresiones, que van desde la básica reflexión filosófica hasta cuestiones de geopolítica o economía. Percibe, a pesar de su muy profundo espíritu francés, que aunque vienen los ocho aliados a pacificar China, librarla de una secta sangrienta e infame, detrás se esconde la realidad de la incomprensión occidental hacia una sociedad altamente desarrollada, con la que alucina y se asombra, desde el mismo hecho de la existencia de esta ciudad misteriosa, sombría, crecida en medio del yermo más temible, con vientos que arrasan desde Mongolia, y el polvo que se acumula por encima de todas las cosas prestándoles opacidad.

Si bien la Gran Muralla desafía la credulidad, y es tanto monumento a la voluntad de los hombres como a un férreo e implacable dominio, la villa también lo es. Haber vencido la febril altiplanicie para instalarla, cubrirla con muros majestuosos, y fundar una corte que maneja su grey desde las protegidas inmensidades de una ciudad dentro de otra, emula el trabajo de los antiguos titanes, superando toda la opulencia europea, cuya riqueza y parafernalia se ofuscan ante lo que se presenta a ojos de los expedicionarios.

Se aloja en un palacio de cristal, en las murallas internas, sitios antes siempre vedados, únicamente permitidos a los herederos del cielo, cuyos ojos que jamás nadie vio, contemplan la vida y accionar de sus súbditos desde horrísonas torres recubiertas de lacas, oros, dragones, pájaros, leones y demonios sin fin -y sin par- de una desbordante mitología. Claro que el éxtasis, la suerte de lograrlo, se conjuga con los tristes remanentes de la cruel lucha recién sostenida. En los lagos y rincones de las ciudades rojas, violetas, amarillas, cada una parte de la Ciudad Prohibida (nunca nombrada así por él), se pudren cadáveres de los boxers con trajes azules, juramentados a la emperatriz madre. Antes de atravesar los puentes que lo llevan al resguardado Pekín, el panorama es de desolación, de espanto, con gordos perros hastiados de devorar carne humana, y terribles resabios de las torturas sufridas por pacíficos habitantes a manos de la furia fanática de los alzados, cuya ira se esboza justa, a ratos, cuando el escritor menciona los abusos de las potencias occidentales en una China inmensa y rica.

“(…) Es la ‘Ciudad violeta’, encerrada en el seno impenetrable de la ‘Ciudad imperial’, en que nos encontramos, y más impenetrable aun que ésta. Es la residencia del Invisible, del Hijo del Cielo… ¡Dios mío! ¡Cuán fúnebre, cuán hostil, cuán feroz es este lugar, bajo el cielo sombrío! Continuamos avanzando por entre los viejos árboles, en una soledad absoluta, cual si éste fuera el parque de la Muerte”. A impresiones así, de los primeros días de una estadía de meses, Loti permitirá que el hechizo de una cultura milenaria, sofisticada, extraña, se le introduzca. De pronto halla la paz, y en una visita posterior a su alojamiento de la etapa inicial hablará incluso de sus compañeros, los cadáveres que se pudrían entre los juncos, y que ya para entonces se habrían hundido en el lodo. Cómplices de una calma tal vez inalcanzable en otro lugar, de poética y sutileza únicas en su palacio fabricado de cristal, todo de cristal, transparente, con mullidas alfombras oscuras y ventanas de papel, rodeado de porcelanas, jarrones, duendes, juntos en la increíble fragilidad de esta morada que se hace tan suya, tan íntima. La guerra cede lugar al pensamiento, y maravillarse es cosa de cada día. Imagina al emperador, la emperatriz, observando ajenos la extensión de Pekín desde almenas elevadas en medio de bosques de cedros, invisibles para los demás.

Voy sacando los papelitos que marcan notas en las páginas del Pekín de Pierre Loti. Necesitaría infinidad de cuartillas para desarrollar cada una. Hay que comprimir, tratar de escurrir lo esencial, exprimir grises y estrambóticas murallas como si fueran limones. Tarea difícil. Para entonces, a partir del momento en que el narrador asienta el pie en la ciudad, después de las descripciones del horror, de la valentía de los sitiados en las legaciones extranjeras, de la marcha, donaire, y también atrocidades de los soldados de la alianza de las Ocho Naciones (Rusia, Japón, Estados Unidos, Inglaterra, Italia, Alemania, Austria-Hungría y Francia), se insume en lo extraordinario del país, que no ha dejado su tinte sombrío pero que lo hace reflexionar acerca de las diferencias culturales, la incomprensión, la tristeza por haber penetrado un universo antes vedado, que al horadarse va a perecer. El artista pena en el presente por lo futuro ausente.

Hay un postrer cotillón, en el palacio imperial, que a Loti le parece insulso, hasta irracional. Mira la estatua de una diosa que parece sonreírse de la tontería europea. Y termina, premonitorio y acertado:

“(…) Pekín ha muerto; su prestigio ha terminado; su misterio ha desaparecido…

Porque esta ‘Ciudad imperial’, era uno de los últimos refugios de lo desconocido y de lo maravilloso sobre la tierra; uno de los últimos baluartes de las antiquísimas humanidades, incomprensibles para nosotros y casi un tanto fabulosas…”. FIN.


02/08/11
Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 7/08/2011
Publicado en Semanario Uno 422 (Santa Cruz de la Sierra), 12/08/2011
Imagen: Pierre Loti, retratado por el Aduanero Rousseau, 1891

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