Quemada y caliente

GONZALO LEÓN -.

La chica de veintitrés años se esforzaba por agregar a su edad “recién cumplidos”: era rubia natural, de baja estatura, se le hacía una guinda al fruncir la boca. Para algunos era una chica atractiva, seductora, delicada, pero para mí era una chica light y fácil. No es que tuviera un particular don para reconocer esa virtud —porque ser una chica fácil es una virtud—, pero al ver su perfil en Facebook y revisar sus fotos y comentarios, no tuve duda. Era una chica fácil, pero como no la conocía, dejé pasar mi descubrimiento. Además como decía un marinero que conocí, nunca hay que precipitarse sobre la virtud ni menos saltar sobre ella, decidí esperar. Pasaron varios meses hasta que por fin la conocí. Pero no fue en Chile, sino en otro país. Yo pasaba mis vacaciones, alojando en un hostal de regular reputación, cuando revisé mi Facebook y ahí estaba ella. ¿Dónde estás?, escribió, y yo respondí: En Buenos Aires. Ah, estamos en la misma ciudad, podríamos conocernos en persona, propuso, y yo acepté. ¿Qué te perece si comemos una pizza a la noche?, volvió a proponer, y yo, virtuoso, cerré le sesión y aguardé a que el tiempo nuevamente pasara. Ella llegó tarde a la pizzería que pudo haber estado en San Telmo o Palermo. Lucía un vestido vaporoso que dejaba ver sus hermosas piernas y su diminuto busto, que de igual modo se encargaba en resaltar.

Podría en esta parte del relato contar su nombre, sus defectos, lo que me dijo en aquella pizzería, pero sólo diré que nos intoxicamos. No creo que haya sido la pizza, sino algo en el ambiente, en San Telmo o Palermo, o tal vez la decisión de pedir “agua de la canilla”, o incluso de beber una cerveza tras otra y otra, y después ir a un bar en donde nunca bailamos y nos tocamos sin despedirnos. Amanecí intoxicado, vomitando, cosa que jamás me sucedía. Los días que siguieron estuve recuperándome y ni siquiera me acordé de ella, ni de su vestidito vaporoso ni de la pizza ni del tango que no bailamos. En realidad me acordaba de la cita, pero a cada vómito o arcadas, el recuerdo se evaporaba por una rendija del baño. Cuando me restablecí no sabía si había conocido a la chica del Facebook, o todo era producto de mi enfermedad. Al final, regresé a Santiago y por varios meses no me acordé de la chica de “veintitrés años recién cumplidos”. Quizás la decisión de cerrar el Facebook de algo haya influido. Pero un día, mientras caminaba por una callecita del centro, un vestidito a lo lejos llamó mi atención. En realidad no era un vestidito, sino unos jeans que envolvían unas hermosas piernas que creí reconocer. Arriba —porque miré hacia allá— estaba el avatar de la chica del Facebook. Hola, me dijo cuando casi nos chocamos, ¡tanto tiempo! ¿Te acuerdas de aquella noche en…? ¡Qué horror! Casi me morí al otro día. ¿Y tú, cómo has estado? No contesté ninguna de sus preguntas. En vez de eso me detuve en un pequeño detalle: tenía el brazo en cabestrillo y se cuidaba de que no la tocara ahí ni en el pecho. A mí, dijo dándose cuenta de mi mirada, me pasó un accidente, pero después te cuento: sólo te puedo decir que algunas partes de mi cuerpo no pueden tocar ninguna superficie. Mis ojos se desorbitaron o algo, porque ella de inmediato rió y tuvo que entrar en detalles: No, no es lo que piensas. Y eso extrañamente me tranquilizó y me hizo poner la vista en el sol, que de pronto se volvió rojo o naranja, como quemado. El sol arde, pensé y luego imaginé que podía ser el final del mundo en ese preciso instante. Sin embargo, las palabras de la chica de veintitrés años: Vamos a mi casa, tengo un vinito, me hicieron pensar en otra cosa. Una idea, o tal vez la espera convertida en idea, estaba saliendo a flote. ¿Y es bueno el vino?, repliqué. La chica del Facebook vivía en una piecita independiente, arriba de una casa en un barrio de clase media. La piecita no tenía baño, pero la chica tenía un vino blanco helado, exquisito. La chica reía y su risa se hacía chica (o eso creí), mientras me preguntaba en qué momento me había convertido en humorista. Nos acabamos la botella y la chica, como por instinto, sacó otra, más helada que la anterior. Me quedé helado observando el concho del vino: era como orina y pensé que habíamos tomado orina alegremente y que no nos conocíamos. Conversábamos de la intoxicación, de las causas y de los efectos, de qué hubiera pasado si no nos hubiésemos conocido este día y no antes. En realidad ella hablaba, yo sólo le seguía la corriente y de reojo miraba la cama de dos plazas. Cuando por fin se percató de eso, preguntó: ¿Quieres meterte a la cama? Y sin darme tiempo a contestar, la chica de veintitrés años se sacó la blusita naranja y los jeans, y se tiró sobre la cama. Primero rebotó y luego se cubrió con las mantas. Yo, improvisando un tema, mostrándome desinteresado, me fui desvistiendo poco a poco, hasta que me senté sobre la cama. Por alguna razón me sentía incómodo. Y ella dijo: ¿Quieres tener sexo conmigo, amigo? No respondí. La chica apagó la luz principal y dejó la luz de la lámpara que había en el velador, roja, como de boîte o topless. Todo repentinamente era rojo, y yo no sabía qué hacer, a excepción de meterme bajo las mantas y besarla y tocarla donde pudiera. Se sacó los sostenes y se puso a hablar en voz baja, pero no entendía nada de lo que decía. En un momento la besaba donde ella me había dicho que no lo hiciera, pero con cuidado, como lamiéndole las heridas. Era como un gato lamiendo a su gata. Ella lo permitía, pero de vez en cuando me echaba la cabeza hacia atrás, hasta que algo imprevisto ocurrió. De su cuerpo, mejor dicho de su pecho comenzaron a salir llamas. Me eché hacia atrás y comencé a gritar fuego, fuego, pero ella me pidió que no me alterara y que alcanzara el extintor que tenía al lado de la mesa, en el suelo. Hice lo que me pidió y enseguida apunté a su pecho e intenté apagar el fuego, pero la chica seguía ardiendo. Vas a tener que meterme en la tina, agregó nuevamente intoxicada, ahora por el polvo químico. Fui al baño: empecé a juntar agua, y después volví a la pieza y le dije que estaba todo listo. Ella, como pudo, llegó al baño y se metió en la tina. El vapor hizo que no pudiera ver nada por unos momentos y sentí que estaba sobre un barco de vapor, en un mar invisible, porque había niebla y no podía ver nada a mi alrededor. No, no era vapor lo que había en el baño, era niebla, me convencí de pronto. Estaba en medio de la niebla y no tenía idea dónde estaba… O tal vez sí. Ya que de pronto divisé la luz de un faro. Me fui acercando a la luz. Remé con los brazos, haciendo cabriolas en el aire, hasta que por fin estuve a metros del faro, que extrañamente tenía forma de bote. Entre medio de la niebla vi la luz del faro, que a todo esto parecía un bote sin remos. Pensé entonces que el peligro de naufragio había pasado. Pensé muchas cosas, sólo una era sensata. La niebla por fin se levantó y comprobé que la luz del faro-bote provenía del pecho de la chica de veintitrés años recién cumplidos. Ardía inconsciente, con la cabeza colgando, con los brazos muertos. El final es inminente, volví a pensar. La chica se consumió por el fuego como si fuera un papel en una fogata, y sus restos desaparecieron por las rendijas por donde acostumbra a irse el vapor. No había ningún rastro de la chica ni del agua de la tina, que también se había evaporado. Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, desperté en la cama de dos plazas de la chica de veintitrés años y al lado mío no había nadie. Por un momento intenté recordar qué había hecho entre la muerte y desaparición de la chica y esa mañana. No tuve éxito. Una espesa niebla había cubierto mi mente. Y pensé: una buena paja me hará despejarme. Fui al baño. Creí que podría aprovechar para darme una ducha. Eso y una paja suelen ser lo indicado en estos casos. Mientras ese baño nuevamente se llenaba de vapor, pensé en la chica del Facebook, en nuestro primer encuentro en San Telmo o Palermo, en el fuego que le salía del pecho. ¿Habrá sido caliente aquella chica? Me metí en la tina y cerré los ojos para recibir la lluvia caliente. Al abrirlos me di cuenta de algo: ¿esta piecita no se suponía que carecía de baño? ¿Qué hacía entonces este baño y qué hacía yo en él, en algo que no existía? Si no había baño, ¿eso quería decir que tampoco existía yo, que me evaporé en algún punto de esta historia? Y algo más inquietante aún, ¿cómo puedo seguir escribiendo si me evaporé con la chica? Volví a abrir los ojos y pensé: definitivamente algo anda mal con las mujeres que conozco. Luego miré a mi alrededor y estaba en llamas, en medio de un incendio que me consumía. Pensé que podría apagarlo o que tal vez era una alucinación, pero el dolor me dijo lo contrario. Al parecer la chica de los veintitrés años recién cumplidos estaba ardiendo en la cama de dos plazas y yo era parte de esa combustión.

Publicado en Revista La Noche y en el blog del autor (08/09/2011)
Imagen: María Ela

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