Morada al sur (*)



PABLO CINGOLANI -.

La noche era una loba quieta, reposada, ya que hasta los lobitos dormían.

La noche se detenía, se suspendía: no se movían ni las hojas de los molles ni menos los cactus, más firmes que nunca, centinelas del olvido, tan altivos ellos. El tiempo se amansaba tanto en esos valles silenciosos que ni el viento se animaba a despertarlo y nosotros, dale que dale, dale que vamos, atravesábamos el bosque de la noche (Djuna Barnes) en una vagoneta-cantina, vagoneta-muelle, por una carretera solitaria, el hilo de asfalto que une Cotagaita con Tupiza, siguiendo la travesía de nuestros sueños insomnes.

De repente, Ricardo, capitán de la nave, alerta, sacude, incita: ya es medianoche, hermanos, ya empieza el nuevo día. Fue entonces que detuvimos la marcha, nos parqueamos con prolijidad en el medio de la nada –en algún lugar de la distancia que hay entre Cotagaita y Tupiza, entre Cotagaita y el cosmos, entre Cotagaita y la eternidad-, y celebramos con solemnidad y señalamiento, un nuevo onomástico, el cumpleaños de Ramón, compañero de avatares y de curvas.

Anoté solemnidad y es tal cual: ¿cómo no agasajarlo, cómo no agasajarse con un poco de ceremonia y de arraigo cuando estábamos en el corazón del destino, en medio de la geografía dura, lejos de los mapas y de cualquier otra cosa que no sea la pura contingencia y la vida golpeando, galopando, gozándola, a cada minuto, a cada kilómetro, a cada cuesta, a cada cerro, a cada ángel de la guarda, a cada lágrima, a cada sonrisa, en los umbrales y las entrañas de nuestras almas errantes?

La vida que dice: felicidades, mis hijos. La vida que dice: no mires atrás, respira, huele, camina, allá vamos.

Estábamos en medio de una de las comarcas más bellas de Bolivia, en el corazón del País del Singani, cuya hidrografía la define el río del mismo nombre, que nace en algún lugar impreciso pero que se ubica entre Tarija y todo el sur potosino: las pequeñas patrias, los distintos valles, donde nace la amancaya y la uva de la cual se destila uno de los aguardientes más deliciosos del orbe.

El río Singani es un río potente, con un afluente otrora famoso y hoy bastante olvidado que viene de los valles de Sapahaqui y Caracato, y con ese empuje, ese sabor y ese garbo trepa y llega a las ciudades, especialmente a La Paz, donde el río Singani se desborda y se vuelve delta y su desborde es considerado bendito, sagrada para miles de sus moradores.

El caj, el chuflay y el coctelito son diversas modalidades del culto al río Singani, tan generoso como el Nilo, tan decisivo como un Rubicón, sobre todo si se lo bebe una tarde de invierno, con amigos y con mucho empeño en celebrarlo, en celebrarse, en sentirse vivo. Deliberábamos sobre estas altas cuestiones cuando el día abrió los ojos y estábamos en Tupiza, Ramón con un año más y todos felices, llena de arena el alma.

¿Qué sería el mundo sin Tupiza? ¿Qué sería el mundo sin sus cerros rojos, su maíz fervoroso, sin Alfredo Domínguez, sin los jinetes de Arraya, sin la batalla de Suipacha? ¿Qué sería el mundo si uno se olvida? Por eso, digo, se escribe y se canta: por el cielo que te bendice y por esa esperanza que te espera en cada cosa, cada causa, cada corazón. Eso sentíamos mientras buscábamos el mercado para zamparnos todos los tamales, a modo de cena, torta de cumpleaños y desayuno, a modo de acariciar las circunstancias: el olor de Tupiza, sus sauces, sus casas, la luz del sol esa mañana, y ya avanzando la ruta, el río que es todos los ríos, incluyendo el río de Heráclito, pero que a la vez es un río singular, un río amado, un río que se llama San Juan del Oro –San Juan Mayu- y que uno ama por muchos motivos, muchas marchas, muchas músicas compartidas.

Son las cosas simples que te procura el viaje, son las cosas simples que te procura la vida: la tierra verde, la brisa que besa los maizales, la vía del tren que serpentea por el valle, el recuerdo de ese tren que un día y tantas veces supo unir dos puntas de un mismo lazo –ese lazo que se forjó a sangre y fuego en los campos de Suipacha- y que se vuelve a enhebrar entre las flores de airampo y las alas de los colibríes que insisten en agasajarte mientras la ruta sigue, la vida no se detiene, y si estás o no estás, ya no es asunto de la vida, sino asunto tuyo. Date cuenta.

Date cuenta: lo simple que también es lo profundo. Lo profundo del alma, no esa hondura de artificio y de abismo que está anclada en la teoría, anestesiada en la razón y las razones grises de vivir por vivir, vivir sin darse cuenta, vivir sin la alegría que te provocan Cotagaita o Tupiza. ¿Qué sería el mundo sin ellas?

Mientras lo anoto –mientras alucino un mundo feroz donde a nadie le importen los caracoles de la playa del San Juan del Oro y la mística de una memoria que anuda el tambor de batalla con la guitarra más dulce y más recia, la más animal y la más mineral de todas-, mientras lo añoro, siento a mi alrededor la presencia de las retamas que vimos nacer y un gato que brilla y disfruta del sol con el esplendor de la esfinge y la sabiduría de mil budas. Y ese sentimiento me embriaga.

Me embriaga el Sur.

Esa posibilidad de pasión por lo nuestro es lo mejor que tenemos para compartir entre nosotros, los del sur. Desde el lenguaje, desde el arte, desde la alegría, desde la militancia, eso hay que defenderlo, frente al acoso y el cerco de los emputantes amputadores de espíritus, los carniceros de almas, los que no saben que la vida está ahí: en la belleza de un wayruru, en las montañas bermejas, en el majuelo fraterno y los cuartos con bagualas, en la fe despojada de cualquier atributo, la fe desgarrada y desnuda pero fe, fe simple, fe de pueblo, fe de destino, fe de río.

La noche era una loba quieta, reposada, ya que hasta los lobitos dormían. ¿Y si nosotros también dormimos? –le digo a Ricardo en algún lugar del Alto Beni, en algún lugar de los Karangas, en algún lugar de la vida. La noche nos acunaría y luego nos regalaría lo más maravilloso que tiene el Sur, allí donde se concentra la pasión, allí donde se potencia la emoción, allí donde se convocan y se juntan todas las esperanzas: el alba.


(*) El título corresponde a un poema del colombiano Aurelio Arturo

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