Adiós mariquita linda



GONZALO LEÓN .-

A veces lo personal no explica nada, sino todo lo contrario lo envuelve en una maraña inexplicable, pero es la única manera que tengo para comenzar. Sucede cuando le tienes cariño a un autor, independiente de lo que haya sentido ese autor por ti o de lo que haya sucedido en el trayecto que va desde que se conocieron hasta su muerte. Conocí a Pedro Lemebel en la recepción de revista Apsi en 1992. En esos años no era Lemebel, el cronista, sino el cuentista, o mejor el performer, el ARTISTA. Fue a la recepción con su quien formaba el colectivo Las Yeguas del Apocalipsis, Francisco Casas. Ese año Pancho había publicado Sodoma mía, y quería que alguien lo reseñara. Hablamos un rato en aquella recepción con el libro en mis manos, y pensé: Estos tipos son muy simpáticos pero muy extravagantes. En el patio de la universidad me habían hablado de Las Yeguas pero yo había creído que eran millones y no dos. Bueno, uno a los veinte años cree más de la cuenta.

Han pasado más de veinte años de eso, han pasado los mismos años desde que me lancé a conocer la noche santiaguina y su circuito artístico que había sido uno de los espacios de resistencia a la dictadura. Gracias a eso fui encontrándome con Lemebel, a quien por sorpresa supe que otros lo llamaban por su apellido paterno, Mardones. Lemebel me decía Leoncito y yo, por respeto, Pedro. Un día me tocó el trasero y tuvo su mano ahí un buen rato, hasta que se dio cuenta de que no me molestaba, pero que tampoco era algo que me entusiasmara. Una noche junto al pintor Hugo Cárdenas fuimos a un bar de mala muerte que, como muchas cosas y personas, ya no están. Hablamos de todo, bebimos no sé qué, pero poco porque no teníamos mucha plata. Luego de pagar caminamos por la Alameda. Pedro vivía más bien en la periferia junto a su madre. Hugo, que lo conocía desde los 80, le preguntó, porque igual era tarde y ya no había para su casa. No te preocupes, haré hora en alguna plaza por ahí. No, te invito a mi casa, dijo Hugo y a Pedro se le iluminaron los ojos. Eso sí, agregó el pintor, no va a pasar nada, tú dormirás en... No te preocupes, volvió a decir y se despidió.

Durante los tres años que fui su vecino solía encontrarme con él en la calle. Pero antes, en 1999, lo vi con Roberto Bolaño en la feria del libro de Santiago, eran dos estrellas distantes, que sonreían y paseaban por los pasillos. Fui a su casa tres o cuatro veces. Recuerdo una virgencita de Montserrat en algún lugar de ella, la Virgen Negra. Recuerdo cuando se murió su madre y se arrancó el pelo y el pañuelo en la cabeza que comenzó a usar. Una noche estaba con un amigo bebiendo una cerveza en una bar de esa calle y de pronto miramos para afuera, era invierno y hacía mucho frío, y Pedro caminaba hacia el río Mapocho. Era tarde, salí a su encuentro imaginando que había equivocado el camino. Le grité, cruzó la calle y ahí me di cuenta de que caminaba tambaleante. En el bar lo convencimos para que se fuera a su casa.

En 2007 dejó de hablarme. Al principio no entendí por qué, luego imaginé por qué y después no me importó, porque así era Pedro. Quizá consideró que había tenido la dosis suficiente de él. Nunca fuimos amigos. Pese a eso, él era querible. Lemebel ha muerto y con él Chile ha perdido a su último escritor popular, con todo lo que eso significa: encarnar los ideales, las ilusiones de un sector que ha sido no solamente postergado, sino pisoteado en mi país. Quedan sus libros: La esquina es mi corazón, De perlas y cicatrices, y hace dos meses, ya enfermo, volvió a presentar en la feria del libro de Santiago Adiós, mariquita linda. Adiós.

Publicado en el blog del autor y en diario Perfil (27/01/2015)

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