Luna llena

ENCARNA MORÍN -.

Desde mi ventana puedo ver el horizonte, el mar inmenso, los barcos en el puerto, el cielo y una maraña de casas que ocupan la mayor parte del espacio urbano.

No sé cuánto tiempo voy a disfrutar de este pequeño privilegio, ya que los cimientos de una torre de quince plantas, que ocupan lo que era una bonita y alegre plaza pública, amenazan con taparme algún día el sol. La justicia nos dio la razón a los vecinos del barrio, hace unos años, cuando reivindicamos este espacio de ocio y bien común. Pero no hay alegría que dure en la casa del pobre. Y aún es el día en que deberíamos disponer de una considerable suma de dinero, para resistir la embestida, desde los flancos del poder, de quienes insisten en legitimar este atropello.

Detesto estos hierros puntiagudos y el hormigón que les rodea. El solar ha sido vallado, de la misma forma en que una madrugada, casi con nocturnidad y alevosía, llegaron aquellas excavadoras para demoler la plaza en la que los ancianos del barrio hacían sus tertulias y tomaban el sol de media tarde.

Hace unos cuantos días reparé en su presencia. Husmeaba de acá para allá tranquilamente en medio de este escenario apocalíptico, cuando se me ocurrió lanzarle un trozo de queso. Nada más sentir el impacto del alimento contra el suelo, salió corriendo a toda velocidad, para posteriormente, poquito a poco, volver a retomar su posición inicial. Al tiempo que comía, miraba hacia arriba y los diez metros que nos separaban, se convirtieron en su seguridad.

Yo le observo cada día desde lo alto detrás de los cristales, no vaya a ser que el ruido le soliviante. Siempre alza su mirada con dos ojos verdes casi fosforescentes que me observan con algo de recelo. 

Descubrí, cuando escapaba a mi primer asalto con comida, que estaba embarazada. A partir de ese momento supe que era ella y no él. Y por supuesto que no se iba a librar de mis alimentos aéreos en forma de trozos de pescado, restos de pollo… siempre algo consistente que no se deshiciera al contacto con el piso.

Una y otra vez se repite la misma escena: me entusiasma tanto verla comer, que de pronto pienso que quizá es poco lo que le he lanzado, y voy a por algo más. En ese momento, cuando la bombardeo con comida, que cae a su lado, ella sale corriendo y desaparece de mi vista, aunque en un par de horas también ha desaparecido el alimento.

Lo nuestro es un amor en la distancia, aunque ella no confía en mí. Otros seres humanos la han debido maltratar. 

El paso siguiente fue pensar en llevarle algo más adecuado para una gestante. Conseguí descubrir una ranura entre la acera y la valla de metal, así que en la siguiente compra añadí una lata de comida para gatos, que coloqué en un recipiente desechable y se la llevé.

He decidido llamarla Luna, puesto que una luna llena a media noche me la hizo visible por primera vez. Y ya que le vamos a poner comida, asegurémonos que también está hidratada. En un recipiente plano para que se deslizara por la ranura le llevé también el agua. 

La gente que pasa por la acera debe pensar que soy una lunática. Llevo un platito desechable con algo dentro y una botella de agua en mi otra mano. Luego me pongo a ras del suelo y lo deslizo por debajo de la valla. Más de una vez me he sentido obligada a dar una explicación a algún transeúnte que me mira extrañado.

-Es que hay una gatita embarazada a le que le traigo algo de comida- y la mirada inquisidora se convierte en amigable y me sonríe.

Me divierte sorprenderla en desde la distancia mientras come. Lo cierto es que deposito la comida y casi por arte de magia aparece ella al poco tiempo. Como si tuviera ojos detrás de su cabecita, me devuelve la mirada. Si se me ocurre abrir la ventana y susurrarle algo, sale corriendo, disparada y se pone bien lejos.

Lo nuestro no es que sea un amor imposible, en realidad es un amor incondicional. El mío hacia ella y el suyo hacia los cachorritos que laten en su vientre. Yo alimento su cuerpo y ella alimenta mi alma al reconfortarme con mi parte humana y protectora.

En torno a nosotras ha aparecido otra fauna casi invisible que atacan las migajas que deja Luna. Dos mirlos negritos del árbol de la calle, un pajarillo grisáceo que no identifico y algunas palomas salvajes comparten los restos de comida del ser más libre del mundo. Empiezo a comprender por qué para referirnos a alguien sin ataduras a veces usamos la expresión de es que no tiene dueño, como los gatos.

Mis rutinas han cambiado puesto que después de poner la cafetera, bien temprano, bajo hasta la calle a llevarle su sustento mañanero, mi lista de la compra incluye comida para gatos, mirar esos cimientos desolados es buscarla a ella constantemente. Si pasa más de un día sin hacerse visible, rápidamente supongo que estará de parto. Pero al poco rato aparece esa cosita negra con un collar de pelo blanco y su patita derecha trasera banquita también. Le brilla el pelo, está bien alimentada. Y en algún momento será la madre feliz de una camada.

“Uno es responsable de lo que domestica” (Saint Exupery).


Fotografía: Kristhóval Tacoronte

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3 Comentarios

  1. Me encanta. Desde niña, siempre alimenté gatitos...
    es una sensación ...como amar la libertad...
    eso es !!

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  2. Gran nivel narrativo. Hermoso y profundamente humano, en el mejor sentido.
    Abrazos, querida Encarna.

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  3. Anónimo13/3/15

    una mirada desde la luna, alucinada al descubrir a un pequeño ser femenino en la oscuridad

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