Testigos y compinches: compañeros

ROBERTO BURGOS CANTOR -.

La tradición larga de unos países cuyas imágenes institucionales las hicieron letrados y curas, hizo que cuánto se reconocía como culto fuera un signo de reconocimiento social, prestigio, y claro, dominio.

Fue, entonces, frecuente que en las casas se tuvieran, estantes, vitrinas, un rincón, pequeño o extenso, para los libros. Quienes no leían adquirían decorados de lomos atractivos, por metros.

Bastaban que estuviesen a la vista como una cruz, un cuadro del Corazón de Jesús, un jarrón sin flores, la fotografía del matrimonio, del primer bautizo. No tuvimos la infaltable Biblia de los puritanos.

Después la mezquindad de las áreas en viviendas urbanas, especulación más impuestos a la propiedad, seguridad, crearon un gusto ambiguo, entre la austeridad forzosa y la escasez. Se sabe como en los Estados Unidos debieron cambiar los diseños de la edición de A la búsqueda del tiempo perdido, Proust, porque la gente no lo compraba por no tener dónde ponerlo en los apartamentos. Lograron unas hermosas cajas, pequeñas, que devolvieron la compañía de don Marcel.

Fuera del libro como decoración; con el lento avance de las bibliotecas, sus servicios de llevar el libro a casa, en este sentido ejemplar lo que hace el Banco de la República, la eventual ubicación en el barrio del lector, y la inclusión en las políticas municipales de construcción de bibliotecas que comparten con organismos particulares su administración; ya no es común el cuarto de los libros.

Algunos, maestros, escritores, investigadores, como los mecánicos independientes que desvaran los carros en la puerta de su casa, y tiene un altar en la sala para las herramientas que consiguen con esfuerzo, tenemos la vivienda invadida por libros.

Contaba Óscar Collazos que el mayor tiempo, la ayudante doméstica, lo utilizaba limpiando los libros. Un día le anunció que se retiraba porque se iba a casar. Agregó, con dejo desconsolado, lo que más falta me hará serán los libros. ¿Usted sabe que los leía? Por supuesto, el escritor la autorizó a que fuera cuando quisiera a seguir leyendo.

Pero cada cierto tiempo, siete, diez años, quien tiene libros padece la necesidad de ordenarlos. No basta la limpieza de la ayudante. Y lo que ocurre es una maravilla. La revelación de saberse uno. El ejercicio de regalar algunos, de encontrar los que se escondieron para dejarse leer cuando les dio la gana. Gana razonable.

Parece que los libros estarán mientras sean parte de lo que uno es. Los que estuvieron en lo que uno fue, se desprenden. Y esas sensaciones muestran los cambios de la vida, los colores del camaleón. Y la sorpresa tremenda sin interpretación todavía: los que acompañaron siempre. O los que esperaron el encuentro.

Cada lectura enriquece la percepción del mundo. Cada libro se llena de más palabras. Restos de uno entre libro y libro. Testigo silencioso, háblame.

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