Membrillos

CONCHA PELAYO -.

Se acaba el verano pero hoy no he querido resistirme y he ido a pasar el día con unas amigas a mi lugar favorito, al embalse de mi pueblo para tomar el sol y nadar, tal vez, por última vez, mientras disfrutábamos del verano perezoso que todavía se resiste a recibir al otoño. Hemos saboreado a placer las horas altas del día y, como adolescentes, hemos comido los bocadillos que nos hemos llevado de casa. El cielo, de pronto, se encapotó y comenzaron a caer las primeras gotas, muy suavemente, para trocarse en un generoso chaparrón que nos obligó a abandonar el lugar. Paramos en mi pueblo, donde disfruté de mis correrías infantiles y nos detuvimos junto a un membrillo para robarle algunos de sus frutos. Antes lo habíamos hecho en una higuera y en unos zarzales donde todavía brillaban las moras. Llené el hueco de mi mano del dulce fruto y las degusté con placer. El sabor de las moras es como un fulgor de infancia, de niñez , de inocencia. Un placer que se repite cada año y me convierte en la niña que fui. Mientras robaba al membrillo sus frutos me percaté del placer que me proporciona esta acción. Es como robar el alma al interior de la tierra, como descubrir un secreto que nadie más que yo había hecho.

Una de mis amigas quiso que le enseñara mi casa quemada. Con cuidado abrí la puerta de lo que fue el jardín y allí apareció, como un fantasma herido, como una patética mueca para el recuerdo. La hierba crecida y vencida por la reciente lluvia, la parra descontrolada con las ramas rozando el suelo y cubriendo la mesa donde comíamos protegidos por la sombra que nos proporcionaba. Las uvas, semicomidas por los pájaros se esparcían por doquier. Tuve que levantar con mis manos las guías de la parra para avanzar. Y allí apareció la casa, sin puerta ni ventanas. Descarnada como una calavera, las cuencas de los ojos vacías. Nada al otro lado. Sin techo, sólo las nubes presurosas y atormentadas. Esa es ahora nuestra casa. Los pájaros, cobijados entre las ruinas, salieron asustados provocando un aleteo que se me antojó como los últimos estertores de la muerte, si es que la muerte aletea. Mis ojos me llevaron a los, todavía, enhiestos troncos de los cinco árboles que mi madre hizo cortar y que yo decoré con dibujos infantiles. La maleza casi los cubría.

Hacía mucho tiempo que no iba a la casa. Para qué. Me acerqué al lugar donde está la higuera. Los pájaros también salieron de estampida, interrumpiendo el goloso festín de los higos que no se han recogido. Para qué. Mi amiga preguntó que qué vamos a hacer con la casa. No lo sé, respondí. Antes era la casa familiar, el nexo, el lugar donde disfrutábamos, charlábamos, reíamos, discutíamos, cantábamos, llorábamos. Era el lugar, en definitiva donde transcurrían los días de verano, era el lugar donde mi madre, esa mujer vital, dispuesta y trabajadora que cavaba la tierra para oxigenarla, que barría las hojas caídas, que cocinaba para todos, que planchaba, que cosía, que nos contaba historias divertidas que nos repetía una y mil veces porque así se lo pedíamos. Mi madre, ahora, está en el final de sus días, intuyo. El cansancio -dice- es agotador. Quiere morirse ya. "Ya no hago nada aquí, donde mejor estoy es en la cama y con los ojos cerrados..." La muerte, esa compañera que ahora la sigue de cerca, la admite y hasta la desea con la misma normalidad que ha vivido su vida. -"¿Qué voy a hacer? Si la cosa es así"- me decía ayer mismo- Mi madre tiene 90 años y me doy cuenta de los años que la he disfrutado, que la disfruto todavía y eso que yo también me he convertido, casi, en una venerable anciana. A mi edad, antes, las mujeres eran venerables ancianas. Ahora, creo que no.

Se acaba el verano. Nuestra casa sigue en ruinas. Los recuerdos se agolpan y la vida de mi madre se me escapa.

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3 Comentarios

  1. La casa quemada hoy es poesía, cobijo de pájaros, nostalgia herrumbrosa, y a su alrededor los frutos perpetuando en nosotros la alegría de vivir.

    Bellísimo texto, querida Concha. Un abrazo muy fuerte.

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  2. Anónimo28/9/14

    sabroso membrillo, pulposo, lleno de jugo oriental, regalo de Concha a sus lectores

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  3. Los recuerdos nunca nos abandonan. me gusta mucho lo que escribe

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