La casita de la playa

ENCARNA MORÍN -.

Llegó el verano, no porque hubiera un cambio en el clima, que en nuestras islas es casi imperceptible. Aquel mes de junio  mi abuela anunciaba su comienzo porque “cerraban las escuelas”. Y efectivamente, las escuelitas del pueblo, que eran dos: de niñas y de niños por separado ya que en pleno franquismo la coeducación era impensable, cerraban por tres meses a cal y canto.

Nos íbamos a la casita de la playa, que permanecía atrancada el resto del año. No había tiendas, ni medios de transporte, tampoco luz eléctrica ni agua corriente. Pero para nosotras era el paraíso.

Lo típico, al llegar allí, era que la puerta se volviera resistente. El salitre había hecho mella en la cerradura, por lo que una ardua batalla seguida de clamores hacía que lograr finalmente que cediera la maldita, se convertía casi en una aventura.

Una vez en la casa, tocaba comprobar el nivel del agua de la pequeña aljibe con la que nos abastecíamos el tiempo que estábamos allí. Todo estaba impregnado de salitre porque la casita estaba en primera línea y contra ella golpeaban las olas del mar. Los cubiertos y calderos de aluminio, estaban medio desconchados. Ahora que lo pienso, debe ser producto de alguna reacción química del aluminio con el cloruro sódico. Si por casualidad había quedado azúcar, desde la última estancia, esta estaba apelmazada en el fondo de su recipiente.

Pero nada de eso era importante, ni mucho menos. Dormir con el rumor de las olas como música de arrullo era sentir que estábamos en el cielo. El paisaje era el mar inmenso y la costa de enfrente. Cuando las olas bravas, a lo lejos, rompían en el acantilado la abuela comentaba con ironía, que la gente de Guatiza ese día estaba lavando, debido a la gran espumareda que decoraba el horizonte.

Dormíamos en esteras de palma, que mi abuela había tejido con infinita paciencia, y en colchones de paja. Los únicos muebles eran la cama de hierro, la vieja mesilla de noche y unas cuantas sillas de madera. Una habitación principal, una pequeña cocina, el baño y un patio interior abierto al mar, era todo lo que constituía la casita de la playa. Enfrente estaban las salinas en las que un único empleado, a lo largo de todo el año, las mantenía cuidadas y atendidas, almacenando montañas de sal que cuando eran gigantescas, se iban transportadas en un barco.

Aquellas estancias en “los baños” como se llamaba entonces al veraneo, eran muy divertidas. Aprendí a nadar, a jugar en la playa todo el día, a reconocer el ciclo de las mareas y las riquezas del mar. Recogíamos marisco que una vez cocinado, se guardaba en botellas con vinagre, para consumir a lo largo del año.

Hoy he traído al presente estos recuerdos porque me ha venido una anécdota a la memoria.

Aquel verano, preparamos el viaje hacia la playa con varias semanas de antelación. En casa de Eloína, la vecina y amiga que tenía un horno, se cocinaron varios panes de maíz, nuestras tortas de millo, capaces de conservarse comestibles mucho más tiempo que el pan blando de trigo.

En varias sacas llevábamos gofio, lentejas, garbanzos, judías, papas, azúcar, higos secos, queso, azúcar, fideos, aceite, café en grano, velas, alguna pastilla de jabón y poco más.

El día de la partida, cargamos la burra, que era muy buena y mansita, y echábamos a andar con ella por veredas y caminos que hacían eternos los escasos siete u ocho kilómetros que habría hasta la playa. Eso sí, saludando a todos los que encontrábamos por el camino y dando cuentas de todos los pormenores de nuestro viaje.

En aquella ocasión llevábamos también una cabrita lechera. Era la forma de tener leche fresca. La atábamos al ladito de la casa bajo un chamizo improvisado y retornaba con nosotras al pueblo cuando terminaba el verano.

El viaje tirando de la cabra se hacía un poco más complicado. Pero si hay algo que les sobraba a nuestras abuelas era paciencia, mucha paciencia.

Aquel día nos cruzamos en el camino con Pedro Perdomo, un vecino que era propietario de una granja de gallinas y tenía una casita en la playa que lindaba con la nuestra. Pedro paró a saludar como buen vecino, cuando ya casi abandonábamos la carretera y tomábamos el camino de piedras. Él iba a bordo de su triciclo (un vehículo que ya no vemos por las calles, consistente en un trasportín en la parte posterior de la motocicleta), y amablemente se ofreció para  ayudarnos.

-María Luisa ¿quieres que te lleve algo?

-Si Pedro, puedes llevarme la cabra si quieres.

Dicho y hecho. En la parte de atrás de aquel efímero transporte, se encaramó nuestra cabra, que se evitó una buena tirada. Cuando llegamos a la casita de la playa, ahí estaba tan tranquila, comiendo unos hierbajos que crecían a lo largo del camino. Aún no había asfalto, ni hormigón, ni la urbanización que habría de terminar con las salinas.Todo eso ha desaparecido, aunque por suerte sigue existiendo en mi memoria.

La casita está pidiendo a gritos cada año una buena reforma para mantenerse en pie. Aunque ha tenido varios candidatos, no podría jamás ser vendida porque no hay dinero capaz de pagar tantos recuerdos. Su existencia está ligada a las desaparecidas salinas, ya que para que estas tuvieran su necesaria expansión, un terreno familiar fue permutado por aquella casa pequeña.

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4 Comentarios

  1. Soli Cillero20/1/15

    Me encanta... puedo oler la sal, las esteras, los granos, los burgaos en vinagre. Haces fácil transportarse a un mundo tan acogedor y tan abierto al Atlántico...a la vez !!

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  2. Los burgaos y lapas eran embotellados pacientemente,,,,esas vivencias en nuestra vida nos han hecho sentir que sin la presencia de nuestro mar no sabemos vivir los que hemos hecho de él nuestra patria inmensa.

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  3. Anónimo20/1/15

    Bonito relato.
    El haber podido conocer dicha casita, su mar y sus alrededores (ahora muy cambiados), me hace sentir algo parecido a un privilegio muy especial. El mar tan azul.. a veces tan transparente... la paz de la isla... los niños jugando en el agua..
    Quizás fue un sueño. Uno muy bonito
    Willyermo

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  4. Adorable y exquisito, con sabor a recuerdos de oro. Gracias!!.

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