Plaza Constitución

CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT -.

A marchas forzadas, saliendo de Lima, atravesando Bolivia otra vez, hacia Buenos Aires, entre el chas chas del tren y el frío, Juan Pablo mira por la ventana del vagón comedor. Este viaje, desde Oruro hasta Villazón, no es viaje sino pesadilla. Noche insufrible; por las ventanas rotas penetra el hielo. No se puede dormir. De refilón ojea el exterior, siempre parece que hay agua, un lago sin término, cerca y en lontananza, y montes que semejan islas. Dormita, despierta, mira, piensa: los urus, pero no veo plantas de totora, no veo chozas, por qué tanta agua, será la inundación, se habrá inundado. Rostros cetrinos de nativos con los ojos cerrados le hacen creer que viaja por Mongolia, otra vez la estepa, a una hora de Ulan Bator. Pero en Mongolia veo los caballitos al trote, o las moles de los yaks que en sí parecen construcciones. El correo del zar, Miguel Strogoff, la altura impide que se bombee suficiente sangre al cerebro. Se marea, delira, cree que los mongoles lo acechan, lampiños y enigmáticos, sedientos de sangre, canibalismo, los aymaras son como los congoleños: antropófagos. Dios, Dios, y se desmaya o duerme.

Despierta a las dos de la mañana. Hora insegura. Podrían ser las tres, las 4 o las 5. Uyuni. Una estación vacía entre el viento y el polvo. La mente más despejada. Dormir le hizo bien. Se arrebuja en la ancha chalina de alpaca que le regaló su madre, sabiendo que su niño se expondría al yermo impertérrito y salado de la Bolivia andina, Da unos pasos. Gente agachada en grupos. Le recuerdan esas películas gringas donde los mexicanos siempre aparecían de cuclillas. Faltan los sombrerotes. Aquí los reemplazan los chullus.

Con dificultad, por los guantes, saca del bolsillo de la chamarra el resto de un pan de Toco que trajo desde su barrio cochabambino, donde estudiaba y era feliz entre cafecitos y porros que permitían comprender mejor las argucias de El Capital, lectura imprescindible para la materia de economía política. El “toco” está duro como piedra, congelado. Le quiere romper los dientes, araña el paladar. Hace como otros pasajeros y se arrima a una pared de adobe, con rastros de líquido congelado all over. Baja el cierre, y busca su miembro para orinar. Carajo, esta cosa se ha convertido en un forúnculo, un pliegue más de piel. El sexo se ha escondido, se acobardó. Y filosofa dentro de sí sobre la quizá imposibilidad de tirar en clima semejante. Felizmente nadie lo ve. Esta cosa, cosita, que mea, es denigrante…

Vuelve a recostarse. Adentro, a pesar de los cristales rotos hay un calorcillo con aroma áspero de pies, que refugia. Cualquier cosa a ese frío de mierda. Y le dijeron que Uyuni era hermoso. Otro mito, se repite, otro mito de esta puñetera Bolivia cuya característica es mentir.

Chas, chas. Chas, chas, se pone en movimiento la locomotora y gimen los vagones cuyas ruedas también se han solidificado. Se compró un café que bien pronto pierde calor. El plastoformo no se hizo para aguantar tal temperatura. Sin embargo puede remojar el pan y moverlo en la boca hasta que penetre hacia el estómago como tibia pasta vivificante. Ya ni le importa que la vecina india que tiene en frente aviente unos pedos que se abren camino entre sus ropas, ni que los contrabandistas, aduaneros, militares y policías que no cesaron en toda la noche de comerciar o de putear, caminen entre las líneas de asientos apoyando las manos en butacas o en cabezas sin distinción.

Cuando llega el día las cosas se facilitan. Se ha bajado al valle y se hace templado. Da gusto sentarse en las gradas entre vagones y mirar pasar eucaliptos y tierras rojas.

El cobrador anuncia que arriban a Villazón, que vayan preparando sus enseres y no dejen nada. Será una burla, y mira el desvencijado vagón, que a la luz del día muestra el paso del tiempo y la mugre incesante. Villazón es la última etapa de su Bolivia, que ama pero que decidió abandonar. La palabra futuro es inexistente aquí. Se da fuerzas, intenta llorar, pero al frente, cruzando ese puente que se eleva sobre una pila de excrementos, está la Argentina. Y en ella, en La Quiaca que es tan mestiza como Villazón, le sirven un asado jugoso con papas fritas, y cerveza Salta en botella chica. La radio toca zambas, cómo no.

Ha desaparecido el hedor. Extraño, pero aquí huele diferente, como si la misma gente se hubiese transformado por arte de encantamiento.

Aunque hay cientos de kilómetros desde aquel punto fronterizo a Buenos Aires, destino final en la América del Sur, Juan Pablo no hace anotaciones en su diario de exilio. A veces una palabra, todas relacionadas a comida, como si la culinaria fuese la fase vital que diferencia las tierras, y hasta a veces piensa que las razas. Anota: Ledesma: sándwiches de milanesa; Ojo de Agua: chivito asado; Rosario: pasta napolitana. Y de pronto el bus, porque cambió tren por éste, penetra en los extramuros del Gran Buenos Aires. Entonces comienza una carta: Querida mamá, he llegado. La próxima te la mandaré desde Marsella. Te extraño. Tu hijo, y bla bla bla.

Le han aconsejado un lugar para dormir barato. Entre viajeros se corre la voz de dónde y cómo comer, y las movidas para hacer de una estadía, peor una de paso, lo menos cara posible. Entre latinoamericanos es asunto de boca. Los judíos son diferentes, han creado un network solo para ello, y los veteranos hebreos que viajan por el mundo, un año cada uno y pago, cuentan con una guía impresa, país por país con detalles de alojamiento, alimentación, clases del idioma local, sugerencias, advertencias. Nada librado al azar. No me gusta, a pesar de la seguridad, se dice Juan Pablo, mientras acomoda la mochila en un camastro de un cuarto en Constitución.

Diez dólares diarios. En la parte delantera hay un boliche bastante inmundo, donde sirven escalopes y milanesas, junto a empanadas, algunas facturas, vino en jarra y café rancio. Por el precio no se puede pedir más. El barrio es un maremagnum de inmigrantes, putos y meretrices. Los canas pasean de a dos. Hay que tomar en serio a la proverbial policía bonaerense: es gente habituada al asesinato y la tortura. Siguen usando los famosos Ford Falcon que retrataron la represión en la no hace poco terminada dictadura. Hace dos años apenas. Mira el calendario grasiento por los efluvios de la cocina, y no miente: 1984.

Hace averiguaciones. Le ha sido imposible entrar al puerto. La idea desde un principio fue la de tomar un barco con destino a Europa, a cualquier lugar, con Francia como el destino que machaca en el cerebro. Marsella primero, o Tolón, para luego ir subiendo hacia París. Tanto le han contado sobre las delicias de la capital francesa.

Uno, dos, le pago por dos semanas adelantado. Observa que no ha de ser tan fácil. Barcos hay, los puede ver. Un marino marroquí le asegura conseguirle una entrevista con un capitán de medio pelo. No importa. Lavar la cubierta, pelar patatas, lo que venga. Y los días pasan y se va haciendo habitué de la plaza. Comienza a conocer a los personajes de esta Clichy argentina. Y le va gustando. Los más divertidos son los gays, que abundan por allí. Son conversaciones que alternan entre culo y Borges, y “dime, querido, ¿no lo querés hacer? Duele un poquito al principio, después te habituás”.

No lo practica. Al contrario, conoce a una holandesa, mochilera, que entre liar un faso y otro, con esa brutal yerba paraguaya que se fuman, le gusta coger. Para entonces ya se trasladó a un cuarto de alquiler y aprende con Elfie, así se hace llamar la amsterdita, a enhebrar cuentas de colores y cerámicas pintadas a mano y cocidas al horno para hacer collares. Hasta aprende unos pases de guitarra. Letras simples con ánimo de profundas de Sui Géneris. Tras de las paredes que ayer se han levantado… y vainas así que llenan su vida, mientras espera los instantes, que pueden ser de noche, al amanecer o al mediodía, en que a Elfie la arrebata el deseo y su vulva hambrienta lo devora como filete de ternera. Ya no va por el puerto. Cambió el jeans original por unos capris de hombre, de lino. Con ellos está más acorde con sus congéneres, amigos, y gente del gremio hippie que atiborra Constitución. Ya no le escribe a mamá. La última misiva le mentía que veía las dársenas de Marsella acercarse. Que no se preocupara que la carta no tuviese sello francés, porque se la entregó a un amigo argentino que la pondría en el correo de su país.

A mamá le preguntaron, cuando fue a comprar pan, ¿Y qué es de Juan Pablito? Una maravilla, vecina, está terminando Sociología en la Sorbona.


21/03/12

Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), 
La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013.

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1 Comentarios

  1. Anónimo30/10/14

    Crónicas de perro andante es un excelente título, me hace sonreir y pensar en la variedad de crónicas y relatos que puede contener, todo con ese tono que encuentro en sus textos. Este desde ya que me encantó!

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