Flora y fauna: la vizcacha

PABLO CINGOLANI -.

Si vas por las cordilleras, si se te sumerges en sus soledades, allí estará ella: vigía deslumbrante cuando el sol la abraza y la dora y ella brilla como un extraño diamante extraviado entre las peñas.

Si vas por esos páramos, el cóndor te invade con su soberbia sombra y algo te inquieta, algo te perturba; en cambio ella te apacigua, desvanece tu cansancio, descansa tus ojos de tanta imponencia.

La vizcacha es un ser amable: combina su estar zen que te desintoxica el alma con un aura circense. Cuando la vizcacha se mueve, se inicia el espectáculo. El mundo se mueve con ella, el mundo se mueve detrás de ella.

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Vivo rodeado de vizcachas. Animales elusivos, si los hay. Animales que provocan admiración, una emoción genuina, una magia vertical tan atrapante que te eleva con ella: contemplar a una vizcacha trepando un risco es algo que maravilla y desafía toda lógica.

Las vizcachas son seres cargados de una elasticidad que abruma: provocan verdadero gusto verlas saltar, verlas desafiar el aire, suplantar el vacío, llenar toda la escena con su plástica esencial, su velocidad de vértigo, su presencia decidida.

Habitante de las rocas, las oquedades y los abismos, la vizcacha me causa tal simpatía que siempre anhelo encontrarla. Sucede siempre de improviso, cuando amanece, cuando atardece, y las veo en su quietud o en su ascensión perfecta, y no dejo de celebrarlas y proclamarlas monarcas de su reino mimético, sus dominios de piedra.

La gente asusta a las vizcachas y por eso, cada vez se ven menos. Pero yo se que están y siempre hay ocasión para comprobarlo.

Extraño diseño el del animalito, como si el día de su creación el dios cordillerano que las crió tuviese algún capricho o anduviese en pedo: tiene algo de canguro, algo de liebre, algo de ardilla, algo de ave, algo indescifrable. Algo que sólo puede definirse como vizcacha.

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El lugar donde vivo es una inmensa vizcachera: cada hueco puede estar amparando a una. En los abruptos barrancos que caen al frente de la casa, no habita nadie humano, no hay nada más que arenisca y alguna acacia, retamas y líquenes y peñascos donde se posan halcones. Y aunque no las veo –o las veo muy de vez en cuando- sé que hay cientos de vizcachas morando desde aquí hasta abajo, hasta el río.

Las vizcachas son mis vecinas. Suelo dejar caer por ahí apios, lechugas y zanahorias: tal vez se antojan, tal vez se lo coman los pájaros o las hormigas. No importa: si quiero creer que alguna vizcacha se deleita con un puerro o cebolla verde, pues lo creo y eso me hace feliz.

La vizcacha es un regalo divino. Disfruto más viéndolas correr a ellas que a Usain Bolt. Es obvio: la gracia, la destreza, el don, el ejercicio del don por parte de ella es mucho más pleno e impactante que ver afanarse a seis afiebrados siguiendo una línea, buscando cortar primero una cinta.

Los atletas, muchacho, reciben aplausos y medallas por ello. La televisión los glorifica. La vizcacha es un bicho olvidado, menospreciado, carente del magnetismo que tienen los atletas profesionales y otros animales.

Sin embargo, y a pesar de todo, hay algo conmovedor en extremo en ese ser y estar de la vizcacha. Hay algo que la vuelve singular, que la convierte en una prueba sublime de la diversidad y la belleza del mundo.

Los saltos de la vizcacha son imposibles, están fuera de toda clasificación, lejos de cualquier comparación. Esa virtud se vuelve guía. Si vas por las cordilleras, si caminas los valles, busca a la vizcacha. Contemplarla tomando el sol te restituye la serenidad inicial, el intenso silencio de la esfinge que acaba aboliendo el dolor y las penas. Verla trepando te convence de que todo es posible. ¡El mundo es tuyo, vizcacha querida! Verla trepar te alienta y te consuela. Vuelves a respirar, sonríes y sigues tu marcha. ¿Qué mejor recompensa puedes pedirle a la vida?

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