El tiempo entre recuerdos

CONCHA PELAYO -.

A punto he estado de enmudecer al mirar esta fotografía. Un amigo me la envía por whasap desde Valencia. Me pregunta que si conozco a alguna de esas chicas. Ha bastado un segundo, sólo un segundo, para que se me agolpara en la memoria toda la infancia, todos aquellos años de adolescencia adolecida, cuando todo se esperaba y todo parecía se iba de las manos. En los extremos de la fotografía, mis adorables y entrañables Carmen y Marisa Rodríguez, las hermanas gemelas de nuestro desaparecido e insigne poeta Claudio Rodríguez. La segunda por la izquierda mi hermana Manoli, ahora presa de la enfermedad de Alzheimer que la va despersonalizando poco a poco. Hace dos días, antes de regresar a Alemania tras pasar en familia la Semana Santa, la acompañé a la peluquería y mientras la peinaban le decía al peluquero: mire, ésta es mi hermana la mayor, así hasta seis veces. La esperaba a que terminaran de peinarla porque si la dejo sola en la calle de Santa Clara, la calle principal de Zamora donde ella ha pasado parte de su vida, no sabría si tirar hacia derecha o izquierda para ir a casa. Su desorientación tremenda, casi angustiosa. Sufrimos ya mucho con mi padre, que murió de la misma enfermedad, pero no creíamos que íbamos a vivirlo de nuevo, y tan pronto, en la siguiente generación. Fueron muy duros aquellos años de comprobar cómo la decrepitud, tanto psíquica como física, se va adueñando de una persona hasta expirar.

Al lado de mi hermana estoy yo. Me dice mi hija que tengo la misma carita que ahora, -una carita de buena- me dice. Luzco ese cabello rizado que tanto he odiado y que tanto me he destrozado con los planchados, aunque ahora ya lo dejo a su libre albedrío: que vaya y venga a favor del viento, mutilado aquí o allá por mor de mi atrevida tijera. Observo que mi mirada es la misma desde la infancia. Me pregunto qué es lo que hace y significa la mirada de una persona. Por qué unas miradas nos atraen y otras nos asustan. Qué ocurre dentro de los ojos para que demos una imagen u otra.

A mi lado, en el centro, mi amiga Presen, aquella amiga bellísima de ojos azules y un quiquiriquí -decía mi madre- en el pelo que la hacía muy graciosa. A su lado, Loly, me dice Presen, pues la había olvidado por completo. Presen también contrajo un cáncer de mama pero lo superó y desde entonces su fe se ha hecho tan poderosa que se ha convertido en el número trece de los apóstoles. Ella está en la certeza de que ha venido a este mundo para llevar el mensaje de Jesucristo. Nos ha traído un libro donde, al parecer, la palabra de Dios está, no en cada página, sino en cada renglón. Hasta cierto punto, envidio a este tipo de personas que viven en la fe porque todo se les hace llevadero. De aquella Presen no queda casi nada, sigue siendo atractiva pero su metamorfosis religiosa la han convertido en una persona diferente.

Esa fotografía me ha devuelto, sobre todo, la imagen de mis amigas las gemelas, aquellas malogradas amigas que dejaron este mundo mucho antes de lo que merecían. No tenía ninguna fotografía de ellas pero sí su recuerdo nítido y esa foto me las trae de nuevo, con sus miradas directas, de nobleza, con sus sonrisas entre inocentes y picaronas, con sus ilusiones recién gestadas pero que, estaba escrito, no llegarían a término. Me doy cuenta de que todas miramos a la cámara. Me doy cuenta de que a mí se me ve la más mujerona aún siendo una niña de trece años. Crecí muy rápida pero me detuve.

Estamos en la Avenida, frente a nuestro Instituto de Enseñanza Media "Claudio Moyano", donde cursamos nuestros estudios de Barchillerato. En aquel instituto donde estábamos separados las chicas de los chicos, donde nadie osaba traspasar aquellos espacios prohibidos. Teníamos también patios diferentes, enrejados, desde donde podíamos mirar y ser miradas en nuestras clases de gimnasia al aire libre, en buen tiempo. Yo era gordita entonces y llevábamos unos horrorosos bombachos para nuestras clases de gimnansia y a mí me daba verdadera vergüenza que me vieran de aquella guisa. Era tiempo de complejos, de sonrojos, de mucha timidez, pero también de grandes reflexiones. Se pensaba mucho porque entonces los niños no teníamos televisión y pasábamos muchas horas leyendo. Por entonces ya había comenzado yo a hacer mis primeros pinitos con la pluma. Ay.....

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