Un loco, un niño y un borracho

PABLO CINGOLANI -.

A las siete y media de una mañana de domingo en invierno, no es recomendable salir a ningún lado. Menos en los Andes. Hace frío, mucho frío. Pero igual salgo, cierro la puerta y salgo. La soledad es total, pero no tanto. Siempre sucede algo.

Vivo en los arrabales de La Paz. Son un tipo especial de extramuros. Donde el campo resiste, aunque languidece y la ciudad no logra terminar de imponerse. El campo, en este caso, es un bagaje cultural de cinco mil años. La ciudad, por el otro lado, es una mezcla avasallante de modernidad forzada, copia de la copia de la copia, que abruma, traumatiza, vence, algún día terminará de vencer. Pero no hoy.

Siete y media de la mañana en Jupapina, Río Abajo. La colosal soledad de la montaña parece invadirlo todo. No hay taxis parqueados en el templo evangélico. No hay cholas que se afanen con sus bultos. No hay movilidades en el camino. El capitalismo y su superestructura aún siguen durmiendo. Pero algo siempre sucede. Por eso, es preciso estar ahí. El frío es menos frío cuando ocurre, cuando empieza a ocurrir.

Veo la figura de un niño viniendo por la carretera vacía. Lo siguen una decena de perros, que revolotean como moscas, mueven sus colas como látigos, saltan, están excitados, entusiasmados, frenéticos. El niño es un niño aymara, un niño indígena, está abrigado, tiene un gorro de lana de color negro y una chamarra azul desteñida donde está impresa la cara de Michael Jackson. Tiene un bulto que carga con él, y el contenido del bulto, supongo, es lo que afana a los canes.

Sigo el recorrido del niño con la mirada e intuyo a dónde va: a una tapera donde se alojan unos caballos de paseo. La tapera está al borde un barranco profundo, frente a unos cerros tan hermosos que son magnéticos. Allí siempre hay muchos perros, que cuidan a los caballos. Son caballos tristes porque son caballos trabajadores, forzados a trabajar, no son caballos libres, salvajes.

El niño es una especie de flautista de Hamelin pero al revés: en el bulto que carga entre sus manos, supongo comida. Menudencias de cordero o de cerdo. Un corazón de vaca aún palpitante, un tremendo bofe. Algún pariente ha carneado y el niño ha ido temprano a procurarse el alimento para los perros. Vuelve feliz por ello, misión cumplida, y eso denota su rostro cuando me saluda: ¡hola, tío!, exclama cómo exclaman los niños del altiplano, los niños rurales, los niños campesinos. En la ciudad, los niños ya no saludan. La Ley de Trata y Tráfico de Personas, y todas las demás leyes, los protegen pero igual no saludan.

Sigo caminando por la carretera desolada. El sol no puede salir del todo, atrapado por una muralla de nubes heladas. Apenas alguno de sus rayos se cuela por alguna rendija, provoca eso que busco siempre: la visión serena del destino. La montaña y su soledad cósmica te regala eso, domingo a la mañana o cualquier día de cualquier año, toda la vida.

Me tienta un prado agreste, embellecido por la luz, que se abre en balcón hacia unos cajones imponentes que labró, que va labrando perpetuamente, el río Achocalla. Pero algo me dice que no, que siga andando por el camino donde, ahora que el niño de los perros se ha ido, no hay nada ni nadie. Y sucede, siempre algo sucede.

Una camioneta destartalada fondea en la banquina. De la caja de atrás, baja alguien. Un hombre. Viene de arriba, acaso de El Alto, acaso de acá nomás, de Mallasa. Voy a cruzarme con él. Cuando ya estamos cerca, advierto una cosa: el hombre está completamente borracho. Ebrio, beodo, yuca. Me saluda con efusión y me dice “buenas tardes”. Son las ocho menos diez de la mañana.

Mientras el hombre sigue su rumbo, voy sintiendo la inmensa alegría de habérmelo encontrado. Ese “buenas tardes” lo sintetiza todo: ese hombre, aunque ni él lo sepa, ha logrado algo que todos los seres humanos de todos los tiempos han querido hacer y no lo han logrado: ese hombre ha abolido el tiempo, ese hombre ha hecho un bulto con el tiempo –como el bulto con la comida de los perros- y lo carga sin pesar, sin dolor y sin pausa por el camino, por la mañana del domingo, por la puta vida.

Allí es donde te anoticias de una cosa. Una cosa sublime, gloriosa: he ahí la generosidad de Dios, he ahí la gracia y la bendición de los dioses.

Algunos dirán: ¿de qué hablás? Es sólo un borracho. Ese hombre será sólo eso, un ebrio, para aquellos que están atrapados en las telarañas de la civilización. Con esto que afirmo quiero corregirme: cuando anoté acerca de “todos los seres humanos de todos los tiempos”, me refería sólo a ellos: a los hombres civilizados, a los que presumen de ello, y condenan a los demás por salvajes o por borrachos.

El hombre en pedo del camino con su “buenas tardes” no sólo abolió el tiempo –el tiempo es el mejor de los chantajes que el sistema, el capitalismo y sus mitos deformantes ejercen sobre nosotros-, sino que desmiente a su vez todas las versiones de eso que conocemos como civilización, eso que abruma, traumatiza, vence, algún día terminará de vencernos, algún día acabará con todos los borrachos que anden proclamando sus verdades por los caminos. Pero no hoy, eso está claro.

Entiéndase bien: el sistema lo que quiere son adictos solitarios y seres humanos narcotizados por la tele y el consumo, que son lo mismo. No quiere profetas que vagabundeen por ahí, no quiere iluminados que alienten a los corazones, no quiere, insisto, borrachos a la libre, domingo a la mañana, que en vez de ir al templo o ir a misa, anden filosofando, arrasando con todo –demostrando que la abolición de la maldad es posible-, rebotando en los caminos, entre las montañas, que además, son tan bellas. El sistema no quiere celebración, no quiere fiesta, música, no quiere lírica, no quiere poesía y arena: quiere que trabajes calladito y punto.

Sigo caminando y lo que veo, confirma todo lo anterior o lo desmiente entero, acaso lo suspende, porque la escena, como sea, es desgarradora y brutal: un loco está metido de narices en el basurero público, un tráiler asqueroso que la empresa de recojo de las basuras deja ahí, a la entrada de algo que se llama Parque Nacional Mallasa o el infierno.

El loco está loco, y el loco, obviamente, no saluda ni filosofa ni nada: está rematadamente ubicado, atrapado en su mundo, dentro de un botadero, rodeado de basura y de mierda, con la que juega, come, se viste, se calienta, dialoga, sufre, se alegra, confía, desconfía: no sé.

El loco cruzó todos los limites y se perdió en su laberinto, el laberinto de esa situación que, como decía, afirma el sentido de todo lo anotado hasta aquí o lo desecha, como la basura donde el loco escarba, el loco se solaza, el loco se entierra: no sé.

Conmovido, ahora si me salgo del camino y voy directo hacia los desfiladeros que caen sobre el río, otro río, a la derecha: un lugar hermoso y caótico, tremendo de abismos, al que nadie acude, al que nadie mira. A los turistas los llevan a un simulacro domesticado de todo ese paisaje, y encima les cobran por sacarse fotos. Pero mientras voy caminando, recreo la secuencia –el niño feliz de los perros, el borracho libertador del mundo y el loco emporcado en la mierda de ese mismo mundo- y me invaden las palabras, me empieza a secuestrar de allí este texto, esto que estás leyendo.

Decido volver, decido abandonar el camino hacia la belleza absoluta y redentora, y volver a casa, y escribir.

Mientras regreso, mientras voy desandando mis pasos –el loco seguía ahí, botado en el botadero, ahora catatónico, inmóvil, casi muerto-, quiero ponerle radio a la situación y aprieto OK a la función Radio FM de mi celular.

Seré escaso, sólo para que conste: a las nueve y pico de la mañana de este domingo cualquiera, el menú radiofónico te ofrecía sermones de distintos credos y congregaciones, sermones todos ellos que vomitaban todos ellos esas medias verdades que los habitan y donde, me dije, no caben ni un niño que sonríe, ni un borracho abolidor del tiempo y menos que menos un loco de remate, cagao y recagao por la vida.

Seguí cambiando el dial y, sin aviso, empezó a sonar una música disco, muy sofisticada, bien hecha, insinuante: era tal el contraste y tal la sensación de irrealidad que no podías aguantarla. Pensé: esta es la droga que ellos quieren que consumas. Me reí conmigo y para mí. Pensé. Padre, aparta de mí ese cáliz.

Seguí caminando, con cuidado, ya que el camino, a esas horas, ya se poblaba de carros, y seguí buscando mensajes en el aparatito: encontré un rapero (boliviano) tan depresivo y tan suicida que me asustó.

Rapeaba sobre la soledad urbana, las calles vacías, no tener amigos. Lo imaginé con sus maquinitas de sonido, metido en un cuarto oscuro, gris, digo negro, en Villa Salomé o en Pampajasi. Y lo imagine en ese momento, en sincronía. Y pensé que al rapero le hacía falta una dosis de pastillitas de montaña, de la soledad cerril y no impostada, hacerse amigo de los cactus, de las quebradas y del viento, ¡hacerse amigo del borracho! Vería al mundo diferente.

Cambié de vuelta la estación radial y para no estar ni mal ni bien con el momento, sino todo lo contrario, empezó a sonar Amor prohibido, el tema emblemático de la emblemática Selena, muertita joven y adorada por el pueblo como nuestra Gilda. Lo dejé ahí, seguí caminando.

Cuando ya pensaba que nada más podía ocurrirme, vino el final de este texto a sucederme. Ahora nomás lo escribo. Fue así:

El cementerio de Jupapina es un lugar casi invisible. Está en la entrada del poblacho, al borde del camino, y como este está pavimentado y justo allí encara un par de curvas medias bravas, los autos vienen rápido, frenan para tomar las vueltas, y por ello, nadie lo ve. Tenés que andar caminando para saber que allí hay un cementerio.

El cementerio de Jupapina es un cementerio de pueblo pobre, desangelado, sin mausoleos ni puertas de entrada: son unas cruces tristes sobre unos nichos tristes desparramados entre las piedras y las malezas pero en medio de un escenario majestuoso: las áridas montañas de Río Abajo.

El borracho del buenas tardes estaba parado en la entrada del cementerio. Bajé la música porque no quería interferir. Hablaba en dirección a las tumbas, hablaba con alguien, y se despedía y a la vez, hacía el gesto del todo bien con una de sus manos alzadas. Quería arrancar pero volvía: volvía a una vez más a despedirse y a indicarle al muerto que estaba bien, que todo estaba bien.

Me emocionó ver y sentir la escena como ahora me emociona escribirla. El hombre que estaba borracho no sólo había abolido el tiempo, no sólo había desmentido a la pulcra e infalible civilización, no sólo me había brindado su amor por el mundo y su dionisiaco desenfado, sino que también no iba solo, no estaba solo: caminaba con sus muertos.

Caminaba, compartía con sus muertos: está todo bien, tata, está todo bien, mama, no pasa nada, estoy aquí, honrándolos. Está todo bien, hermano mío, qué lindo hubiera sido estar con vos y seguir la farra, pero igual está bien, ahora que te abrazo. Está todo bien, Eulogia, ahora me voy a la casa y me duermo, está todo bien ahora que vos me acompañas.

Domingo a la mañana. El sol ya calienta. Bajo por una callejuela de paredes de adobe, abro la puerta y Dana, mi perra, salta.

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