Dubois, letra que con sangre entra (segunda parte)

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

Cuando los calabozos del Castillo San José del Cerro Cordillera –fortificación creada para la defensa de Valparaíso- ya no fueron suficientes para albergar a las personas privadas de libertad, en 1846 comenzó a utilizarse para estos fines el Almacén Central de Pólvora, ubicado en la entonces quebrada o loma Elías (bautizada, avanzado el siglo XX, como “subida Elías”, famosa por contar con un fumadero de opio regentado por un ciudadano chino, lugar favorito de los marinos de paso por el puerto).

Una vez que la municipalidad donó el terreno en 1880 y el “polvorín a prueba de bombas” cayó en desuso -hubo enredos de dineros desde su misma gestación que nunca se aclararon-, comenzó la construcción definitiva de la Cárcel de Valparaíso, la cual operó como tal hasta 1994. Seis años más tarde el lugar se convirtió en el Parque Cultural de Valparaíso el cual, pese a los esfuerzos de las autoridades y organizaciones sociales, aún no logra desprenderse de su pasado de tristeza y crueldad acumuladas por décadas de encierro.

Entre el abandonado polvorín, su bóveda de ladrillos superpuestos y unidos con cal, arena y agua (argamasa), con sus muros de un metro de espesor, acompañado por unos seiscientos reclusos, en su mayoría gañanes analfabetos, marginales y alcohólicos, pasó sus últimos días el inmigrante francés Emilio Dubois, investigado como supuesto autor de cuatro homicidio, entre otros delitos relacionados entre sí.

Los documentos más “frescos” –en cuanto a su espontaneidad- sobre el proceso fueron las crónicas publicadas por los medios de prensa, en especial el seguimiento realizado por diario El Mercurio de Valparaíso (confiamos en que las prácticas reñidas con la ética, tan características de este matutino durante la dictadura, aún no se hayan desarrollado a plenitud en este tiempo, de manera de no arruinarse como fuente). Imposible saber si se trató del mismo periodista quien cubrió el caso policial durante todo el período o bien una muy buena escuela de estilo por parte del decano, pero la grandilocuencia del discurso se mantuvo con el paso de los días, semanas y meses. De muestra, un botón: “Su mirada y frente denotan altivez y audacia (…) –relataba la crónica del 3 de julio de 1906, en alusión a Emilio Dubois-, pedía dinero prestado, valiéndose de mentiras más o menos hábiles a muchas personas, y había adquirido entre no pocos la fama de petardista”.

Días antes, una crónica del 16 de junio de 1906 esbozó aquellos elementos que, con el paso de los años, irían conformando la leyenda respecto del origen y la vida aventurera llevada por Emilio Dubois antes de volverse una fatídica celebridad: “Su personalidad, a medida que se van acumulando detalles sobre ella, va adquiriendo tintes más enérjicos (sic). Se le cree autor de un asesinato alevoso en Oruro; de haber asesinado a los señores Lafontaine, Tillmanns, Titius y Challe, y, por último, autor de otro crimen en el sur del país, adonde llegó como colono. Ha sido jefe revolucionario en Colombia. Ha estado en África, en Europa, en Arjentina (sic) (…) El misterio que aún rodea a los crímenes que vinieron sucediéndose en Valparaíso, le da todavía mayor carácter de personaje de novela”, concluye el reportero de la familia Edwards.

La biografía de Dubois se fue complementando, a medida que pasaban los meses, con otras actividades que habría realizado en sus recorridos por América: actor de teatro, profesor de francés, veterinario, cochero de tranvías de sangre, recolector de café, minero, pintor de brocha gorda, vendedor de libros, empleado de ferrocarriles, jornalero en el Canal de Panamá, jardinero municipal y hasta entrenador de fútbol. 

A diferencia de otros hechos policiales, el cúmulo de informaciones entregadas por la prensa daba cuenta de un detenido diferente al común de los reos. Se trataba de un perfil que, a todas luces, era cultivado intencionalmente por parte de Dubois y fomentado por quienes cumplían el rol de intermediarios con el resto de la comunidad: autoridades, policías y periodistas. Tanto la imagen y las palabras del detenido diferían de las de otros delincuentes, los cuales rara vez se expresaban verbalmente ante los requerimientos periodísticos, y si lo llegaban a hacer, era a través de balbuceos. Claro que ninguno de ellos había logrado generar tanta expectación pública como este extranjero de mostachos y barba puntiagudos.

A minutos del fusilamiento, El Mercurio de Valparaíso dejó para la posteridad las declaraciones de Dubois, quien no habría mostrado ni un atisbo de la flaqueza esperable de alguien camino al patíbulo: “Se necesitaba de un hombre que respondiese de los crímenes que se cometieron y ese hombre he sido yo. Muero, pues, inocente por no haber cometido yo esos crímenes, sino porque esos crímenes se cometieron. Ejecutad”. 

Las fotografías, como ha reparado con agudeza el historiador Marcos Fernández, eran auténticos retratos, algunos incluso con dedicatoria y firma (por ejemplo, aquel escrito en la parte superior de puño y letra por el francés, con una caligrafía y redacción bastante aceptables y la siguiente leyenda: “Recuerdo de mi presencia en la Cárcel Pública de Valparaíso; al humanitario Alcaide Marcial Lois Salas. E Dubois”), al estilo de los artistas de la entonces naciente cultura de masas. Algo completamente alejado de las fotografías de frente y perfil de cualquier delincuente, aún utilizadas en los archivos policiales.

Las entrevistas, por su lado, eran pomposas puestas en escena entre las cuatro paredes de su celda, ya fuesen por lo épico, anecdótico o dramático del discurso de Dubois, siempre insistiendo en cargar culpas ajenas, pese a las arrolladoras pruebas en su contra. En la siguiente crónica de El Mercurio de Valparaíso se hizo especial hincapié en la tranquilidad del condenado, pese a su inminente fin: “Nos dirigimos entonces a hablar con Dubois. Al vernos, éste exclamó:

'Han llegado ustedes muy temprano, la ceremonia será a las 8'.

-Sí, Dubois, hemos venido cumpliendo con nuestro deber.

'Ah, ya lo sé, el deber de contar todo, es muy natural, hoy es lo más interesante'.

-Usted demuestra mucho valor, le dijimos.

'Ah, no; el valor lo demostraré más tarde, aún estoy en mi celda; cuando esté ante la boca de los rifles, entonces estaré valiente, aquí todavía no hay peligro, aquí estoy tranquilo. En mi vida he sentido el silbido de las balas muchas veces, hoy sentiré su efecto'.

-No queremos molestarlo más. Adiós Dubois, valor.

'Antes me decían ustedes, ‘hasta otro día’, hoy me dicen ‘adiós’, tienen mucha razón. Adiós, señor'".

Defensa de los oprimidos

“Vox populi, vox dei”, fue la respuesta de Dubois cuando se le preguntó su opinión sobre las manifestaciones de grupos anarquistas y socialista, más otras organizadas por su segundo abogado, Agustín Bravo Cisternas, en diferentes lugares públicos de Valparaíso, demandando el indulto presidencial que evitara su condena a muerte. Casi cien años después, en 2004, el periodista del diario La Cuarta, Abel Fuchslocher, al resumir los argumentos esgrimidos por los manifestantes, nos permite inferir el por qué del estrepitoso fracaso de la iniciativa ante el Presidente Pedro Montt: “Usureros que llegaron desde Europa a instalar sus negocios en Valparaíso (descripción de las víctimas asesinadas). Él (Dubois) consideraba sus crímenes como actos de justicia. Decía que los que mató eran estafadores de los chilenos, extranjeros que se aprovechaban de los trabajadores, que se mantenían en pésimas condiciones”.

Curiosamente y contrario a versiones como la recién esgrimida, Dubois jamás reivindicó los crímenes ni apeló a criterios de lucha de clases ni a un supuesto enfrentamiento entre oprimidos y poderosos para justificarlos. Por el contrario, siempre alegó inocencia respecto de los hechos que se le imputaban, inclusive cuando su primer abogado, Ramón Sanz Frías, le sugirió declararse “enajenado mental” para volverlo inimputable ante la justicia. Ofendido, decidió quitarle el patrocinio de representación y asumir, a partir de ese momento, el mismo su defensa. De sus argumentos se desprendían críticas al sistema imperante, pero en relación a la injusticia cometida con él y no hacia el resto de la población abusada.

"Yo creo en Dios, señor, ya lo he dicho, no soy hereje, pero no creo en sus representantes –les respondió a los dos sacerdotes jesuitas que pretendieron confesarlo antes de su ejecución, según consignó el escritor Oreste Plath-. Es inútil lo que ustedes me piden; yo me confesaré con Dios (…) –luego agregó-. Es al juez a quien necesitan confesar, no a mí. Al juez que ha ordenado mi asesinato, a él vayan a inspirarle arrepentimiento, no a mí".

Camino al cadalso, al ver la gran cantidad de público congregado en el patio de la cárcel dispuesto presenciar su ejecución, comentó con desprecio para quienes pudieran oírlo: "Parece que aún estamos en los tiempos de Nerón, tanta gente para ver morir a una víctima”.

El músico y escritor Mario Alvarado, rescató los antecedentes entregados por el diario El Heraldo de Valparaíso, sobre las horas finales de Emilio Dubois, los cuales vienen a confirmar el perfil de hombre distinguido y valeroso con que la prensa lo describió durante los siete meses de investigación: “Eran las 8.14 y ya estaba todo dispuesto, cuando se sintió un ruido de hierros: era el reo que se acercaba arrastrando pesadamente los grillos. Pasó entre una fila doble de soldados de línea que contenían al público y paseó despreocupadamente la vista por la muchedumbre. Llegó al sitio preciso y se sentó cómodamente en el banquillo. Entre sus dedos mantenía siempre un puro y de momento a momento lo llevaba a la boca con satisfacción. Se procedió a leer la sentencia y Dubois se dirigió al público, proclamando su inocencia y acusando al juez de alterar los hechos. También pidió asistencia para su mujer y su hijo. Entraron cuatro fusileros y un sargento. Dubois les pidió que apuntaran bien al corazón y rechazó la venda. Tras la descarga, su muerte fue instantánea”. 

(continuará...)

Publicar un comentario

1 Comentarios

  1. Anónimo8/9/14

    Sea Dubois verdad o no, el escritor nos lo hace verdadero, digno de vida. La atmósfera agobiante de la prisión, del hombre preso, del sistema incarcerante, están descritos con la parquedad y el trazo firme del chileno Lillo ("La Compuerta 12", "El Chiflón del Diablo") de Sub-Terra. Hace un siglo y parece que fue ayer

    ResponderEliminar