Kafka en la llanura

GONZALO LEÓN -.

Probablemente en ningún lugar de la literatura castellana prendió tanto la influencia de Franz Kafka como entre ambas orillas del Río de la Plata. Tanto Jorge Luis Borges como César Aira, por el lado argentino, como Felisberto Hernández y Mario Levrero, por el Uruguay, han acusado el influjo de uno de los escritores esenciales del siglo XX, revisitado en su multiplicidad gracias al libro Kafkas de Luis Gusmán.

Si hay algo que no falta en la literatura argentina, entendida como lectura, escritura y publicación de textos propios o traducidos, es la presencia del escritor checo Franz Kafka, muerto el 11 de junio de 1924 a los cuarenta años. Sin ir más lejos, Editorial Losada el año pasado reeditó los Relatos completos, y a comienzos de éste Eterna Cadencia hizo lo propio con Sobre Kafka, de Walter Benjamin. Además desde el martes pasado y hasta mañana lunes en el marco de la Bienal Borges Kafka se está realizando la Kathedra de Literatura Comparada de ambos autores, que organiza el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, la Sociedad y Centro Franz Kafka de Praga en convenio con la Universidad Católica Argentina (UCA), la Fundación Internacional Borges, el Museo Judío de Buenos Aires y la Fundación Sur. La Kathedra cuenta con la participación de Luis Gusmán, quien acaba de presentar Kafkas.

El autor checo que eligió escribir en alemán ha estado presente en la literatura argentina y en general rioplatense desde muy temprano. De manera inaugural, Borges fue el primero en escribir de él en su breve ensayo Kafka y sus precursores. Ahí plantea una idea que años más tarde retomará Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda y que consiste en que un autor nuevo o radical inventa a su público; del mismo modo Borges detectaba a los precursores del autor de La metamorfosis y postulaba que “cada escritor crea sus precursores”, lo que implicaba una modificación de “nuestra concepción de pasado” así como la de nuestro futuro. Estos precursores fueron para Borges el filósofo griego Zenón, el prosista chino Han Yu, el filósofo danés Kierkegaard, el poeta inglés Browning, el escritor y ensayista francés León Bloy y el escritor y dramaturgo británico Lord Dunsany. Toda una constelación Kafka.

Al igual que Borges, César Aira también tradujo La metamorfosis para esas ediciones ilustradas que sacaba La Nación hace un tiempo; la traducción apareció con dibujos de Luis Scafati y, en la presentación, Aira aprovechó para ser un poquito autorreferente al preferir el término novelita, tan propio de él, a nouvelle o relato. Según Aira, ese libro inauguraba “toda una línea de la literatura del siglo XX”, una línea “que podría denominarse ‘experimental’: ¿qué pasa si en la más común de las situaciones se introduce un elemento radicalmente extraño?”. Este año agregó un aspecto en su libro de ensayos Continuación de ideas diversas al señalar que más que tratarse de la historia de un hombre que se transforma en un insecto, ésa era la historia de un insecto que una mañana se despierta “en un cuerpo extraño, enorme, rosado, sin caparazón, con dos piernas, dos brazos… Un hombre. Y, a partir de ahí, la saga de los problemas sin cuento, los terrores de la pesadilla, de ser un hombre”. Para él, lo kafkiano es eso.

Luis Gusmán retoma en el inicio de Kafkas lo planteado por Borges en cuanto a los precursores y reconoce en Kierkegaard a uno de los principales: “Es posible que Kafka, lector de Kierkegaard como lo muestran claramente sus Diarios, haya tomado la letra K. del filósofo, ya que éste la utiliza en 1835 en su Diario”. Sin embargo al instante Gusmán descarta esa posibilidad al observar que en Kierkegaard “la inicial es señal de existencia y en Kafka de anonimato”. De todos modos coincide con Borges, aunque agrega un par de nombres al listado de precursores más: a Baudelaire [ver recuadro] pero principalmente a Goethe, que fue un referente para la tradición alemana y para autores como Thomas Mann. De acuerdo al estudio que hace Gusmán, “para ese judío nacido en Praga llamado Kafka, Goethe representaba la perfección de la lengua alemana”. En sus Diarios este reconocimiento queda plasmado, no como mero reconocimiento de una “genialidad” o “perfección”, sino como un instinto de imitación o mímesis que hay por seguir a Goethe: “El fervor que recorre todo mi ser cuando leo cosas de Goethe (conversaciones con Goethe, años de estudiante de Goethe, horas con Goethe, una estancia de Goethe en Frankfurt) y que me mantiene apartado de toda actividad de escribir”.

Hay algo que explicaría la pasión de Kafka por este autor, y es el mito de Prometeo, que ya habían trabajado Esquilo y Luciano, pero que Goethe lo reelabora al omitir el robo del fuego de parte de Prometeo, lo que le provocó en Kafka una simpatía por él e hizo que su castigo lo transformara en un “mártir de la arbitrariedad de Zeus”. Sin embargo, él si bien pudo haber seguido o imitado en muchas cosas a Goethe (el hecho de escribir su Prometeo o de llevar sus Diarios, por ejemplo), hubo otras que le resultaron imposibles, o al menos dificultosas: el uso del idioma le planteaba un doble desafío: primero, como señala Gusmán, era plenamente consciente de que “el idioma pertenece a los muertos y a los que todavía no nacieron” y por el otro, sabía que “al alemán practicado en Praga le falta relación viva con el dialecto, y que es lengua muerta que ‘sólo puede cobrar vida aparente por el hecho de que manos judías muy activas la revuelven’”.

En este punto es inevitable recordar el ensayo Kafka: por una literatura menor, de Deleuze y Guattari, que explica cómo haber escogido como lengua para su escritura el alemán de Praga –“vocabulario empobrecido, sintaxis incorrecta” y cruzado por el yiddish, el checo, el alemán y el hebreo– intensificó los sentidos de su obra. Para ello antes “se le arrancará al alemán de Praga todos los puntos de subdesarrollo que quiere esconder, se le hará gritar con un grito tan sobrio y riguroso… Se le extraerá el ladrido del perro, la tos del mono y el zumbido del escarabajo. Se hará una sintaxis del grito”.

Walter Benjamin escribió que Ante la ley era uno de los cuentos más perfectos de la lengua alemana. Lo curioso de la observación es que ese texto, incluido en el volumen Un médico de campo (1919), tiene sólo un par de páginas y trata de un campesino que está esperando que un guardián le abra las puertas de la ley, pero el guardián le dice que por el momento no; así el tiempo va pasando y pasando, y cerca de la muerte el campesino, quien no ha visto a nadie más que él frente a la puerta, le pregunta por qué nadie más ha pedido la entrada. Como el fin del campesino está cerca, el guardián decide contestarle: “Esta entrada estaba destinada exclusivamente para ti. Ahora voy y la cierro”. El guardián como Zeus, el campesino como Prometeo.

Esta aparente escasez de recursos lingüísticos llevó a Mario Levrero, que vivió unos años en Buenos Aires, a compararlo con Roberto Arlt: “Hay quienes escriben mal, como Roberto Arlt, o con poco lenguaje literario, como Kafka, y sin embargo, son grandes escritores”. Levrero confesó en varias entrevistas que sus primeras novelas estuvieron influenciadas por la lectura del autor checo a tal punto que llegó a decir: “Qué sé yo si ciertas cosas las vivió Kafka o las viví o las soñé yo”. El procedimiento de escritura de estas novelas incluidas en Trilogía involuntaria es similar al que siguió Kafka con Goethe, y él mismo lo admitió, por ejemplo, en Conversaciones con Mario Levrero, de Pablo Silva Olazábal: “Cuando escribí mi primera novela, me dediqué a imitar con la mayor precisión a mi alcance al Sr. Kafka”.

Hay en el autor de El proceso, El castillo y América (sus tres novelas) un interés por retratar el mundo animal con un doble propósito: primero, como si la curiosidad lo llevara a entender las reglas de la vida más allá del mundo de los seres humanos y también, como si planteara que desde ese lugar (afuera del lenguaje) nos pudiéramos retratar mejor. Hay varios relatos donde protagonistas o los narradores son animales: Informe para una Academia (cuyo protagonista y narrador es un mono que se ha convertido en un ser humano aceptado por la sociedad) y Chacales y árabes (donde un chacal le pregunta a un árabe “¿cómo soportas este mundo, tú, noble corazón, dulces entrañas?”) son los más notables: ambos iban a ser incluidos, según la edición de los relatos completos de la Editorial Valdemar, en un libro que se iba a llamar Responsabilidad. Influido quizá por esto, Damián Tabarovsky publicó un cuento titulado Kafka de vacaciones; ahí un narrador se queja al comienzo por la pérdida de su hembra, hembra que lentamente va dando paso al descubrimiento de que en verdad fue una perrita de nombre Kafka que extravió el narrador en unas vacaciones por Uruguay. Hacia el final el narrador-hombre da paso a un narrador-perrita que se encuentra perdida y con amnesia, confundida como el anterior narrador, cosa que le hace concluir: “Soy todas las posibilidades… La anulación de toda intención… El fracaso en tiempo real”.

Edgardo Cozarinsky siempre atento a lo que sucede, en este caso a la Bienal Borges Kafka y a la Kathedra, hizo dos antologías: una la llamó Galaxia Borges (en coautoría con Eduardo Berti) y la otra Galaxia Kafka. En este libro reúne y aborda la tesis de Borges en el sentido de que cada escritor crea sus precursores y mientras más potente es la obra de ese escritor, dichos precursores van configurando una tradición que tiene como centro su obra, esto es, lo que conocemos como kafkiano. En el prólogo, Cozarinsky traza un listado de algo más de veinte autores (sólo dieciocho están incluidos en la antología, excluyó textos de Borges y de Silvina Ocampo por ser “conocidos y fácilmente accesibles”, y no pudo contar con el del italiano Tomasso Landolfi por una cuestión de derechos); de todos ésos, ocho tienen o tuvieron alguna relación con Argentina, a los excluidos hay que agregar a Santiago Dabove, Julio Cortázar, J.R. Wilcock, Virgilio Piñera, Juan Manuel Roca y Timo Berger. Los tres últimos no son argentinos, pero sus vínculos van desde haber escrito sobre Kafka en Buenos Aires hasta haber vivido, escrito y publicado varios años acá. En una sección final del libro aparece una frase anónima, supuestamente atribuida Carlos Mastronardi o a Adolfo Bioy Casares, que señala que “si Kafka fuera un autor argentino, sus novelas serían catalogadas como costumbristas”.

En este punto vale la pena preguntarse de dónde viene el interés por Franz Kafka en la literatura argentina o rioplatense. Entre los escritores actuales, Pablo Katchadjian y Gonzalo Garcés han afirmado la importancia que ha tenido para ellos el autor checo. Garcés, que acaba de publicar Hacete hombre, dice que si bien ha leído prácticamente todo de Kafka, no ha sentido la necesidad de volver a releerlo, cosa que sí le sucede con otros autores: “Es como si Kafka fuera menos un escritor que un lenguaje. Y una vez que incorporas ese lenguaje a tu vida, dejas de asociarlo con determinado escritor; lo que haces es aplicar, irreflexivamente, ese lenguaje al mundo en general”. En otras palabras, lo kafkiano se vuelve más importante que Kafka. Para Garcés el significado de lo kafkiano no va por el lado de una situación opresiva, “en especial cuando hay burocracia involucrada”, sino por “la sensación desmoralizante de que toda argumentación es inútil. Que cada vez que tratamos de tomar por asalto la ciudadela de los hechos con palabras, somos derrotados, porque el discurso por su propia naturaleza se encierra en su propia lógica, y jamás toca las cosas que son, supuestamente, su tema”.

Pero la pregunta persiste: por qué Kafka ha tenido tanta acogida en Argentina. ¿Acaso basta con la explicación de que fue un escritor judío y en Argentina la colectividad es inmensa? ¿O que la desterritorialización de la lengua postulada por Deleuze y Guattari puede verse reflejada en el fenómeno de la inmigración: muchas lenguas sumidas bajo una dominante: el castellano rioplatense? ¿O sería mejor imaginar una realidad alterna y leer cómo quedaría su cuento El fogonero si reemplazáramos el puerto de Nueva York por el de Buenos Aires? En tal caso tendríamos algo más o menos así: “Cuando Karl Rossman, un muchacho de dieciséis años, a quien sus padres habían enviado a Argentina porque había sido seducido por una sirvienta, la cual había tenido un hijo con él, entró en el puerto de Buenos Aires a bordo de aquel buque cuya marcha se había hecho ya lenta, la Torre de los Ingleses, que hacía mucho venía observando, se le apareció como envuelta en una luz solar...”

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